¿Saben los jóvenes de hoy en día quiénes eran Penélope Glamour, Pierre Nodoyuna, Benito, Pepe Pótamo, la tortuga D'Artagnan, el oso Bubu o Maguila Gorila? Me temo que no, pero me consuela haber sido testigo de que algunos de los personajes alumbrados por William Hanna y Joseph Barbera aún circulan entre los adolescentes, adornando sus camisetas. Durante mis dos décadas de docencia, me crucé infinidad de veces con chicos que llevaban camisetas con el rostro de Pedro Picapiedra o Patán (en inglés, Muttley), el perro pulgoso y malcriado de Pierre Nodoyuna, el villano de Los autos locos. Patán se hizo famoso por su risita. Cada vez que se frustraban los diabólicos planes del pérfido Nodoyuna, se reía como una hiena, agitando los hombros. Aunque era su escudero, rendía tributo a la virtud, celebrando sus fracasos. El oso Yogui también circulaba por los cuadernos de mis alumnos. Cuando les preguntaba qué significaban esos personajes para ellos, me contestaban que eran los ídolos de sus padres y que les parecían simpáticos, si bien nunca habían visto sus aventuras. En una ocasión, me topé con un estuche con la imagen de Benito, el entrañable amigo de Don Gato. Su propietaria desconocía su nombre, pero le parecía encantador. Solo los mitos sobreviven a la moda y a las épocas. Aunque las series de Hanna-Barbera ya no formen parte del ocio de los más jóvenes, sus personajes ocupan un discreto lugar en el imaginario colectivo. Creo que son el recuerdo nostálgico de una época donde la violencia no gozaba del prestigio de hoy en día y el humor se asociaba a la ternura y el ingenio, no al sarcasmo y el cinismo, como sucede con las series como Los Simpson y South Park.
No pretendo cuestionar los méritos de Los Simpson y South Park, pero su acidez y desencanto producen cierta desolación cuando las risas se apagan y se quedan flotando en la memoria los golpes de ingenio, casi siempre cargados de pesimismo. No creo que las series de Hanna-Barbera fueran conformistas, pero no transigían con ese nihilismo que lo ha contaminado todo desde los años sesenta. Frente a la desesperanza, apostaban por el humor, la melancolía y el disparate. Ironizaban sobre nuestros defectos, pero no incurrían en el vituperio y el desdén. Su mirada sobre la condición humana era benévola e indulgente. Pedro Picapiedra, con su corbata azul y su traje sencillo de piel de tigre, sin mangas ni pantalón, era poco reflexivo y algo tosco, pero irradiaba vitalidad y albergaba las inhibiciones necesarias para no actuar con un egoísmo amoral y una zafiedad ofensiva. Cuando se sentía contento, lo manifestaba con un divertidísimo y regocijante “Yabba Dabba Doo” que transmitía alegría y optimismo. Es indudable que se parece a Homer Simpson, el personaje de Matt Groening, pero Homer es grosero, estúpido, perezoso, egocéntrico, sufre arrebatos de ira y bordea el alcoholismo. No es una figura costumbrista, como Pedro Picapiedra, ese vecino bonachón y algo bobo que nos saluda en el ascensor y tapea con los amigos en la esquina del bar, sino ese hombre-masa que ha encallado en el sofá, hipnotizado por el televisor y con la conciencia progresivamente embrutecida por el consumo de una cerveza tras otra. Pedro Picapiedra parece inventado por Dickens; Homer Simpson, por Philip Roth. Pedro nos ayudaría con la mudanza; Homer, se inventaría un pretexto o nos dejaría plantados, riéndose de su propia informalidad.
Mis personajes preferidos de Hanna-Barbera no son los protagonistas, sino los secundarios. Entre ellos, destacan los caracteres dulces, tímidos y melancólicos. Pienso en Pablo Mármol, Benito, Tristón. Pablo Mármol es el amigo inseparable de Pedro Picapiedra. Bajito, rubio, inseguro, se lleva muy bien con Betty, su mujer, y cuida con mucho afecto a Bam-Bam, su hijo adoptivo. No sabemos en qué trabaja. Muchos han creído erróneamente que era compañero de Pedro en la cantera, pero no es así. Parece más bien un oficinista y no un obrero. Conoce a Pedro desde la niñez y, al igual que su amigo, pertenece a la logia de los Búfalos Mojados. Ambos juegan a los bolos y cuando se meten en algún lío, Pablo siempre introduce sensatez y sentido ético. Parece más inteligente que Pedro y nunca se altera. Si fuera romano, sería un filósofo estoico. Pablo Mármol es un canto a esos hombres de apariencia insignificante y carácter apacible que esconden un gran corazón y una inteligencia despierta. No me cuesta trabajo imaginarlo en una película de Frank Capra, inadvertido para sus vecinos hasta que las circunstancias ponen de manifiesto su calidad humana y moral.
