Los artículos de Fernando Savater son desde hace un tiempo muy breves, no más de 300 palabras, doblemente buenos, según el refrán. Fijaos en este de hace unos días. Va de toros y de sanfermines, pero lo traigo aquí porque, además, explica la esencia del arte, el juego, el deporte, la religión, el humor y, en realidad, del comportamiento humano. Lo hace sin despeinarse, en las 10 líneas escasas de su segundo párrafo que, encima, ni siquiera suena apretujado, sino suelto, como una buena paella valenciana. ¡Qué gusto! ¡Y qué envidia! Aquí va mi divagación, del doble de palabras, apelotonadas como los granos de un bolo de arroz oriental.
Lo que nos hace humanos no es tanto la razón como el deseo, esa capacidad de hacer cosas "porque queremos", sin motivo claro, a menudo en contra de nuestros intereses aparentes. Los animales, aun los mamíferos más desarrollados cognitivamente, gozan y sufren, pero no pueden desear. No pueden tener ganas. Su conducta es siempre racional en el sentido de que está sometida a la lógica darwiniana: vivir lo bastante para tener mucha descendencia y pasar la mayor cantidad posible de genes a la siguiente generación. La gana, por el contrario, es un atributo del individuo soberano, emancipado de sus propios genes, dueño, en alguna medida, de su destino. ¡O del de todos!, como los reyes absolutos del Antiguo Régimen, que llamaban a sus deseos real gana y los plasmaban en los decretos así, sin necesidad de motivación.
Tener ganas —humanas, impredecibles, poco racionales— es más difícil de lo que parece. Para desear algo necesito antes haberlo imaginado y eso requiere la habilidad, no solo de percibir y entender el universo que tengo delante, sino de concebir un segundo universo paralelo, inexistente fuera de mi imaginación, juzgar ambos, compararlos, a menudo sin disponer de todos los elementos necesarios, y preferir uno. Lo propiamente humano, que no está al alcance de los otros animales —y no sé si de los sistemas de IA—, es ese juicio intuitivo, insuficientemente fundado, sea ético, estético o incluso económico (qué prefiero hacer, cuánto me gusta esta sinfonía, cuánto pagaría por este producto), que no es nunca enteramente racional. Si lo fuera, no sería un juicio, sino un resultado.
El comportamiento que da lugar a la música —y a la poesía, y al arte en general— es una combinación de estos juicios y deseos y resulta francamente difícil de explicar. Quizá se trate, por encima de todo, de un ritual. Los rituales son paréntesis, acotados en el tiempo o en el espacio, en los que un grupo de individuos, sin necesitarlo, coinciden en suspender las reglas del curso normal de la vida y sustituirlas por otras, de manera que personas, cosas y acciones pasen a ser o significar algo distinto de lo que solían. La clave está en la falta de necesidad. En la medida en que sea necesario, el ritual pierde los paréntesis, se desdibuja y se diluye en la vida. Pasa de representación a presente. El grupo de ritualistas suele estar jerarquizado, con división entre oficiantes (sacerdotes, actores, escultores, tenistas, violinistas, novelistas, toreros o bromistas) y oficiados (fieles, lectores o espectadores). ¿Y de qué tipo sería el ritual del arte? No es religioso, porque su reino es de este mundo; no es lúdico, aunque a veces nos sirva de pasatiempo, porque los juegos tienen la virtud de carecer de pretensiones mientras que el arte parece aspirar a algo más; no es tampoco un ritual de conocimiento, o lo es sui generis; y lo mismo digo del arte en cuanto rito de comunicación. Como hace Savater al hablar de los sanfermines, lo mejor es dejarlo así: el arte es un ritual inexplicable y los humanos somos artistas, activos o pasivos, porque nos da la gana.