Bataille en el Castillo de Gilles de Rais
En su análisis de Gilles de Rais, Bataille afirma que el crimen es lo más genuino de la condición humana, lo que nos distingue del resto de las especies
¿Por qué nos fascinan los monstruos? Según Bataille, porque habitan en nuestro interior, escondidos en una penumbra que la conciencia elude por incomodidad. Sabemos que están ahí, pero no queremos verlos. Bajo nuestra piel habita un demonio que anhela profanar todos los tabúes. Para su imaginación, nada es inviolable. La razón reprime esas fantasías, pero entiende que sin leyes y prohibiciones, lo sagrado no existiría. Para el autor de El culpable y Las lágrimas de Eros, los crímenes más nefandos son un tributo a la necesidad de preservar el misterio terrorífico de lo divino. Sin la estridencia del mal, no conoceríamos la armonía del bien. Gilles de Rais escenificó ese conflicto, sin comprender que su historia albergaba ecos de los viejos sacrificios humanos, donde se pretendía restaurar el orden alterado por el azar o la transgresión mediante una ofrenda horripilante. Aunque era cristiano, su mente era pagana y añoraba los cultos de la Antigüedad, ajenos a las nociones de caridad, misericordia y respeto por la dignidad humana. Bataille afirma que las impiedades del aristócrata francés preludian la rebelión de Sade, Sacher-Masoch, Nietzsche y otros visionarios contra el cristianismo.
Historia de Gilles de Rais
Gilles de Montmorency-Laval, barón de Rais, llamado Gilles de Rais o Gilles de Retz, alcanzó la gloria durante la Guerra de los Cien Años, luchando con Juana de Arco, la doncella de Orleans, pero su fama se transformó en infamia cuando se descubrió que había secuestrado, torturado y asesinado a centenares de niños para satisfacer barrocas fantasías sexuales. En el apogeo de su locura homicida, reunió una corte de brujos, alquimistas y visionarios para perpetrar sus crímenes y adorar al diablo. Al igual que la famosa aristócrata húngara Erzsébet Báthory, conocida como “la condesa sangrienta”, utilizó su poder para satisfacer su pasión por la sangre y el dolor ajeno. Gilles de Rais ejecutaba sus crímenes con gran solemnidad, finalizando la ceremonia con la frase del pregón pascual: “¡Dichosa culpa!”. Nunca dejó de ser cristiano y siempre vivió atormentado por la certeza de que le aguardaba la condenación eterna. Charles Perrault se inspiró en su historia para escribir su célebre cuento “Barba Azul”.
Descendiente de uno de los grandes linajes de Francia, nació alrededor de 1405 en la torre negra del castillo de Champtocé, bañado por el río Loira. Hijo primogénito, la prematura muerte de sus padres lo dejó al cuidado de su abuelo materno, Jean de Craon, que no se preocupó de su educación, permitiéndole hacer lo que se le antojara. De niño solía torturar a toda clase de animales, burlándose de su sufrimiento. Ya de joven, se distinguió en la guerra como un guerrero implacable y cruel. En el campo de batalla, podía mutilar, torturar y matar con impunidad. Combatió a los ingleses y a sus aliados de Borgoña sirviendo a Carlos VII, delfín de Francia. Con Juana de Arco, liberó Orleans del asedio inglés. Con veinticinco años fue nombrado mariscal y adoptó la flor de lis en su escudo de armas. Acabada la Guerra de los Cien Años, Gilles de Rais despilfarró su fortuna, organizando fiestas, banquetes y representaciones teatrales. Sumamente hospitalario y gentil, se mostraba muy generoso con las limosnas. Aficionado al canto gregoriano, siempre que una voz le cautivaba no descansaba hasta contratarla a su servicio. Algunos de esos jóvenes se convertirían más tarde en cómplices de sus crímenes. Su fervor religioso fue recompensando con el cargo de canónigo de Saint-Hilaire-de-Poitiers. Para conferir más solemnidad a la prebenda, Gilles de Rais se rodeó de cincuenta eclesiásticos y doscientos soldados de caballería, con sede en la capilla de los Saints-Innocents, en Machecoul.