Benito Bodoque era uno de los personajes más adorables de Hanna-Barbera. Bajito, ingenuo, con una voz aguda e infantil, siempre llevaba un suéter blanco con un botón a la altura del cuello. Podía confundirse con una americana. Frente a Don Gato, astuto, ocurrente y algo golfo, rebosaba humildad, sencillez y honestidad. Es ese amigo que siempre está dispuesto a tomarse cualquier molestia por nosotros sin pedir nada a cambio. Resulta inevitable pensar en Sancho Panza, con su bonhomía y su carácter tranquilo. Eso sí, su mente no está tan apegada a la realidad. Benito se deja llevar por la fantasía y su incredulidad carece de límites. Bubu, el pequeño oso con una pajarita azul oscuro y el flequillo despeinado, no es tan ingenuo. Amigo inseparable de Yogui, su carácter es algo melancólico y su comportamiento, más refinado. Parece un viejo profesor solterón que observa el mundo desde una pequeña ventana situada sobre un bosque otoñal. Siempre me lo he imaginado secretamente enamorado de Cindy, la novia de Yogui, una osezna gris de largas pestañas. Con una margarita adornando su pelo, una falda corta de volantes azules y un pañuelo amarillo anudado al cuello, su mirada coqueta y su forma de juguetear con una sombrilla evoca a las grandes divas del cine mudo. A mí me recordaba a Lillian Gish. Creo que el pobre Bubu estaba tan enamorado de Cindy como Armando de Ninette, esa francesa hija de exiliados españoles que Miguel Mihura situó en la Murcia de los años sesenta, mostrando el contraste entre la España franquista y la Europa democrática. Bubu y Benito son esos eternos perdedores que aceptan su derrota con una sonrisa y que no responden al fracaso con resentimiento, sino con flema y cierta ironía.
Tristón, el amigo de Leoncio, también es un perdedor, pero no lo lleva nada bien. Con pajarita negra y sombrero Pork Pie, no comprende el optimismo de su amigo Leoncio, un buscavidas que no se deja desalentar por la adversidad. Su rostro inexpresivo y su mirada humedecida por una aflicción perpetua nos traen a la mente a Buster Keaton, otro melancólico incurable. En cambio, Pepe Pótamo y Maguila Gorila están más cerca de los actores de comedia que han convertido la sonrisa en una filosofía existencial. Pepe Pótamo es un simpático hipopótamo que viaja en un globo aerostático con Soso, un chimpancé ataviado con una gorra de botones con la visera hacia atrás. Pepe Pótamo se cubre la cabeza con un salacot y viste una chaqueta blanca de explorador, con dos bolsillos en el pecho y ceñida por un ancho cinturón negro. Cada vez que unos caníbales o unos piratas están a punto de causarle un serio disgusto, recurre a su arma secreta: el Hipo Aullido Huracanado, una fuerza colosal que puede trasladarle desde el África Central hasta el Polo Norte. Pepe Pótamo encarna el anhelo de aventuras, la ambición de explorar regiones desconocidas, la resistencia a que las fronteras sean horizontes cerrados. Maguila Gorila no es un aventurero, sino un sentimental. Con su bombín de color violeta adornado con una cinta verde con topos negros, su pajarita lila, sus tirantes verdes, sus pantalones cortos de color rojo y sus enormes zapatos de cordones, compone una imagen que recuerda a esos payasos con cierta tristeza detrás de su mueca sonriente. Vive en la Pajarería del señor Peebles, un hombrecillo que desearía venderlo para ahorrarse los gastos ocasionados por su mantenimiento, pero que jamás encuentra un comprador. Solo Chispitas, una niña de unos seis años, pelirroja y con coletas, muestra interés por él, soñando con reunir el dinero necesario para llevárselo a casa. Con un sombrerito de ala con florecitas, besa al gigantesco simio cada dos por tres. Maguila a veces lleva un bastón y un pañuelo blanco con topos negros que sobresale del bolsillo de su pantalón. Aficionado al patinaje, su enorme corpulencia provoca aparatosos accidentes. Sus destrozos desesperan al señor Peebles, que siempre debe asumir la responsabilidad por los daños causados. Maguila Gorila es el personaje más enternecedor de Hanna-Barbera. Su humanidad y delicadeza parecen extraídas de un cuento de Oscar Wilde, con sus gigantes egoístas, sus príncipes de corazón generoso y sus golondrinas altruistas.
No soy especialmente optimista sobre el porvenir de las series televisivas, pero creo que algunas personas –y no solo hablo de mi generación- echan de menos una programación menos cruenta, con personajes menos cínicos y descreídos, y tramas con ciertas dosis de esperanza y ternura. Frente a ídolos como The Punisher, el Exterminador, o Joker, con un inconsciente que haría las delicias de cualquier psicoanalista, Patán, Benito Bodoque o Maguila Gorila nos hacen sentir que aún hay espacio para la inocencia en una época cuyo pesimismo y desengaño recuerdan las páginas más amargas de Quevedo y Gracián.