El cuarto centenario de la muerte de Cervantes pasó casi inadvertido. España ya es indisociable del Quijote, pero apenas hubo celebraciones y la prensa no prestó demasiada atención al acontecimiento. El tiempo pareció darle la razón a los escépticos como Borges, que solo reconocen “magias parciales” en la genial sátira de las novelas de caballerías. Conviene aclarar que Cervantes no pretendía tan solo escribir una parodia. Lejos de escarnecer un género que había propiciado las fantasías más absurdas, concibió el Quijote como “una secreta despedida nostálgica” de un tipo de literatura que le había seducido de joven. Se olvida que en 1605 ridiculizar las novelas de caballerías constituía un penoso anacronismo, pues –como apunta Paul Groussac, uno de los maestros de Borges- “hacía medio siglo que habían cesado casi por completo tales publicaciones”. ¿Cuál fue entonces la motivación de Cervantes? ¿Quizás “confundir lo objetivo y lo subjetivo”, como señala Borges, insinuando que los límites entre realidad y ficción son delgadísimos, apenas una línea que traspasamos a menudo sin apreciarlo? ¿Pretendió Cervantes revelar nuestra condición de seres irreales, tal vez soñados por otro que también es el producto de un sueño ajeno? Me atrevo a aventurar que el propósito del Quijote, si se puede reducir a un solo propósito la temeridad de escribir un libro, fue mostrar el fracaso del ideal. Alonso Quijano, un hidalgo de la Mancha, intenta vivir conforme a la regla de caballería, pero el mundo, cínico y grosero, no se lo permite, mofándose de sus pretensiones. Cervantes no se resigna a habitar un mundo que había cerrado las puertas a lo heroico y poético. Por eso transforma los mesones de la Mancha en castillos y los molinos en gigantes. Sabe que avanza hacia la derrota y el fracaso, pero prefiere ser escarnecido y vapuleado a caer en el desengaño, como les sucedió a Quevedo y Gracián. Discípulo López de Hoyos, Cervantes es un humanista. Su mentalidad procede del Renacimiento. Para él, el Barroco representa una pérdida de confianza en lo humano, una caída en el fatalismo.
¿Qué habría sucedido hoy en día con el Quijote? ¿Cuál habría sido la reacción de las editoriales al recibir el manuscrito y pedir una evaluación a sus expertos? Creo que habrían coincidido con Groussac, ese francés inverosímil que escribía en un castellano perfecto, según el cual el Quijote es un desastre, una obra sin planificación, descompensada, desaliñada y con un lenguaje poco creíble, que atribuye sutilezas retóricas y filosóficas a un labriego. No me parece improbable que le hubieran devuelto el manuscrito, recomendándole que reescribiera toda la obra. No voy a negar que el Quijote posee una débil estructura donde se aprecian grandes dosis de improvisación y un estilo a veces desmañado (Groussac habla de “prosa de sobremesa”). No me parece importante. Los grandes clásicos no despuntan por su perfección técnica, sino por su hondura. Cervantes es conservador en sus opiniones. Groussac recuerda que -como buen cristiano viejo- detesta a los judíos, los moros y los gitanos. Nunca pone en duda el derecho divino de los reyes y cree en la superioridad de los aristócratas sobre la plebe. Es cierto, pero no lo es menos que se compadece de la suerte de los criados maltratados por sus amos, exige que se respete el derecho de las mujeres a decidir sobre sus afectos y simpatiza con los galeotes. Quizás porque pasó por la cárcel y pudo acabar en galeras. Cervantes era indulgente con las flaquezas ajenas y las propias. Conservador, sí; intolerante, no. ¿Cuál es el mayor mérito del Quijote? Creó –según Pierre Vilar– a un héroe que se parece al vagabundo de Chaplin: un loco “abrumado a golpes y cargado de sueños” que exalta el heroísmo, la amistad, la patria y la compasión. Un anacrónico caballero que lanza discursos memorables sobre el buen gobierno, los tiempos pasados, la honra, el amor, la educación y los afectos. Quizás un bufón, pero también un hombre clarividente y con la dignidad de un filósofo estoico. El cuarto centenario de la muerte de Cervantes aconteció en plena crisis económica. Ahora pasamos por otra crisis más grave, pues afecta a la vez al bolsillo y a la salud. Un escenario que recuerda al declive del imperio español, una crisis que fue el telón de fondo al Quijote. Si hace cuatro años no prestamos mucha atención al gran clásico de nuestras letras, no estaría de más hacerlo ahora, cuando hemos descubierto que el quijotismo no es una pasión estéril, sino un gesto de rebeldía contra un mundo injusto, mediocre y desigual.
