Elizabeth von Arnim(1866-1941) tuvo infinidad de lectores desde la publicación de su primer libro, Elizabeth y su jardín alemán (1898), equívoco prototipo (para algunos) de sensible novela propia de una cultivada dama.
Nacida en Australia y educada en Inglaterra, Elizabeth había accedido a la aristocracia alemana mediante su matrimonio con un iracundo conde de quien tomó su apellido y con quien consolidó su gusto por la buena vida, el lujo, los viajes, las casas y los lugares hermosos, tan presentes en sus novelas.
Pero Elizabeth, tras su apariencia, no era precisamente (o solamente) una dama convencional. No hay más que leer sus divertidísimas memorias, Todos los perros de mi vida (Lumen), donde parece comparar a los varios chuchos que tuvo con sus maridos y amantes (que también tuvo varios) e incluso otorgar más importancia a aquéllos que a éstos.
Entre sus amantes estuvo –antes de casarse con otro conde, el áspero hermano del filósofo Bertrand Russell-, el donjuanesco novelista H.G. Wells, quien, en un libro de escritos inéditos recopilado por uno de sus hijos, da un jugoso y poco galante testimonio de la “Pequeña E” –así la llamaba por su menuda estatura-, revelando cómo la escritora se entregaba desnuda en pleno campo a jubilosos encuentros sexuales y cómo ambos llegaron a destrozar varias camas en sus ardientes y clandestinas prácticas amatorias.
No hay que fiarse, en efecto, del delicado envoltorio literario de Von Arnim–muy eficaz al describir de forma cautivadora los atractivos de las glicinias, los celindos o las acacias-, pues bajo dosis considerables de elegante buen gusto, la dos veces condesa era muy capaz de verter amargas y aceradas críticas y pullas con un controlado aunque letal sentido del humor.
Es lo que se aprecia en Abril encantado (Alfaguara), la historia de cuatro mujeres inglesas que se toman un mes de vacaciones en un castillo italiano para romper con la asfixiante y reglada monotonía de sus vidas y ver qué pasa. Y bien que pasan cosas.
Mucha gente vió la exitosa versión cinematográfica de Abril encantado, en 1992, a cargo de Mike Newell, pero esos espectadores harían bien en leer el libro, mucho más rico en matices y, sobre todo, en vitriólicas observaciones, puestas en página por la autora sin despeinarse.
[caption id="attachment_420" width="510"] Fotograma de Un abril encantado de Mike Newell[/caption]
Ya desde el principio, Von Arnim señala con naturalidad el infortunio de una de esas mujeres, joven aún, al haber tenido siempre cuatro únicos “puntos de referencia”: Dios, Esposo, Hogar y Deber.
La señora Wilkins, audaz promotora de la liberadora excursión a Italia, le suelta a la remisa señora Arbuthnot, a la que acaba de conocer: “estoy segura de que no está bien ser buena durante demasiado tiempo, hasta que una se vuelve desgraciada. Y me doy cuenta de que usted ha sido buena durante años y años, porque tiene un aspecto tan infeliz…”
El comentario es explosivo, qué duda cabe. En la base de Abril encantado hay una indagación sobre las frecuentadas relaciones entre bondad e infelicidad. ¿Para qué sirve ser bueno a toda hora?, ¿lleva la bondad sostenida a la desgracia?, ¿es una prisión?
Mucho se ha escrito sobre este asunto, desde luego, asunto, además, muy implantado en las conversaciones, sentimientos y opiniones de la gente común, que parece aceptar la bondad de la bondad –por así decirlo- y su necesidad, pero no por ello deja de temer alguno de sus presuntos efectos.
Pero Von Arnim va a profundizar y sabe incentivar a sus lectores. La señora Wilkins matiza después: “Nuestra clase de bondad hace infeliz. La hemos conseguido, y somos infelices. Hay bondades desgraciadas y otras felices; la clase que tendremos en el castillo medieval, por ejemplo, es de las felices”.
Así que hay una bondad feliz, que hace feliz. ¿Cómo será?