¿Es racional anhelar el sufrimiento, escoger el dolor y la renuncia, escarnecer el deseo y cultivar el ascetismo, sometiéndose a un Dios áspero, brutal y lejano? Hijo de un rico y melancólico comerciante, el filósofo y teólogo Sören Kierkegaard (Copenhague, 1813-1855) eligió el dolor, rompiendo su compromiso con Regina Olsen, con el pretexto de tener un temperamento inapropiado para el matrimonio. Solitario, mordaz y atormentado, nunca dejó de amar a Regina, pero estimó que su decisión era el tributo a su pesimismo existencial y a su intención de concentrar todos sus esfuerzos en el estudio. Todo indica que intervinieron factores psicopatológicos, como el propósito de expiar los pecados de su padre, que maldijo a Dios de joven y dejó embarazada a su mujer antes de formalizar la relación en el templo.
Temor y temblor apareció en 1843, firmado con el pseudónimo Johannes de Silentio. Para algunos, es un clásico que prefigura el existencialismo, con su pregunta por el ser y su interpretación de la angustia como seña de identidad de la conciencia finita. Gracias a su herencia, Kierkegaard pudo costearse la publicación de sus libros, que siempre consideró como sus confidencias al público y a la posteridad. De talante reservado, sólo se sinceró ante la escritura, recurriendo en muchas ocasiones a heterónimos. Su estilo, de enorme plasticidad y belleza, cautivó a Miguel de Unamuno, que estudió danés para acceder a los originales.
Temor y temblor escruta la historia de Abraham e Isaac para determinar la naturaleza de la fe. Se ha dicho que el Dios cristiano se acercó tanto al hombre que éste pudo matarlo en la Cruz. A veces, se olvida que la crucifixión era un castigo particularmente cruel, reservado a los sediciosos y a los esclavos rebeldes. Alzarse contra la autoridad constituía el mayor delito que podía cometer un súbdito del Imperio Romano. Morir en el madero era especialmente indigno, pues el reo agonizaba lentamente, con el cuerpo desnudo, deshidratado, descoyuntado. Sin embargo, Dios amó al hombre hasta el extremo de enviar a su único Hijo para que sufriera una muerte de malhechor, humillado, repudiado y abandonado por todos, salvo por un puñado de mujeres, cuya fidelidad contrasta con las defecciones masculinas, impregnadas de oportunismo y cobardía. Incomprensiblemente, ese mismo Dios pidió a Abraham degollar a su hijo Isaac en el Monte Moriah y sólo en el último instante envió a un ángel para detener el brazo que se disponía a consumar el sacrificio.
Kierkegaard entendió que no existía incongruencia entre la obediencia ciega de Abraham y la muerte de Jesús en la Cruz. La fe nunca es algo racional, sino un escándalo que desafía a cualquier ejercicio de comprensión. Algunos afirman que Isaac es la prefiguración de Cristo, el Cordero inmolado para redimir al hombre del pecado original. Si Isaac preludia a Cristo, Abraham es la representación simbólica de Dios Padre. Ambos actúan bajo la coacción de la libertad, que no es un don, sino un dilema. En El concepto de angustia (1844), Kierkegaard habla del vértigo que produce ser libre. La conciencia de nuestro existir se parece a pasear por el borde de un abismo. Podemos elegir entre seguir caminando o arrojarnos al vacío. Dios se enfrentó a un conflicto semejante cuando creó el universo. ¿Por qué escogió el ser, la vida, con sus limitaciones e imperfecciones, cuando la alternativa del no-ser cerraba el paso al sufrimiento? No es necesario resolver este conflicto. La fe es un salto que siempre estará acompañado por la duda. De hecho, la duda es el fundamento de la fe. Si Dios fuera un objeto de experiencia, no hablaríamos de fe, sino de evidencia. En Temor y temblor, el filósofo danés afirma que lo inmanente nunca podrá calmar la sed de sentido de la mente humana. Si no hay Dios, la conciencia desemboca en el nihilismo: “Si no existiera una conciencia eterna en el hombre, si como fundamento de todas las cosas se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generase todo, tanto lo grandioso como lo insignificante, si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa podría ser la existencia sino desesperación?”.
