Lo siento, hoy toca post confesional. Ave María Purísima (sé que alguno de ustedes acaba de decir para sus adentros “sin pecado concebida”, así que ya puedo empezar). Esto no estaba en mis planes. Según mi agenda de previsiones, en las que anoto los temas sobre los que voy a escribir durante el mes siguiente, ahora tendrían que estar leyendo mis impresiones a propósito de The Responder, la miniserie policíaca protagonizada por Martin Freeman y escrita por Tony Schumacher que Movistar Plus emitió recientemente y que sigue en su catálogo.
No iba a ser una entrada alegre, porque Freeman tiene carisma, pero no tanto como para cargar con el peso de un guion con sobrepeso de arbitrariedades mientras contiene el gesto para que sepamos que es un policía moralmente torturado (es un poquito corrupto, un poquito violento y un poquito cornudo). Les juro por Ernest Lehman que les iba explicar cómo esta producción de la BBC se descalabra en el tercero de sus cinco episodios, con mafiosos de tres al cuarto que pasan de bravuconear como Carlo Rizzi a transformarse en un caniche con diarrea en un santiamén.
Pero hete aquí que, mientras iba archivando ideas en la carpeta de ‘series para poner a caldo’, vi el octavo episodio de la cuarta temporada de New Amsterdam, esa serie de la NBC que estuvo en Prime Video, luego se fue a Fox, se puede ver en Movistar Plus y tiene sus dos temporadas inaugurales almacenadas en Netflix (la emisión de la serie en nuestro país va por el capítulo 13; la temporada llega hasta los 15).
Este drama médico creado por David Schulner a partir de la novela del doctor Eric Manheimer Twelve Patients: Life and Death at Bellevue Hospital, es uno de esos shows de los que me prometí no escribir nunca. No digo esto porque, en líneas generales, la crítica lo haya vapuleado, o porque aborde un género trilladísimo, sino porque es una de esas series que mi santa y yo vemos para nuestro disfrute, siempre mientras cenamos, aliñándola con comentarios en directo como si nos hubiesen contratado para narrar los extras del DVD. En definitiva, nos reunimos frente a la pequeña pantalla como si de una celebración familiar se tratase, cosa cada vez menos frecuente en esta era del streaming.
Les puedo decir qué me gusta de New Amsterdam (se lo voy a contar enseguida, de hecho), aunque eso sea irrelevante desde el punto de vista de la crítica (la última parte del post, no tanto). Me gusta que sea una serie abiertamente política (emitida por una network). Que desde el hospital público en el que se ambienta, batalle contra las desigualdades que genera la aplicación del modelo neoliberal en la sanidad, poniendo la cuenta de beneficios por encima de la salud de los pacientes o valorando su atención en función de la posición social.
De hecho, el conflicto de esta cuarta temporada orbita en torno al traspaso de poderes de la dirección médica del centro entre el actual responsable, Max Goodwin (Ryan Eggold) y la doctora Verónica Fuentes (Michelle Forbes), una dama de hierro para quien las teorías de Milton Friedman prevalecen sobre el juramento hipocrático. No hay mejor ejemplo de esa bicefalia directiva que este ‘Cuenta saldada’ (4.08) en el que para equilibrar el balance contable del hospital, Fuentes elabora un plan consistente en despedir a los responsables de cada área, cuyos sueldos son demasiado elevados, algo que Goodwin, que está a dos semanas de iniciar una nueva vida en Londres con su nueva pareja, la doctora Helen Sharpe (Freema Agyeman), evitará aumentando el número de despidos de médicos y sanitarios de menor rango y salario más bajo para conservar a su guardia de corps. Son las leyes del mercado.
Me gusta New Amsterdam porque, dentro de esa línea política, maneja la agenda de temas de actualidad como pocas otras series con vocación popular. Nuevos modelos de pareja y de familia, crisis migratorias, azotes pandémicos, urbanismo y gentrificación, salud mental, suicidio, cuestiones transgénero… Una serie que intenta explicar(se) el mundo sin renunciar a un claro posicionamiento.
