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En Otras inquisiciones (1952), Borges definió a Chesterton como “un tejedor de pesadillas”. Sus pavorosas fantasías –laberintos infinitos, noches con miles de ojos escrutadores, árboles que devoran a los pájaros y echan plumas, espejos que componen una arquitectura monstruosa e inhumana- sugieren que “algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, ciego y central”. No debería extrañarnos, pues su ingenio no se abastece de especulaciones racionales, sino de “la fe católica o sea de un conjunto de imaginaciones hebreas supeditadas a Platón y Aristóteles”. Borges excusa ese bagaje, observando que “un credo es el último término de una serie de procesos mentales y emocionales y que un hombre es toda la serie”. No creo que a Chesterton le hubiera agradado este juicio, pues siempre defendió el catolicismo con fervor, estimando que su visión del mundo rescataba al ser humano de la banalidad y la barbarie. Bautizado en la fe anglicana, se hizo “agnóstico militante” en su juventud, pero su descontento con las corrientes de pensamiento predominantes en su época –darwinismo, positivismo, vitalismo- le hicieron girar la mirada hacia la tradición, particularmente hacia la Edad Media cristiana, donde no apreció oscuridad, sino fulgor, épica y alegría. En 1922, se convirtió al catolicismo, proclamando que el credo apostólico y romano había sobrevivido a toda clase de contingencias durante dos mil años, porque era el único hogar razonable para una mente sensata. Frente a la ilusión del progreso indefinido y el delirio del superhombre, la Iglesia católica no exalta el porvenir, sino el presente. No hay que supeditar la dicha a la realización de un ideal utópico. La vida en sí misma es un milagro, un don que debemos celebrar y agradecer. Borges se burla de esta “cómica gratitud”, quizás porque nunca le agradó ser Borges, con sus fracasos, límites y desengaños. Chesterton no conoció ese problema, con su personalidad descomunal y expansiva. En cualquier caso, sus diferencias de criterio no obedecen a peculiaridades psicológicas, sino a posiciones filosóficas radicalmente divergentes. Chesterton era un optimista; Borges, un escéptico. Chesterton propendía a lo solar y el misterio, no a las pesadillas. En cambio, Borges, con sus tigres, cuchillos y espejos, nunca abandonó el terreno de lo indescifrable y tenebroso.
En mi biblioteca familiar, había un ejemplar de Ortodoxia, el célebre ensayo de Chesterton que vio la luz en 1908. Se trataba de la admirable traducción de Alfonso Reyes publicada en 1917 por la Editorial Calleja. Lo leí durante mis años universitarios, cuando ser marxista casi constituía un imperativo ético. El lastre ideológico me impidió apreciar su profundidad y agudeza. Abandoné el marxismo al finalizar mis estudios, pero regresé a él durante la última crisis económica. Fue un reencuentro breve que sólo confirmó el carácter indigesto del materialismo histórico. La necesidad de respirar aire fresco me llevó a Borges y, tras leer su conciso e inspirado ensayo sobre Chesterton en Otras inquisiciones, decidí internarme de nuevo en las páginas de Ortodoxia, pero esta vez con la traducción de Miguel Temprano García (Acantilado, 2013), que soporta airosamente el cotejo con la versión de Alfonso Reyes. Chesterton no es un teólogo, sino un hombre lúcido y ponderado que aborda la fe con una mezcla de humor, ternura y clarividencia. De entrada, se excusa alegando que el propósito de ser sincero le ha impuesto una perspectiva egotista, semejante a la del cardenal Newman en su Apología (1865), otro anglicano convertido al catolicismo. Es imposible hablar de la fe, omitiendo las contingencias personales, pues el sentimiento religioso sólo es verdadero cuando se encarna y se funde con la vida. Chesterton pretende demostrar que la auténtica fe produce felicidad, no comodidad. La ortodoxia no es una forma de institucionalizar la fe, sino de evitar el caos y la dispersión. La ortodoxia es creativa. No cesa de reinventarse para sortear el error y vivificar el dogma, evidenciando que no es letra muerta. No pretende comprenderlo todo, pero sí exaltar el universo, atribuyéndole belleza y sentido. Por el contrario, “el materialista lo comprende todo, pero da la impresión de que no vale la pena entender nada”. El materialismo destruye la esperanza, la poesía, el espíritu, “todo lo que es humano”. Ni siquiera cree en la libertad, pues considera que la conducta está determinada por el ambiente. Le preocupa más la coherencia que la verdad, la exactitud que la pasión.
