He aquí el caso Watergate contado desde sus esquinas, como si nos paseáramos por los aledaños de un cine de verano en el que proyectan Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) y los diálogos escritos por William Goldman se mezclaran con el estridular de las chicharras hasta componer un eco grotesco y atrayente (iba a utilizar la conjunción pero; lo que hubiese sido un error, puesto que, en este caso, el atractivo de la serie procede, en gran medida, de sus extravagancias).
A partir de la primera temporada del podcast Slow Burn, conducido por Leon Neyfakh, y tomando como figura central a Martha Mitchell (Julia Roberts), por aquel entonces esposa del fiscal general del estado John Mitchel (Sean Penn), el showrunner Robbie Pickering dispone un relato coral que se sirve de la longitud propia de la serialidad para expandirse hasta hilvanar los retazos biográficos de personajes como Gordon Liddy (Shea Whigham) o el mamporrero filonazi elegido por la guardia de corps de Nixon para coordinar labores de espionaje en la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata.
También John Dean (Dan Stevens), eterno segundón con alma de wannabe al que el aroma del poder casi le conduce a asumir el papel de ideólogo del Watergate; Frank Willis (Patrick R. Walker), el vigilante de seguridad afroamericano que descubrió el pastel, o Angelo Lano (Chris Messina) y Paul Magallanes (Carlos Valdés), los agentes del FBI a cargo de la investigación tras la detención de aquel grupo de asaltantes que allanó el edificio que dio nombre al caso y que, más que de un episodio de Mission: Impossible, parecían sacados de un crossover entre Pepe Gotera y Otilio y Mortadelo y Filemón.
Más allá de proponer un acercamiento a la Historia desde una óptica (multifocal) nueva, lo más llamativo de Gaslit lo encontramos en esa extraña amalgama que surge de su sofisticada puesta en escena y de una comicidad que no teme bucear en lo escatológico. Resumamos, primero, algunos pasajes concretos de la miniserie de Starzplay y luego desgranemos qué lógica existe detrás de esa mezcla entre refinamiento y cutrerío que se nos propone.
En Tuffy (1.06) vemos, a través del aparato de televisión que John Dean y Mo (Betty Gilpin) tienen en su casa, un sketch de Barrio Sésamo en el que la Rana Gustavo y el Monstruo de las Galletas parodian la comparecencia de Jeb Magruder (Hamish Linklater), director adjunto del comité para la reelección de Nixon e implicado en el Watergate, ante el Senado de los Estados Unidos. En ese mismo episodio, el exvigilante de seguridad Frank Willis charla con una periodista sobre el asunto y esta afirma: “ya es muy malo que Nixon sea un criptofascista narcisista, pero ¿tiene que rodearse de esos imbéciles inútiles?”.
En el arranque de Final Days (1.08) asistimos al despertar de Nixon, ese presidente del que nunca veremos su rostro al completo, salvo cuando aparece en imágenes de archivo mostradas por televisores (es alguien que no merece ser representado). Apaga su despertador y tira un vaso al suelo derramando el contenido sobre la moqueta de su habitación. A juzgar por el tamaño de las uñas de sus pies, bien podría haber sido propuesto como doble de acción del emblema de su nación; de hecho, cuando la gente del servicio secreto decía aquello de “the Eagle has landed” en el caso de Nixon era literal. Le vemos, ya incorporado sobre su cama, mirando al obelisco, símbolo de la democracia estadounidense.
La luz cálida del amanecer se derrama sobre el horizonte. Vemos el ojo del presidente. Un corte directo nos lleva al exterior de la Casa Blanca y nos ofrece un contrapicado del monumento, resaltando su imponencia y su importancia simbólica, reforzada por un plano general de todo el complejo urbanístico. De ahí a la estatúa de Lincoln y a un inserto de su rostro para regresar al ojo de Nixon en una rima que tendrá su colofón en la toma siguiente, un plano general de la habitación (foto inferior). En el exterior, la luz (Lincoln, el obelisco, los valores democráticos). En el interior, la oscuridad y un Nixon que levanta ligeramente su nalga izquierda para soltar un prolongada, sonora ventosidad, ciscándose en los principios que ha jurado defender.
Esos tres pasajes condensan la idea que subyace detrás de Gaslit y que viene a decirnos que la política de altos vuelos no está reñida con la zafiedad. ¡Que nos lo digan a nosotros, que tuvimos que inventar un sistema de alcantarillado para distribuir la mierda de manera equitativa entre partidos políticos, instituciones, fuerzas de seguridad del estado y medios de comunicación! Es más, Pickering nos plantea que para hablar de la era Nixon era necesario aplicar una lente deformante que retratara con justicia aquel periodo marcado por decisiones estúpidas (ordenar el espionaje de los demócratas cuando los sondeos les daban como claros perdedores, algo que refrendaron los comicios del 72), operaciones chapuceras y políticos con complejo de Dios y manos de aizkolari.