Galdós y Delibes se han encontrado en 2020. Celebramos el primer centenario de la muerte del autor de Fortunata y Jacinta, y el primer centenario del nacimiento del creador de Cinco horas con Mario. Se trata de dos autores muchas veces menospreciados y parcialmente olvidados. El injusto calificativo de Valle-Inclán, acusando a Galdós de “garbancero”, desacreditó una obra que constituye el mayor logro novelístico desde Cervantes. Quizás La Regenta, de Leopoldo Alas, es la novela más perfecta del siglo XIX –y no hablo tan solo de la literatura española–, pero se trata de una obra aislada. Galdós no hila tan fino como Leopoldo Alas, al que le unía una entrañable amistad, pero compuso un ambicioso y extenso fresco que retrata una época. No se limitó a narrar, cosa que hace muy bien, sino que, además, desplegó una pedagogía política y social, promoviendo una España laica, democrática y republicana. Las cinco series de Episodios Nacionales no son mera novela histórica, sino un ambicioso programa de renovación orientado a la modernización de nuestro país, lastrado por el caciquismo, los espadones aficionados a los pronunciamientos y una iglesia ferozmente inmovilista. De Trafalgar a Cánovas, Galdós intentó educar a varias generaciones de lectores, elogiando la libertad y la justicia social. No ocultó su intención de influir en la mentalidad colectiva, cambiando el carácter de los españoles.
Galdós ejerció de educador y cronista, explotando los recursos de la novela, el folletín y el cuadro de costumbres. No se conformó con reunir tópicos. Buscó las raíces de los problemas, documentándose a fondo. Su mirada se orientó a un porvenir utópico, al que se debe llegar poco a poco, sin violencia ni revoluciones. Galdós entiende que ese objetivo solo se hará realidad por medio de la educación de las masas en escuelas concebidas como talleres de ciudadanía. Cuando escribo esta nota, se acaba de producir el asesinato de un maestro en Francia. Un joven yihadista lo ha decapitado por hablar a favor de la libertad de expresión, mostrando a sus alumnos las caricaturas de Mahoma que el semanario satírico Charlie Hebdo publicó en 2015, lo cual desencadenó un ataque terrorista que costó doce vidas. Los fanáticos no obran a ciegas. Saben que la escuela es el principal motor de cambio de la sociedad. Por eso intentan destruirla. Galdós, clarividente y certero, se identifica con las teorías pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza, pues abriga la esperanza de que su difusión saque a España de su atraso secular. Al igual que Giner de los Ríos, piensa que la educación debe consistir en una formación integral, proporcionando los instrumentos necesarios para el desarrollo de un criterio propio e independiente. Instruir para pensar y poder distanciarse del fanatismo y la intolerancia. Como era previsible, el franquismo mostró la misma hostilidad hacia la Institución Libre de Enseñanza, cuyos bienes fueron incautados tras su cierre forzoso en 1940, que hacia Galdós, cuyo legado fue ignorado y descuidado. Sin embargo, cuarenta años de dictadura no pudieron cancelar las fuerzas de progreso que latían en España, luchando contra el oscurantismo. Galdós demostró que la pedagogía no estorba en la literatura, siempre y cuando logre acoplarse a la trama, sin parecer un burdo apólogo. No es una tarea sencilla. Solo un autor con una pluma cervantina y una idea clara de España podía lograr algo así.
¿Qué nos puede enseñar Delibes, en tantas cosas continuador de Cervantes y Galdós? Quizás que debemos volver a esa España vacía que habíamos abandonado, atraídos por las oportunidades de las grandes ciudades. En los pueblos, no había soledad y desarraigo. Los lazos afectivos eran más sólidos y duraderos. Hechos a la medida del hombre, no propiciaban burbujas donde se escondían los individuos, fantaseando con la autosuficiencia. No se trata de volver hacia atrás, renunciando a los cambios sociales que han desembocado en unas sociedades más libres y plurales. En Las ratas y Los santos inocentes, Delibes nos muestra la crudeza de la vida rural, marcada por la escasez, los abusos y las desigualdades. Hay que recuperar la España vacía desde una perspectiva diferente, tejiendo lazos sociales y afectivos más consistentes, pero sin renunciar a las libertades de nuestro tiempo. Delibes no era un reaccionario. Sus problemas con el franquismo son sobradamente conocidos. Creía firmemente en la necesidad de instaurar la democracia y la libertad, pero de una forma pacífica y progresiva. Al igual que Galdós, nunca simpatizó con las algaradas revolucionarias. Delibes se despidió de la literatura con El hereje, ensalzando el humanismo erasmista. Tal vez no lo hizo conscientemente, pero fue un gesto cervantino que puso un broche de oro a una obra que combinó el amor al hombre, a la naturaleza, a España y a Dios.
¿Qué sucederá con Cervantes, Galdós y Delibes tras sus centenarios? Cervantes nunca caerá en el olvido, pues –al igual que Shakespeare y Dante- se ha erigido en símbolo de una nación, pero eso no garantiza la atención de los lectores. Galdós y Delibes tal vez volverán a un segundo plano, desplazados por escritores supuestamente más modernos. Sin embargo, esos tres nombres son la mejor representación del realismo español, una literatura apegada a lo inmediato, pero en la que siempre ha soplado el viento de la utopía. En un momento de sufrimiento e incertidumbre, volver a ellos significa apostar por la esperanza y por el ser humano, una criatura imperfecta, pero que ha alumbrado prodigios como el Quijote, Misericordia o Señora de rojo sobre fondo gris.