La ortodoxia se basa en la combinación del misterio y la cordura. Sostiene que no es posible entenderlo todo, pero sí explicarlo todo por medio de la fe. Al igual que el astro lunar, el materialismo “carece de calor” y refleja “un mundo muerto”. Su luz es prestada y claudicante. En cambio, la fe se parece al sol, con su resplandor propio y triunfante. Se pretende invalidar los argumentos de fe, apelando al juicio de la razón, pero “la razón es, en sí misma, una cuestión de fe, pues afirmar que nuestros pensamientos guardan relación con la realidad no deja de ser un acto de fe”. La lógica es un invento humano que nos ayuda a explorar y manipular la realidad, pero nada garantiza que sus operaciones agoten cualquier expectativa de conocimiento. La fe es un sentimiento, no una técnica. “Enamorarse es más poético que escribir versos”. Creer es más hermoso que medir, cortar y ajustar. Se suele oponer la tradición a la democracia, observando que las creencias sostenidas por siglos de costumbre son menos fiables que los principios establecidos por consenso. Chesterton objeta que la tradición es “una extensión del derecho al voto. Equivale a conceder el voto a la clase más oscura de todas: nuestros antepasados. Es la democracia de los muertos”. Algunos apuntarán que el saber de los antepasados es inferior al de la hora presente, con sus innegables progresos científicos y tecnológicos. Chesterton responde que las verdades elementales no necesitan sofisticadas herramientas, sino un corazón sencillo: “Mi primera y última filosofía, en la que creo con inquebrantable certeza, la aprendí en el cuarto de los niños. Puede decirse que la aprendí de una niñera, o lo que es lo mismo, de la solemne sacerdotisa de la democracia y la tradición”. Los cuentos de hadas son más razonables que la física, cuyas leyes proceden de fenómenos tan cuestionables como la repetición y la contigüidad. Chesterton emplea los razonamientos de Hume para relativizar el saber empírico. La relación causal no es un hecho objetivo, sino una asociación de nuestra mente, que formula leyes a partir de fenómenos sucesivos. Esa especulación es menos sólida que atribuir un propósito al cosmos, rehuyendo la tentación de reducirlo a un frío mecanismo de relojería. La vida es magia, no un ciego engranaje. O, si se prefiere, un relato, lo cual significa que hay un narrador, con dotes de mago. Chesterton compara a Dios con un niño rebosante de alegría y felicidad. Nuestras vidas no son un juego, sino la consecuencia de esa energía, que nunca declina.
Para el materialista, el universo es una prisión cósmica, pues no hay nada más allá. Para el creyente, el cosmos es su hogar y le debe una “lealtad primaria”, semejante a la que nos corresponde experimentar hacia nuestra patria natal. Ese “patriotismo cósmico” no es ciego, sino tenaz y optimista. Se alimenta de la esperanza y del amor a la vida. Denigrar el universo y exaltar el suicidio constituye “el mal definitivo y absoluto”. Chesterton no se refiere al suicidio inspirado por la desesperación, sino por un obsceno pesimismo existencial. El suicida rompe “el vínculo con el ser: es un mero destructor, espiritualmente destruye el universo”. En cambio, el cristianismo contempla el mundo con gratitud, pensando que realmente Dios creó algo bello y bueno. La Iglesia católica no puede desviarse de su doctrina, sin causar perplejidad e incertidumbre. “Es fácil ser un loco o un hereje. Casi siempre es fácil dejarse arrastrar por la corriente de la época; lo difícil es no perder el rumbo”. El ortodoxo no es un mero conservador y, menos aún, un reaccionario. “Para el ortodoxo, siempre habrá motivos para la revolución, porque toda revolución es una restauración”. La ortodoxia ha dejado muy claro que la Naturaleza no es nuestra madre, ni por supuesto Dios. Para San Francisco de Asís, el santo que más se aproximó a Cristo, “la Naturaleza es una hermana, e incluso una hermana pequeña: una hermanita danzarina digna de nuestro amor y, a veces, de nuestras burlas”. Dios es trascendente, no inmanente. Es un ser único, pero existe como tres personas distintas. Si no fuera así, no habría podido encarnarse y sufrir la Pasión, experimentando la duda, la angustia y el desamparo. Cuando agonizaba en la cruz, Jesús pensó que el Padre le había abandonado o, lo que es lo mismo, que “Dios había olvidado a Dios”. Sólo “la más aventurera y viril de las teologías”, podía captar ese momento terrible de la vida de Dios.