La verdadera fe no es la expectativa de lo eterno, sino de lo imposible. Esa actitud se llama sabiduría, pero se puede interpretar como locura. Abraham poseyó esa sabiduría. Se afligió cuando Dios le ordenó sacrificar a Isaac, pero “creyó en la virtud del absurdo”, despreciando las objeciones humanas. Abraham no es el “caballero de la resignación infinita”, que lo sacrifica todo por una causa, aceptando convivir con el dolor y la incomprensión. Abraham es el “caballero de la fe”, donde se hace realidad la paradójica frase de Tertuliano: “Creo porque es absurdo”. Abraham no entiende ni pretende comprender por qué Dios le exige algo tan doloroso. Simplemente, se limita a ejecutar el designio divino, sin perder su confianza incondicional en su Creador. Sin la fe, Abraham sería un asesino, un filicida. No debemos confundirlo con el héroe trágico, pues no lucha contra el destino y, menos aún, lo padece, como el desdichado Edipo, que mata a su progenitor y se desposa con su propia madre. Abraham actúa “por amor a Dios” y “por amor a sí mismo”. Dios pone a prueba su fe y quiere dejar claro que se somete a su voluntad. Kierkegaard estima que su acto le convierte en un nuevo Adán o, si se prefiere, en el segundo padre de la humanidad: “Abraham despierta en mí admiración y espanto a la vez. Quien se niega a sí mismo y se sacrifica por su deber, abandona lo finito para asirse a lo infinito, y se siente seguro”. El héroe trágico cuenta casi siempre con el apoyo y la admiración de sus coetáneos, que le inmortalizan con odas y epopeyas. En cambio, “quien echa adelante por el estrecho sendero de la fe, no podrá encontrar nadie que pueda darle una mano, nadie que pueda comprenderle”. Kierkegaard concluye afirmando que “la fe es una pasión”, que “empieza donde la razón termina” y no implica la superación de la miseria, el tormento y la paradoja, sino su aceptación.
Kierkegaard se presenta como un “caballero de la fe”, pero su biografía, trufada de dolor, soledad y ascetismo, se parece más a la del “caballero de la resignación infinita”, dispuesto a soportar sobre sus espaldas el odio del mundo por una causa superior. Esa angustia no es una simple actitud vital, sino una posición filosófica ante el misterio del ser. Kierkegaard ha sido malinterpretado, pues los pensadores posteriores –por ejemplo, Adorno- no advirtieron que sus heterónimos no pretendían completar una interpretación del mundo, sino deformarla, negarla, caricaturizarla, dispersarla. La ironía de Kierkegaard es despiadada, cruel, disolvente. Unamuno explota la paradoja; el filósofo danés la convierte en imperativo categórico: “obra de tal modo que tus dudas puedan servir como leyes universales”. No es extraño que el existencialismo reivindique su herencia, pero hay una vertiente sombría en la ética del “caballero de la fe”. Emmanuel Levinas señaló con clarividencia que Kierkegaard posterga la ética en nombre de la fe, justificando la violencia. La definición de la fe como una pasión abre las puertas al totalitarismo. El nazismo fue esencialmente un fenómeno religioso, que pisoteó la ética e inmoló a millones de individuos en un holocausto semejante al de Isaac en el Monte Moriah. “El desprecio del fundamento ético del ser humano –escribe Lévinas- ha llevado a la amoralidad de las filosofías recientes”. En ese sentido, los herederos de Kierkegaard no son los existencialistas, sino Nietzsche y sus acólitos, que han degollado a Isaac porque entienden que el amor a Dios está más allá del bien y el mal.
En 1975, Vicente Simón Merchán realizó una excelente traducción al castellano de Temor y temblor, con un estudio preliminar y notas a pie de página. Publicada en 1981 por la desaparecida Editora Nacional, Tecnos y Alianza han reproducido esa versión en distintas ediciones y aún circulan por las librerías. Kierkegaard sufre el destino de los clásicos menos populares. Casi nadie lee su obra, pero pocos autores encarnan de una manera tan intensa un pensamiento y quizás un destino. “Lo personal es lo real”, escribe Kierkegaard. Si no hay concordancia entre la vida y las ideas, se incurre en una impostura. “Desde un punto de vista espiritual los pensamientos de un hombre deben ser su propia morada”. Sólo entonces se convierte en “testigo de la verdad”. Kierkegaard identificó esa misión como un peregrinaje que “transcurre desde el principio hasta el fin ajeno a todo eso que se denomina goce…”. Quizás por eso rompió su idilio con Regina Olsen; quizás por eso se agarró al madero de la escritura, donde sufrió una agonía semejante a la de Isaac y Cristo, corderos de un Dios que se manifiesta provocando temor y temblor en nuestra frágil y vacilante conciencia.