Si el showrunner se afana en desplegar una escritura expansiva en la que el arco de toda la temporada, representado por el auge y caída en desgracia de Martha Mitchell tras iniciar una cruzada individual contra Nixon, puede llegar casi a desvanecerse por completo en algunos episodios unitarios que se centran en un único personaje o combinarse con otras historias laterales a partir de una relación temática (la locura como hilo conductor de Year of the Rat), el apartado visual queda en manos de Matt Ross, director de los ocho capítulos.
Seguramente, muchos de ustedes conozcan la faceta interpretativa de Ross, quien encarnara al odioso Gavin Belson de Silicon Valley (Mike Judge, John Altschuler & Dave Krinsky, 2014-2019) o al doctor Charles Montgomery en la primera entrega de American Horror Story (Ryan Murphy & Brad Falchuk, 2011-?). Nos interesa aquí, sin embargo, su labor detrás de las cámaras en el que es su tercer proyecto de gran envergadura tras los largometrajes 28 Hotel Rooms (2012) y el más conocido Captain Fantastic (2016), que le valió a Viggo Mortensen la nominación al Oscar por hacer de un padre antisistema que terminaba sometido por la civilización (y el capitalismo).
Tras dirigir un par de episodios de Silicon Valley, Ross demuestra en Gaslit su profundo conocimiento de la gramática clásica y consigue aplicar magistralmente sus convenciones al tiempo que acuña con inusitado aplomo un tono que oscila entre drama político y la comedia satírica (muchas veces de trazo grueso), dos extremos genéricos que aquí se conjugan sin estridencias.
Pickering ha sabido vadear el cenagal de los estereotipos y dotar de cierta humanidad incluso al carácter más repugnante
En buena parte, todo esto se debe a la magnífica labor de un elenco actoral encabezado por una Julia Roberts pletórica, capaz de moverse en registros tan dispares como la tragedia sureña en la estela de Tennesee Williams (la pelea con su marido en el séptimo capítulo) y la screwball comedy más elegante. Otro tanto sucede con un revitalizado Sean Penn, que logra aquí alejarse de la negra estela de sus últimos trabajos, al que ni las prótesis ni las toneladas de maquillaje le restan matices expresivos (sin olvidarnos de su prodigioso trabajo vocal). El resto del plantel baila al son de la excelencia, en especial un Shea Wigham cuyos ojos parecen inundados por un torrente de fanatismo implacable.
Todo ello se debe, también, a que Pickering ha sabido vadear el cenagal de los estereotipos y dotar de cierta humanidad incluso al carácter más repugnante sin por ello cometer el pecado de la justificación o la connivencia. El creador asume que hasta el mayor hijo de puta de este mundo es una buena persona para alguien, y que los cruzados por la libertad también tienen esqueletos en el armario, lo que evita que la serie caiga en el maniqueísmo (además, demuestra talento para singularizar a todos y cada uno de los personajes -McCord (Chris Bauer) el guardaespaldas que lee a Rilke pero que no duda en sumarse a la ofensiva pro-Nixon - y para cerrar bien cada arco dramático).
Sirvámonos del duelo final entre Gordon Liddy y John Dean, que fue quien lo contrató para desarrollar el proyecto Gemstone que culminó en el asalto al Watergate. Mientras se celebra el juicio por el caso en el que Dean ha decidido cantar como Mario Lanza y delatar a todos los confabuladores, y Liddy, imbuido por la fe de quien cree que obra justamente, asume las consecuencias de sus actos, una pifia policial hace que los dos coincidan en una sala de espera.
Liddy, que admira a Hitler y busca asemejarse a él incluso en lo físico (aunque se parece más al Higgins de Magnum P.I.), es un tipo violento que ha amenazado con matar a todo aquel que declare y desvele la conspiración. Su amor por la doctrina Nixon no conoce límites; está incluso dispuesto a pagar su lealtad con la propia vida, a servir como cabeza de turco si hace falta.
Dean es, pues, un enemigo a abatir. Durante la primera parte de la secuencia, en la que Liddy le cuenta a Dean de qué maneras ha imaginado su muerte, le veremos de pie, dando vueltas sobre su interlocutor, que permanece sentado como si esperase que una águila calva cayese sobre él y pusiera fin a tanta zozobra (todo ello con el retrato de Nixon presidiendo la estancia, como se observa en la imagen superior).
A medida que el discurso de Liddy cambia, y expone que su experiencia en la cárcel, donde el aislamiento le ha llevado al borde la locura, le ha conducido a la claridad, a aceptar sus debilidades y a asumir que tanto él como Dean forman parte de un mismo sistema de opuestos, su posición física irá descendiendo hasta situarse al mismo nivel que la de Dean. Para consumar ese perdón, Ross los acercará al máximo —llegan al contacto físico, frente a frente— y cuando Dean acepte la ofrenda de paz de Liddy (que se formaliza en dos “te quiero”) saltará el eje para certificar que la situación entre ambos ha ido del odio a un amor muy particular (foto inferior).
