Pasé los primeros veinticinco años de mi vida en Altamirano, 48, a sólo unos portales de la casa de Luis Rosales. El poeta vivió en Altamirano, 34. En la fachada, una placa honra su memoria, mencionando que en ese lugar concibió La casa encendida, una de las cimas de la poesía española de posguerra. Gracias a la biblioteca familiar conservo un ejemplar de la primera edición, ilustrada por José Caballero con bellas imágenes en blanco y negro. En el colofón, aparece un dibujo con dos rostros femeninos de perfil, mirándose a los ojos. Debajo, podemos leer: “Terminóse de imprimir este libro de la colección poética La encina y el mar, editada por el Seminario de Problemas Hispanoamericanos, el 26 de mayo de 1949 en la imprenta de la Editorial Escelicer, S. L., Canarias, 24, Madrid. LAUS DEO”. Mi pasión bibliófila no pudo resistir la tentación de encuadernar la obra en plena piel, con adornos dorados en las puntas y en el lomo. El maestro encuadernador Alberto Cañizares realizó un trabajo impecable, conservando en el interior la cubierta original: un papel de aguas pintado en rosas y verdes. Como el ser humano, un libro puede vivir varias vidas y, en este caso, mi ejemplar de La casa encendida tiende un puente entre la memoria y la esperanza, sin ocultar su vocación de perdurar.
El poemario de Luis Rosales me acompaña desde mis años universitarios, cuando por primera vez leí con emoción creciente la introducción, dos hermosas páginas tituladas “A imitación de prólogo”. Se trata de prosa poética, con la exactitud de “la palabra precisa” a la que alude el autor en un poema preliminar: “…ser palabra al fin, pura palabra, / diciéndose a sí misma”. El poeta evoca una luminosa mañana en la cascada del Parque del Oeste. Cerca del mediodía, “la carne y el alma se encuentran vegetalmente en primavera; están viviendo la identidad de lo que ven”. Aunque algunos críticos han señalado un cambio de tono con respeto a Abril (1935), la primera obra maestra de Luis Rosales, yo advierto una inequívoca continuidad. En “Misericordia”, el poeta afirma que “el silencio es como una oración inmóvil”; “el silencio es amor”. Y el amor salva, vivifica, resucita: “no lloro lo perdido, Señor, nada se pierde”. Lejos de cualquier forma de pesimismo, Luis Rosales sitúa al hombre en el centro de la naturaleza, pero no como sujeto escindido de la materia, sino como carne y espíritu en perfecta comunión con la totalidad. “Como diría Jorge Guillén, el mundo está bien hecho y el hombre participa en su armonía”. Dios no es lo absolutamente otro, sino lo más inmediato y sencillo: el humo del tren que se pierde en la lejanía; una “viejecita de madera” que dormita bajo el sol; “unas niñas que juegan como escribiéndose en el aire”. En una estampa cotidiana podemos descubrir el paraíso. Un paraíso muy humano, que celebra la vida y, al mismo tiempo, aplaca la fatiga cotidiana de existir: “Todo vive naturalmente, o, quizá todo descansa, por un instante sólo, de vivir; todo está restañándose, porque lo quiere Dios, en la alegría”.
La vida no está exenta de dolor, de imperfección, de tristes pérdidas, pero las heridas se cierran en la plenitud del instante y en la expectativa de la eternidad. “Quizás ser hombre es lo más inmediato, lo más fácil”. Sólo el ser humano repara en la belleza y trasfunde en palabras su experiencia. La poesía no es un género literario, sino la quintaesencia de lo humano. “Quiero decir una cosa tan sólo: que creo en la poesía, y lo diré, y lo seguiré diciendo siempre”. Rosales no ignora los límites de la palabra poética, “una impalpable y adherente traducción de ceniza”, pero sabe que la ceniza es poesía, vida, remembranza. “Vivir es ver volver”, afirma alborozado, repitiendo la famosa sentencia de Azorín. “El tiempo pasa; las cosas que quisimos son caedizas, fugitivas: se van”. Antes o después, perdemos a “aquellos seres que amábamos un día y a cuyo amor debemos lo que somos”. Pero, insiste el poeta, “vivir es ver volver”. Los seres que se fueron no son un sueño desvanecido, sino algo indestructible que vuelve una y otra vez. La sonrisa, la alegría, nos devuelven lo que perdimos. Nos revelan que el ser no es un río que se pierde en el mar, sino un prodigio reanimado por la poesía, la gramática oculta de la creación. Todo lo que ha existido una vez, “sigue viviendo en la poesía, sigue escribiendo lo que somos, en ella y sólo en ella”. No es una impresión subjetiva o una ingenua quimera. “Dios lo quiere” y “vosotros lo sabéis”.