El lujo oriental y la mala administración trajeron la ruina, alimentando la propensión al delirio y la desmesura. El afligido barón se puso en contacto con nigromantes y alquimistas para buscar la piedra filosofal, que le permitiría transformar los metales básicos en oro y plata. François Prelati, un embaucador florentino, le aseguró que el diablo le ayudaría si le ofrecía la sangre, el corazón y la cabeza de un niño. Con el señuelo de convertirlos en pajes y garantizar su sustento, sus criados atraían al castillo a niños de aldeas y pueblos alejados. Otras veces, conseguían víctimas con solo dejar pasar a los mendigos que llamaban a la puerta. Por último, cuando se extendió el temor en la región por las habladurías que circulaban sobre niños desaparecidos, se recurrió a los raptos. Todos los desdichados que caían en sus manos serían torturados, violados y asesinados. La edad de las víctimas oscilaba entre los dos y los veinte años. Gilles de Rais a veces se arrepentía de sus abominaciones y prometía viajar a Tierra Santa para buscar la redención, pero sus problemas de conciencia se disipaban apenas surgía la oportunidad de cometer un nuevo crimen. Durante los dos procesos que se celebraron contra él, reconoció que le gustaba cortar las cabezas de los niños asesinados para clasificarlas según su grado de belleza y que el mismísimo diablo celebraba su buen criterio.
Cuando Gilles de Rais atacó la iglesia donde Jean de Malestroit, obispo de Nantes, celebraba misa y secuestró al prelado por una disputa sobre la venta de uno de sus castillos, el rey decidió actuar. Arrestado, se mostró arrogante al principio, escupiendo a jueces y clérigos, pero se derrumbó al ser excomulgado, confesando sus crímenes sin excluir los detalles más macabros. Sus declaraciones llegaron a todos los rincones de Francia, pues se trataba de un héroe muy popular por sus hazañas en el campo de batalla. Se contabilizaron doscientos asesinatos, pero se calcula que el número real fue muy superior. El tribunal lo condenó a muerte por asesinato, sodomía y herejía. Su condición de par de Francia le permitía solicitar la suspensión de la pena, pero rechazó ese privilegio y descartó invocar la gracia real. Sus palabras de arrepentimiento, cargadas de emotividad y desgarro, despertaron la compasión de jueces, aristócratas, clérigos y plebeyos. Una multitud contempló en silencio su ejecución el 26 de octubre de 1440. Fue ahorcado y quemado con dos de sus cómplices en el prado de la Madeleine en Nantes. Se respetó su voluntad de ser inhumando en la iglesia de las carmelitas de Nantes. Para algunos representa la quintaesencia del despotismo feudal, incapaz de reconocer en los plebeyos ningún derecho, incluido el de la vida. Para otros, es una especie de filósofo, que intentó liquidar la moral de esclavos del cristianismo. No es necesario ser consciente de una tarea para ser el brazo ejecutor de un destino.
Gilles de Rais según Bataille
Georges Bataille escribió la introducción a un libro titulado Gilles de Rais, que recogía las actas de los dos procesos contra el aristócrata. En España, apareció de forma independiente, con el título El verdadero Barba Azul (La tragedia de Gilles de Rais). Bataille utilizó la historia de Gilles de Rais para desarrollar su “arqueología del mal”, un proceso de desenmascaramiento que intenta despojar a la condición humana de los artificios impuestos por la civilización occidental. Su forma de razonar, desbrozar e interpretar apenas difiere de la brutalidad de los pueblos bárbaros que incendiaron las bibliotecas de los monasterios. No usa una cimitarra, pero su palabra afilada intenta acabar con la hegemonía de la Cruz. No en vano homenajeó a Nietzsche, escribiendo una obra donde interpretaba su filosofía como una “voluntad de suerte”, es decir, como la vocación de “arder sin responder a ninguna obligación moral” (Sobre Nietzsche, 1972). Según Bataille, la escritura de Nietzsche es un cuchillo que hace sangrar, palabra que vivifica, matando al moralista que frustra nuestra aspiración a una “soberanía ilimitada”, sin sombra de culpa y sin el lastre del arrepentimiento. La moral versa sobre el poder, no sobre la compasión. Bueno y santo es todo lo que incrementa nuestra soberanía. El verdadero mal es la impotencia, no la crueldad, que es el rasgo distintivo de los espíritus libres.