Ross maneja con maestría los conceptos de altura, colocación de los actores en el encuadre e iluminación en función de la situación dramática. Es algo que se observa claramente en el primer y magnífico episodio de la serie (el mejor junto a King George y Tuffy) en el que observamos la relación de dominancia alterna que existe entre Martha y John Mitchell. El matrimonio discute por la coincidencia en el calendario de dos eventos, uno organizado por Martha y el otro por la mujer de Nixon. La rivalidad entre las dos era patente, más aún cuando Mitchell era sumamente popular, sobre todo por su carácter independiente y por su asidua presencia en los medios.
John está visiblemente contrariado y reprende a su mujer, quien, sin embargo, en virtud de la planificación, siempre ocupa una altura superior a la de su esposo, al que maneja empleando la réplica humorística (“No ha sido un malentendido. Un malentendido fue lo de Bahía de Cochinos”) y el sexo. Tras una primera negativa a retozar juntos para rubricar el perdón, Martha desciende hasta situarse a los pies de su marido. Se ‘postra’ ante él, cediéndole el espacio de poder, y ahí es cuando este acepta sus disculpas que, sin embargo, se plasmaran con ella colocándose encima, mostrando ese cambio constante de posición dominante que existe en la relación de pareja y que se observará a lo largo de toda la serie (en el enfrentamiento final al que hemos hecho referencia, John la someterá colocándose sobre ella y asfixiándola). En la secuencia de imágenes siguiente lo verán con más claridad.
Hay una infinidad de detalles referidos a la planificación, como por ejemplo el uso de las líneas verticales tanto del apartamento de los Mitchell como de la habitación del hotel de Los Ángeles en el que ella está encerrada contra su voluntad, para evidenciar el estado de reclusión en el que vive Martha. O el gran cuadro de John que preside el salón, objeto que indica quien está en posesión de la autoridad y que, en tanto símbolo, Martha destruirá cuando quiera ‘acabar’ con su marido.
Todo está filmado con esmero, solo hace falte ver la primera cita entre John Dean y Mo. Mientras cenan y la conversación es agradable, un plano general los encuadra y la cámara se acerca suavemente hacia ellos. Cuando Nixon se convierte en objeto de discusión, entran los planos y contraplanos que señalan la división de opiniones, también compositiva, con respecto al presidente (el primer corte se produce cuando ella dice: “Un hombre como Richard Nixon”).
La charla sube de intensidad y Mo decide rebajar el tono. En ese momento, Ross cambia la cámara de emplazamiento y se sitúa al otro lado del eje porque, ahora, los palos irán contra ella, que hasta ese momento había arremetido contra Nixon. Ella, “una liberal que pretende jugar a que cree que salvará el mundo” en palabras de su partenaire.
El siguiente corte nos devolverá al plano de situación general, solo que ahora, vistas las diferencias entre ambos, mostrarlos juntos sería un contrasentido. ¿Qué hace Ross? Sacar el postre, una tarta Alaska que se ha de flambear, de modo que la llama ejercerá como elemento de separación entre ambos (foto inferior).
En Gaslit hay una obsesión casi enfermiza por la imagen proyectada. Es una serie en la que las pantallas (de TV) y su reverso, los espejos, aparecen constantemente. Un show en el que las sesiones de maquillaje y los consejos estéticos son fundamentales para dar a entender que el aspecto con el que te presentes al mundo condicionará la opinión que la audiencia tenga de ti. Martha Mitchell diseña un personaje al que, inicialmente, los medios le compran esa versión íntima del Watergate de la que ella es la única propietaria.
La Martha locuaz, de réplica rápida y argumento contundente que aparece en televisión no es la misma que consume Diazepam como si fueran Smint, que se alimenta a base de gin-tonics (es esta una serie etílica, tan de mi gusto), que tiene serias dificultades para ejercer de madre y que mantiene una relación volcánica con un marido que no comprende por qué su mujer inicia una campaña contra todo lo que él ha defendido, anunciando una conspiración en la que él ha participado y contraviniendo la fe republicana a la que los dos pertenecen.
El aspecto con el que te presentes al mundo condicionará la opinión que la audiencia tenga de ti
Un cónyuge que la maltrata, primero, por interposición, utilizando a terceros para que la secuestren y la violenten en la habitación de un hotel californiano y así evitar que haga declaraciones tras el estallido del escándalo Watergate. Después la agredirá sin necesidad de matones, por su propia mano, antes de dejarla en el más absoluto de los desamparos y quedarse con la custodia de su hija Marty (Darby Camp).
La campaña de desprestigio contra Martha Mitchell es, esencialmente, una operación de puesta en escena: sustituir la imagen que muestra la televisión por aquella que le devuelven los espejos. Ese cambio de orden perceptivo modifica, a su vez, su calidad como testigo. La verdad de su testimonio, como se demostró después, seguía siendo la misma, pero el valor de sus palabras quedó devaluado en la medida en que su proyección pública se fue embruteciendo.
Así pues, su relato sobre la corrupción en el seno del partido republicano fue calificado de delirante y el aparato mediático de la administración Nixon se encargó de vender un diagnóstico prefabricado que afirmaba que las salidas de tono de Mitchell y lo improbable de las acusaciones que lanzaba solo podían ser producto de la locura. Así nació el efecto Martha Mitchell. Si leen los periódicos, comprobarán que está a la orden del día.