La fe es una segunda infancia. Significa volver a la casa del padre, al jardín de nuestra niñez, a los brazos de una madre de infinita dulzura. Al mismo tiempo, es un sentimiento viril, pues hace falta coraje para perseverar en la alegría. Es mucho más fácil dejarse seducir por la tristeza, con su encanto superficial. Chesterton es un hombre de su época, con los prejuicios de su tiempo, pero su humor es intemporal. Sus argumentos nos pueden resultar más o menos convincentes, pero su chispa y su ingenio nunca nos dejan indiferentes. Su exaltación de lo viril provoca el mismo malestar que sus prejuicios antisemitas. Son manchas lamentables en una prosa vigorosa y atlética, que nos obliga a leer sin aliento, impacientes por comenzar la siguiente frase. Maestro de la paradoja, sus ocurrencias constituyen una reivindicación permanente del humor. En Ortodoxia, afirma que “los ángeles vuelan porque se toman a sí mismos a la ligera”, que existe la Trinidad porque “no es bueno que Dios esté solo”, que el amor a los animales no debería desembocar en un sentimentalismo insensato, cuya “apoteosis final sería sentarnos en silencio sin atrevernos a mover un dedo por miedo a molestar a una mosca y sin probar bocado por temor a incomodar a un microbio”. No cuestiona las excelencias del celibato, pero reconoce que su experiencia no le predispone a probar esa exótica flor. Elogia el matrimonio cristiano, no sólo porque responde al plan divino, sino porque ha proporcionado un final perfecto a muchas novelas, eximiéndolas de imprecisos e infortunados desenlaces. Sostiene que “deberíamos dar gracias a Dios por la cerveza y el borgoña”, bebiendo con moderación, pero sin privarnos de su exquisito sabor. Afirma que “los milagros son la libertad de Dios” y que esa prerrogativa no debería asombrarnos, cuando hemos reconocido la libertad del hombre como un derecho fundamental de las sociedades civilizadas. El humor no es un simple adorno en el pensamiento de Chesterton, sino una categoría filosófica. La seriedad le parece un vicio, casi una herejía: “la solemnidad fluye naturalmente en los hombres, mientras que la risa es un salto. Es fácil ser pesado, difícil ser ligero. Satán cayó por la fuerza de la gravedad”.
Chesterton se convirtió al catolicismo catorce años más tarde de publicar Ortodoxia. Se ha especulado mucho sobre esa dilación. Dicen que necesitó madurar la decisión, que no quería dar ese paso sin Frances, su amada e inseparable esposa, que le producía cierto temor asumir un compromiso de tanta trascendencia, que se consideraba indigno del perdón y la Eucaristía. Probablemente, hay que combinar todos estos factores para comprender su forma de actuar. Chesterton es una inspiración para muchos católicos. Para los que carecen de fe, sólo es un extraordinario y originalísimo escritor. En las páginas finales de Ortodoxia, convergen ambas facetas en su descripción de Jesús de Nazaret: “Lo digo con reverencia: había en aquella pasmosa personalidad algo que por fuerza debemos llamar timidez. Algo que ocultó a los demás hombres cuando subió a orar a la montaña y que ocultaba siempre con brusco silencio o con una soledad impetuosa. Había algo que era demasiado grande para que Dios nos lo mostrara mientras estuvo en la Tierra; a veces sospecho que era su alegría”. Chesterton se hace eco de esa alegría, sin incurrir en el sermón y el dogmatismo. Su defensa de la fe no parece la obra de un atormentado inventor de pesadillas, sino la de un paladín de la vida. Durante su agonía, recobró un instante la conciencia y reconoció a su esposa y a Dorothy, su hija adoptiva, que velaban su lecho. Esbozó una sonrisa, saludándolas con una voz tranquila. Fueron sus últimas palabras. Como ha señalado Joseph Pearce, su biógrafo, no transmitían la tristeza de una despedida, sino la certeza de un reencuentro.