Jordi Galcerán goza de tanta popularidad en Madrid que la cartelera (de los teatros comerciales) casi siempre ofrece alguna de sus obras: su Burundanga, tras once temporadas consecutivas (solo interrumpidas por la pandemia) y un millón y medio de espectadores, apura sus días en el Maravillas, ya que dejará de representarse el próximo 3 de septiembre; su mejor comedia, El método Gronholm, vuelve al Alcázar-Cofidis para abrir temporada; y mientras tanto, el Teatro Bellas Artes agota la cartelera estival con Palabras encadenadas, singular thriller que se sale del molde de sus comedias corrosivas. Por otro lado, en Barcelona, el autor estrenará el próximo año su nueva comedia, FitzRoy.
La crítica es hoy para Palabras encadenadas, una de las obras tempranas del autor barcelonés, galardonada con el Premio Born de Teatro de 1995, entre otros, y que supuso un trampolín en su carrera. A partir de su estreno pasó de ser autor aficionado (que escribía para su compañía de teatro) a profesionalizarse hasta convertirse en el más taquillero del teatro español en los inicios del siglo XXI, puesto del que creo que todavía no ha sido descabalgado.
La obra, en la onda de La huella, trata de un psicópata que secuestra a una mujer y la mantiene retenida mientras se debate entre asesinarla o no. Sorprendió entonces por el desafío que suponía un texto teatral a partir de un tema de tintes sádicos, género habitual del cine pero raro de ver en las tablas.
Vista 25 años después, con la recién aprobada ley del “solo sí es sí”, habrá quienes vean esta comedia como una provocación por la ambigüedad moral en la que se mueve. Su manera de crear intriga y suspense consiste en despistar al espectador sobre quién es el verdadero verdugo y la verdadera víctima, y en las motivaciones de cada personaje para llegar a la situación que nos presentan.
Y ahí está la gracia del texto, en la obsesión del autor por forzar la verosimilitud de sus historias a costa de crear intriga y sorpresa, santo y seña de su teatro. Galcerán juega con los personajes y con sus sentimientos hasta llevar al espectador a territorios inesperados, manteniendo una tensión creciente, con giros que hacen que nada sea lo que parece, dosificando la información que va dando y que desconfigura el plot que el público se va haciendo conforme progresa la fábula. Es cierto que estos giros a veces resultan pelín chuscos (¿cómo interpretar la aparición de la suegra o del conductor de autobús gay de uñas amarillas en medio de este thriller?) o chistosos, aunque claro, de un humor negro, y que ayudan a tamizar la crueldad del tema.
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Esta producción del Bellas Artes se estrenó en 2019, dirigida por Domingo Cruz, y vio truncada su gira por la epidemia. David Gutiérrez y Beatriz Rico dan vida a esta pareja que, conforme avanza la obra, nos descubrirán la relación tóxica que les une. Para los actores el texto tienen una gran atractivo, ya que en las dos horas que dura la función deben recorrer un arco interpretativo inverso, que dé la vuelta a los estereotipos que representan. De entrada, Gutiérrez tiene al público en su contra, es el personaje perverso, pero su recorrido es más amplio que el de su oponente, por lo que introduce matices y resulta muy convincente.