En su análisis de Gilles de Rais, Bataille afirma que el crimen es lo más genuino de la condición humana, lo que nos distingue del resto de las especies. Matar es un acto de poder, no una necesidad biológica. El crimen se perpetra de noche, pero siempre anhela salir a la luz del sol, pues si es algo secreto y oculto, pierde su sentido de afirmación. El crimen es un rito, una función teatral. Los aztecas lo entendieron muy bien, celebrando sus sacrificios en la cúspide de las pirámides ante una multitud en trance. El problema de Gilles de Rais es que era un niño: “Estaba cubierto de sangre, pero era pusilánime”. Era una especie de Fausto, pero “un Fausto infantil”. Por eso, sentía remordimientos y confesó al poco de ser excomulgado, incapaz de soportar esa mancha. Bataille afirma que el cristianismo es una religión arcaica, pues necesita del crimen para administrar el perdón. San Agustín exclama: “Felix culpa!”. Bataille no repara en que esa expresión nace de un examen de conciencia orientado a transformar nuestras miserias en una escuela de virtud. Hay que bajar hasta lo más hondo para conocer nuestras flaquezas y aprender a utilizarlas como escalones de un camino de perfección.
Gilles de Rais ha sido identificado con Barba Azul porque su conducta parece estrictamente inhumana. Pertenece a la categoría de los monstruos. Solo nos cabe odiarlo y destruirlo. Pensando que de esa manera podremos desterrar la idea de que tal vez haya un Gilles de Rais en las zonas más remotas de nuestra mente, esperando la oportunidad de salir al exterior para cometer toda clase de perversiones. Cuando fue condenado a muerte, el aristócrata sintió alivio. Su impunidad le había acabado resultando insoportable, pues le había revelado que los dioses se caracterizan por un exceso de libertad. Ese hallazgo es una carga demasiado pesada para una mente infantil. “¡Aquel mariscal de Francia era un simple!”, exclama Bataille, deslizando la idea de que era una especie de cordero que asumió un sacrificio desmedido: morir para preservar la existencia de lo sagrado. Su ejecución fue un verdadero martirio, pues sirvió para apuntalar el orden social existente, basado en el contraste entre lo sagrado y lo profano, la norma y la transgresión, el dogma y la blasfemia. Bataille es impreciso en su razonamiento, pues al mismo tiempo que exalta a Gilles de Rais como esa clase de lujo que nos redime de la mediocridad, le asigna una paradójica santidad. Aunque sus actos son demoníacos, sostienen el teatro de la Europa cristiana, donde lo divino sería algo hueco e inconsistente sin la intromisión de la violencia, que recuerda la necesidad de los tabúes.