Dividida en cinco partes (en realidad, la última es un breve epílogo) y precedida por un zaguán en forma de poema, La casa encendida reproduce el itinerario marcado por el prólogo: todo pasa, pero nada se pierde; todo vuelve, incluidos los seres queridos que nos arrebató la muerte. El título de cada parte está tomado de versos de Antonio Machado, Villamediana, Conde de Salinas y Lope de Vega. La obra está precedida por unos versos de Antonio Machado que evocan las alegrías de la juventud y la melancolía inherente al recuerdo. En la primera parte (Ciego por voluntad y por destino, Villamediana), Luis Rosales llega a su casa en Altamirano, 34, abatido por el hastío y la melancolía: “porque todo es igual y tú lo sabes”. Aunque le rodean sus libros y los recuerdos de su infancia, siente que es “un náufrago”: “y te has sentido solo, / humanamente solo…”. Desdoblado, utiliza la segunda persona para hablar consigo mismo: “Te has bañado, respetuosa y tristemente, lo mismo que un suicida”. El poeta está a punto de cumplir cuarenta años y advierte los primeros signos de envejecimiento: “crece la nieve en una vida que quizás / está siendo la mía”. Luis Rosales emplea el verso libre, pero cultiva secretas simetrías: los versos no fluyen caóticamente, sino de acuerdo con una respiración que extiende o recorta su aliento. Introduce mayúsculas y neologismos, que subrayan o desbordan los significados. Al referirse a su incipiente envejecer, emplea imágenes vagamente modernistas que se amalgaman con las innovaciones de las vanguardias: “una vida de flor que no tiene mañana, / que no conoce apenas, si era clavel, si es rosa, / si fue azucenamente hacia la tarde”. En ese declinar, la palabra “ahora” parece inútil; el silencio, “un luto de hombres solos”, y la luz, “un hueco en la penumbra”. La casa aún no está encendida, sino deshabitada. La nieve sigue cayendo, “sigue cayendo todo lo que era dulce y cierto y frágil, / lo mismo que una niña de seis años que / llorara durmiendo”. El tiempo cae como una araña que penetra en los ojos y camina hacia dentro. La desolación se ha apropiado de todo, pero el corazón tiembla y se enciende, intuyendo la proximidad de un inesperado reencuentro. La memoria se hace transparente y total, el corazón vibra y “se va desdoloriendo el alma como una grieta dulce”.
En la segunda parte (Desde el umbral de un sueño me llamaron, Antonio Machado), Luis Rosales proclama en mayúsculas: “LA PALABRA DEL ALMA ES LA MEMORIA”. En la palabra, “VUELVE A SER ÁRBOL CADA HUELLA”, pues “TODAS LAS COSAS QUE VIVIERON SE ENCIENDEN MUTUAMENTE”. La palabra, que es “la sustancia del alma”, revela que “TODO ES DISTINTO”. El poeta emplea las mayúsculas porque entiende que el poema es lenguaje, no gramática, y, en el lenguaje, el significado surge de los contrastes, no de reglas o convenciones. La disposición de los versos y el tamaño de las palabras nos dicen cosas esenciales, que no podrían expresarse con el uso convencional. Las mayúsculas proclaman la alegría, la esperanza, el júbilo. El poeta ha vuelto a su cuarto y ya no se siente “humanamente solo”. La habitación de enfrente se ha encendido. “UNA VENTANA SOLA EN EL AIRE” resplandece y una voz le saluda, asomándose a la frontera del alma: “Hola, Luis, ¿cómo estás?”. Es Juan Panero, poeta y amigo que murió el siete de agosto de 1937 en un accidente de tráfico, con sólo veintinueve años, después de sacar a la luz un único libro, Cantos del ofrecimiento (1936) y dejar un puñado de inéditos que aparecerían reunidos en Presentimiento de la ausencia (1940), publicado por la revista Escorial. “SÍ, ERA VERDAD, ERA VERDAD, COMO UNA CALLE QUE / NOS LLEVA A LA INFANCIA”. No se trata de una alucinación, o una simple evocación nostálgica, sino de “un milagro”: “y estaba allí, mirándome / con aquella mirada tan suya, tan suave y tan honda, que / parecía que iba quemándose mientras miraba”. Juan estaba allí, meciendo a los hijos de Luis, con su voz pausada, hablando tan despacio “como un niño que pensaba escribiendo”, con su corazón siempre nuevo, creciendo hacia el cielo, viéndolo todo a la vez, aprendiendo a callar junto a la amada. Siendo marinero, siendo salida al campo, siendo árbol, siendo hombre. Luis Rosales recuerda sus años de estudiante, cuando acudían juntos a clase, contemplando los picos blancos del Guadarrama, bromeando con sus amigos: Piedad, Luis Felipe, María José, Concha. Todos juntos en una mañana “más dulce / que una sonrisa que se ha quedado niña para siempre”. “TÚ LO SIGUES VIENDO COMO ENTONCES”. Pero no es el mismo. Juan ya no es un joven con los días contados, sino una presencia que ha vencido a la muerte: “ESTABA HABLANDO PARA SIEMPRE, VIVIENDO PARA / SIEMPRE; ARDIENDO PARA SIEMPRE”. Antes de despedirse, Juan Panero despeja cualquier duda: “No lo olvides: / la muerte no interrumpe nada”. Al marcharse, su luz desaparece y se hace el silencio, pero los amigos continúan juntos: “y yo seguí contigo, / y yo seguí callado entre la sombra, / y yo seguí callando, / callando hasta nacer y hasta nacerte”.
