En estos días de resaca de la Comic-Con de San Diego, donde Marvel ha anunciado sus planes para la Fase 4 de su universo cinematográfico —y ahora también televisivo—, conviene reflexionar sobre los efectos que produce en el mundo de la cultura la presencia de la literatura de género, ese término muchas veces utilizado para denostar obras que por sus temáticas o sus arquetipos parecen estar subyugadas a principios de baja estofa. En el siempre beligerante espectro de la cultura/entretenimiento se circunscribe también una dicotomía entre las élites y las masas, entre los críticos y las audiencias, entre lo intelectual y lo popular. No deja de ser un reflejo del complicado tejido social de las naciones occidentales, y de cómo la cada vez más amplia brecha económica está creando una identidad de clase cada vez más inevitable. Pero mientras muchos autores de prosa celebrada encuentran dificultades para llenar librerías en sus periplos promocionales, los escritores del Celsius, incluso cuando no tienen algo en concreto que vender, llenan auditorios, forman colas de demandantes de autógrafos que se extienden más allá de la medianoche y firman contratos millonarios como anticipos de sagas complejas y apabullantes.
El Celsius de este año ha sido favorecido por la presencia de algunos de los más grandes de la literatura de fantasía y ciencia ficción, autores consagrados como John Scalzi (ganador del premio Hugo de novela) o Brandon Sanderson (el encargado de finalizar la épica de Robert Jordan, La Rueda del Tiempo); pero también por estrellas ascendentes como Anna Starobinets o Kameron Hurley. En una ciudad de menos de ochenta mil habitantes en la costa del cantábrico, las masas de seguidores que inundan el casco viejo para asistir al festival de cuatro días marcan el ritmo a los autóctonos. En todas las terrazas, en todos los bares y restaurantes que rodean la Casa de Cultura, se producen las más improvisadas tertulias literarias entre editores, traductores, escritores consagrados y escritores en ciernes, porque, y eso siempre hay que destacarlo, muchos de los que acuden a este festival buscan también emular a sus ídolos y participar con entusiasmo del arrebato creativo. En ningún otro sitio como en el Celsius los escritores son tratados como estrellas del rock, suscitando murmullos y miradas mal disimuladas cada vez que los atisban yendo de un lado para otro o preparándose para entrar en el auditorio. ¿Merecen estos escritores la expectación que levantan y el éxito comercial que suscitan? ¿Pueden compararse John Scalzi y Brandon Sanderson con Karl Ove Knausgard o Martin Amis, o por el contrario pertenecen a ámbitos tan diferentes que podríamos hablar de profesiones distintas?
Estas preguntas levantan ampollas, sea quien sea el interpelado, y es evidente que muchos de los asistentes al Celsius tienen opiniones muy fuertes al respecto, pero no deja de ser una pregunta inevitable. Más allá de estilo o cuestiones meramente formales, el objetivo de la literatura que gana los premios Man Booker o Pulitzer dista mucho de los que compiten por el Hugo o el Locus, por lo menos a priori. Es curioso reconocer cómo autores consagrados pueden discurrir por los pastos de la ciencia ficción, como Michel Houellebecq, pero no se les tilda, ni a ellos ni a sus novelas, como de ciencia ficción. Y también es curioso cómo autores como Iain Banks en su día llegan a utilizar seudónimos para separar su producción bibliográfica en dos mitades, la de género y la que no lo es, la divertida y la seria, la entretenida y la cerebral, la que forma parte del zeitgeist cultural y la que se exilia a las lindes del fandom. Pero el antes mencionado enfant terrible de las letras francesas, Houellebecq, es un gran admirador de la prosa de Lovecraft, y otro autor como Emmanuel Carrère hace evidente su devoción por Philip K. Dick. Y también tenemos obras, como el binomio de Hyperion de Dan Simmons o algunos libros de China Miéville, cuya corrección formal y su altura intelectual resultan innegables en cualquier foro de literatos. ¿Por qué siguen entonces estas fronteras tan rígidas, tan impermeables, estos apellidos derogatorios, esta manera de cerrar filas? Por un lado es un proceso de políticas de identidad aplicado a cuestiones a veces tan irrelevantes en el orden general de las cosas como las temáticas, pero por otro ponen de relieve unas limitaciones muy reales, una ambición muy reducida y una cerrazón mental preocupante, de unos y otros.
El Celsius es un festival de fans para fans. Con una mentalidad un tanto anárquica y democrática, algo que se traduce en una accesibilidad sin parangón (es gratuito y el aforo se completa en estricto orden de llegada), pero que también supone una falta de dirección. Se consiguen reunir muchos nombres, algunos más o menos conocidos, pero no se termina de extraer todo el jugo que podrían dar sus intervenciones. La mayoría de los asistentes se engloban en un rango de edad joven, y les puede la mitomanía que inunda tantas partes de la cultura actual. El poder hacerse una foto con el escritor favorito o recibir un autógrafo es algo casi más importante que escuchar lo que tiene que decir sobre el oficio de escritor, sobre cómo abordar los personajes, sobre cómo estructurar una novela… Las charlas y conferencias del Celsius se cuentan por docenas, y no pude acudir más que a una minoría, pero salvo algunos ejemplos puntuales, muchas veces se van por los derroteros de la anécdota, del chascarrillo, del chiste medianamente ingenioso para ganarse a una audiencia ya de por sí entregada… Incluso cuando se abordaron temas más relacionados con los futuribles progresos tecnológicos o sociológicos, el resultado fue más bien frustrante, porque se podía intuir un discurso de potencial interés, pero que quedaba sepultado por el propio formato.
Sin embargo es de justicia reconocer la tremenda labor de los impulsores del festival, que han sido capaces de convertir a una pequeña ciudad de Asturias en un verdadero referente internacional de la identidad geek, donde se pueden entremezclar enfoques y disciplinas diferentes, y donde los videojuegos también se están haciendo un hueco.
Los videojuegos suelen también apostar la mayoría de las veces por adentrarse en el género, y en muy pocas ocasiones se consigue hacer algo de éxito que se ciña con fidelidad a los postulados de la realidad. En ese sentido, también parten con esa letra escarlata cosida al dorso, y aunque no es la principal, constituye una de las razones por las que desde el mundo de la alta cultura se les puede llegar a mirar con recelo. Es indudable que, como industria, su vocación está mucho más cerca del entretenimiento que otra cosa, pero no por ello se les puede vetar el asiento al convite. Ya sea bajo el paraguas de la literatura de género o de los videojuegos, se pueden construir grandes historias, con grandes ideas y grandes emociones que consigan conectar de manera profunda con el lector/usuario. Y ese mismo es el propósito de toda obra cultural.