Bataille afirma que Gilles de Rais era “un caníbal” o, más exactamente, un Berserkir, “guerreros envueltos en piel de oso”. Descendía de esos bárbaros de la antigua Germania, donde aún no habían penetrado las ideas cristianas. Esa vasta región se contempla ahora como el corazón de las tinieblas, especialmente después de la devastación causada por las huestes de Hitler, los nuevos Berserkir, pero –según Bataille- allí no existía el malestar que Freud atribuyó a la civilización, siempre opuesta al exceso y la desmesura, el despilfarro y el placer desinhibido. El filósofo francés señala que era incongruente que los señores de la guerra de la Edad Media emplearan el lenguaje del cristianismo y el amor cortés. La delicadeza y la piedad no formaban parte de sus hábitos. Para ellos, los siervos eran animales a los que se podía torturar y despedazar. No establecían diferencias entre un niño campesino y un cordero recental. “Vivían soberanamente” y, en ese aspecto, Gilles de Rais era un rey mucho más ejemplar que Felipe II. El monarca español vomitó mientras contemplaba el pillaje de San Quintín. En cambio, el aristócrata francés disfrutaba contemplando las carnicerías que acontecían en el campo de batalla. No era el caso de Juana de Arco, que se opuso enérgicamente a las matanzas y violaciones.
El fin de la Guerra de los Cien Años constituyó una desgracia para Gilles de Rais. Por eso, creó en todos sus castillos gabinetes de tortura para martirizar a los niños secuestrados o atraídos con engaños. Para Bataille, fue un precursor de los “libertinos endurecidos por el vicio”. Extraer placer del dolor ajeno debe considerarse como “violencia soberana” y no perversión. La guerra y el crimen son “un juego terrorífico, pero un juego”, “un movimiento de explosión soberana”. El mundo actual se ha sumido en la “impotencia” con su exaltación de la convivencia pacífica. Para recuperar la soberanía, el hombre debe abandonar el mundo del trabajo y cultivar el despilfarro. En la época feudal había más nobleza que en nuestros días, vástagos del pensamiento racional e ilustrado. “La inteligencia no es noble”. En esencia, la nobleza es “desmesura”. En la violencia, naufraga la razón y nuestra impotencia retrocede. En los “juegos trágicos” y las “diferencias crueles”, el hombre roza la soberanía de Dios. Trasciende el tiempo y el espacio, accediendo a lo sagrado. “Para Gilles de Rais, Juana de Arco era incomprensible”, pues abdicaba de su soberanía para ser compasiva.
Según Bataille, “el sentido profundo de la vida” solo se manifiesta en las guerras, las masacres y las ejecuciones. En esos escenarios, se escribe la gramática del hombre soberano. El arrepentimiento de última hora de Gilles de Rais solo merece un calificativo: “decadencia”. ¿Verdaderamente es así? Pienso que la soberanía se halla en Juana de Arco, libre, digna y compasiva hasta el final, y no en Gilles de Rais, siervo de pasiones pueriles y abyectas. Gilles de Rais nunca conoció la madurez moral. Se quedó estancado en las aguas del narcisismo. La admiración que le tributa Bataille es risible y repelente. Con Sade y Nietzsche, el autor de La experiencia interior intenta destruir la civilización tal como la conocemos para regresar al mundo antiguo, donde virtud significaba fuerza, poder. Quizás piensa que Auschwitz, donde Gilles de Rais y Sade habrían sido felices, es uno de esos escenarios donde se manifiesta “el sentido profundo de la vida”. Bataille disfrutaba provocando, tal vez porque era un hombre tímido cuyas transgresiones no iban más allá de reclamar servicios repugnantes en burdeles baratos. Creó una esperpéntica sociedad secreta llamada Acéphale, como la revista del mismo nombre que fundó para propagar sus ideas y textos literarios. Sugirió secuestrar a un desconocido y decapitarlo. Tal vez quiso averiguar qué sintió Gilles de Rais cuando descabezaba niños. Nadie le hizo caso y, probablemente, él no habría sido capaz. Siempre que leo a Bataille reconozco la calidad de su prosa, deploro la irresponsabilidad de sus ideas y me entristezco con su autocomplaciente inmadurez. Quiso ser un niño, como Gilles de Rais, pero solo fue un hombre tímido que ejercía su soberanía sobre el papel. No está de más recordar que las ideas pueden ser nobles y fecundas, pero también peligrosas y dañinas. El pensamiento de Bataille pertenece a la segunda categoría.