En la tercera parte (La luz del corazón llevo por guía, Villamediana), la esperanza ha triunfado definitivamente sobre la tristeza, la soledad y el hastío. Después de separarse de Juan, el poeta regresa a su habitación, que ya no está en penumbra, sino encendida, albeando, “encarnando la luz y casi llorándola”. En su interior, llueve sobre el mar y un barco avanza entre la niebla. Y en una escalera que baja hasta las aguas, hay una mujer sentada, con un sombrero de colegiala. “Una mujer que también llueve, / que también dice adiós entre la niebla”. Luis corre hacia ella, comprendiendo que “LA TRISTEZA ES ANTERIOR AL HOMBRE, ES LA TIERRA DEL HOMBRE”. La mujer es María, la esposa del poeta. Su tristeza no es desolación, ni desesperanza, sino el ineludible precio de la vida. Nadie se libra de la tristeza, ni siquiera Cristo. Al encarnarse, Dios aceptó ese tributo, sin el cual no sería posible la experiencia. Hay vida porque hay pérdidas. Sin dolor, nunca maduraríamos. En la cuarta parte (Cuando a escuchar el alma me retiro, conde de Salinas), la revelación experimentada en presencia de María adquiere una formulación definitiva: “LAS PERSONAS QUE NO CONOCEN EL DOLOR SON COMO IGLESIAS SIN BENDECIR”. El poeta recuerda a sus padres, muertos hace tiempo. Ahora entiende que nunca se marcharon del todo. Siguen a su lado, preocupándose por él: “¿Y quién te cuida Luis?” Luis siente que los padres perdidos caminan en su sangre, buscándole hacia dentro. Con ellos, vuelve la niñez: Granada, el Corpus, el puesto de golosinas al borde de la acera, la vieja criada Pepona. Todos han vuelto para mostrar que la memoria y la esperanza salvan al hombre de su destino mortal. “Y AHORA VAMOS A HABLAR, ¿SABÉIS?, VAMOS A HABLAR”. El poeta no esconde su hondo apego a su madre: “¡vamos a hablar!, mientras recuerdo, madre, / madre, mientras recuerdo / que hemos vivido el mismo corazón / durante largos meses, / que yo… / que tú lo sabes, / he vivido doliéndote, doliendo y para ti”. El reencuentro con los seres queridos es la plenitud del amor, la memoria total. La quinta y última parte (Siempre mañana y nunca mañanamos, Lope de Vega), discurre en apariencia la noche siguiente, cuando Luis saluda al sereno y mira hacia arriba, contemplado su casa: “vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares / las ventanas, / -sí, todas las ventanas-; / Gracias, Señor, la casa está encendida”. En realidad, el poeta ha atisbado la eternidad, que repara todos los agravios y deshace todos los duelos. La casa encendida es la última morada, el lugar donde la memoria y la esperanza al fin se encuentran, mostrando la plenitud del ser.
De vez en cuando me acerco a la calle Altamirano. Paso por el 34, leo la placa dedicada a la memoria de Luis Rosales, y bajo hasta el 48, donde viví con mis padres y mis hermanos. Casi todos han muerto. Algunos hace poco. Sólo conservo a mi madre. Miro hacia arriba y sueño que las ventanas están encendidas, con mis seres queridos esperándome para hablar. Después, me interno en el Parque del Oeste y descubro que realmente vivir es ver volver, pues detrás de cada árbol y cada rosal hay un fragmento de mi niñez.