Alfred Corn, la lucidez de la epifanía
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La diferencia de la obra poética de Alfred Corn (1943) con otros poetas norteamericanos de su generación está más en el aliño que en la esencia. Muy generacional es esencialmente su tono y el modo de composición de sus poemas, que parte de una experiencia cotidiana (vivida, leída o imaginada) en busca de la epifanía que es a la vez conclusión y moraleja del poema. Aunque Harold Bloom lo haya emparentado con John Ashbery, lo cierto es que hay poco en la obra de Corn de la fascinante visión telescópica ashberiana, y sus poemas resultan bastante más previsibles.
La nueva editorial Chamán Ediciones, asentada en Albacete y que se estrenó con una antología regional, publica ahora una antología breve de la obra de Corn titulada Rocinante, seleccionada por el poeta mexicano Guillermo Arreola y traducida por él mismo con la excepción de un poema traducido por Manuel Ulacia, dos por el propio Corn, y el añadido de dos poemas escritos directamente en castellano. El volumen se completa con un prólogo del propio Arreola bastante prescindible, pues dedica la mayor parte de sus párrafos a hablar de sus encuentros con el poeta estadounidense, en los que lo más reseñable es que el traductor pensó que el poeta iba a transformarse en árbol o en caballo. Si eso hubiera llegado a pasar, quizás hubiera tenido algún interés contarlo; pero hombre era y en hombre se quedó.
En el poema “Fotografía”, Corn se refiere al fotógrafo como a un “espigador de epifanías”, y de una forma parecida entiende él el oficio del poeta. Como en otros poetas norteamericanos de su generación, esa epifanía no se busca por medio de la iluminación, sino, casi, como conclusión de un razonamiento, aunque la mística forme parte del asunto, como en “San Antonio en el desierto”:
Para colmarse de sagrada vacuidad
se aísla el ermitaño en una cueva del desierto.
Ayuno y oración harán fiable el destierro.
La palabra que el Espíritu dicta: su pan de cada día.
Menea y alza Quimera su cabeza alambicada;
un reptil de fofa piel resopla y brama;
bruñen los holgados días lacerantes y abyectas pesadillas;
pega el sol en un gong de latón, y no se ocultará.
Leve sombra en las paredes de la cueva, si presagias
tormento o regocijo, se sabrá por el contorno que dibujas.
El amor mismo puede que corrompa, y así burlar
su objeto de deseo, disimulando con un beso deletéreo.
Antonio se hinca, se ciñe a su feroz encierro,
y escucha: sosiégate, y entérate: soy Dios.
Otro poema homenajea a Matsuo Masho. Si en su primer libro sí parecía Corn optar por un lenguaje algo más barroco y derramado, poco a poco evoluciona hacia ese decir más comedido y que nos suena más a conocido. La selección incluida en Rocinante, título justificado apenas por la cita quijotesca inicial (“él supo obrar y yo escribir”) es extremadamente breve, y son varios los libros de los que apenas se incluye un poema. Con todo, esta es una buena tarjeta de presentación de Alfred Corn, que gustará a quienes gusten de la poesía áspera y cerebral pero sencilla en su factura e interesará a quienes quieran ampliar la nómina de su conocimiento de la poesía norteamericana de hogaño.