Me gusta, también, porque tiene su poquito de salseo, sin llegar al desafuero de Anatomía de Grey (Shonda Rhimes, 2005-?), pero sin renunciar a esa tradición soapoperística que nos brinda el esperado (y complicado) romance entre Max y Helen, los problemas derivados de las relaciones abiertas cuando además de pareja se comparte quirófano o el olvido de algunos capítulos del código deontológico para conseguirle un puesto de residente a tu churri a cambio de una generosa donación al hospital en el que curras. En New Amsterdam la vena culebronera siempre tiene la vía puesta y el suero nos es administrado con regularidad antibiótica (tres veces por episodio).
Es cierto que esta producción de la NBC podría no gustarme porque es excesivamente enfática, con un listado de canciones para acompañar secuencias emotivas que le provocarían diabetes a un tarro de melocotón en almíbar (el piloto terminaba con Coldplay, cosa que debería haber provocado mi inmediata deserción). Sin embargo, ahí sigo, soltando el moco cada pocos episodios (lo soltaría más a gusto si me ahorraran vocecillas como la de Chris Martin) y siendo consciente de que cuando la música no se emplea para ponernos los lagrimales a bombear, cuando los ritmos jazzy creados por Craig Wedren desfilan alegres por la banda de sonido y le infunden un tempo vibrante a las imágenes, New Amsterdam es otra cosa. El ritmo, unido a la multiplicidad de situaciones que se plantean por episodio, hace que 40 minutos pasen tan rápido como una botella de Bollinger R.D. por mi garganta.
La insulina contra las canciones melosas te la inyectan unos personajes cuya nobleza les enfrenta a continuos dilemas morales, consecuencia directa de una variada casuística provocada por los propios defectos del sistema. Sin salir de este 4.08, marcado por un ataque informático que pone en jaque a todo el hospital, tenemos al psicólogo Iggy Frome (Tyler Labine), obligado a visitar pacientes por parte de la futura directora médica aun sabiendo que está en proceso de recuperación tras haber sido agredido por uno de ellos (¿cómo justificamos tu nómina si solo haces tareas de gestión?). En líneas generales, los capítulos están bien escritos.
Este ‘Cuenta saldada’ nos vale como ejemplo. El hackeo pone en valor, de manera sutil, el trabajo de los segundos de abordo, esos que, tras el plot twist final -plenamente justificado por lógica que aplica el doctor Goodwin, alguien para quien la camaradería tiene un altísimo valor- serán puestos de patitas en la calle. ¿Por qué digo que está bien escrito? En la primera secuencia, el doctor Frome, Lauren Bloom (Janet Montgomery), responsable del área de urgencias, y el cirujano cardiovascular Floyd Reynolds (Jocko Sims) ponen sobre el tapete cuál es el conflicto del capítulo (Verónica Fuentes quiere deshacerse de ellos) y el psicólogo ya adelanta que cualquier solución responderá al código de honor del doctor Goodwin, que no contempla dejarles tirados. Así sucede, aunque el peaje a pagar será carísimo, como el propio desarrollo del episodio, en el que los asistentes tienen peso específico, se encarga de dejar patente.
Pero si por algo he decidido cambiar mis planes para hoy es porque mis ojos empezaron a bizquear durante el desarrollo de una secuencia concreta -esta vez no paré el capítulo y volví hacia atrás para ver de nuevo el fragmento, algo que suelo hacer poniendo a prueba unas veces la paciencia de mi santa, otras su talento para la invectiva. En general, la puesta en escena de las series de televisión -y más de una cadena generalista- suele ser muy funcional y busca una claridad neutra que facilite el seguimiento de las tramas. Pasa en un alto porcentaje de las series de televisión y pasa en la gran mayoría del cine que llega a nuestras salas, dicho sea de paso.
Por eso, cuando la pupila me bizquea -es como el sentido arácnido de los analistas, la mayoría de ellos bendecidos con el superpoder de la miopía- sé que he encontrado algo. Y con New Amsterdam pasa con cierta regularidad. Basta recordar el capítulo sexto de la segunda temporada (‘Diestra victoriosa’), que se abría con un plano secuencia de siete minutos -rodado sin trampa ni cartón- que reforzaba el sentido dramático de la situación planteada: una crisis en la sala de urgencias provocada por un accidente masivo que adoptaba esa forma fílmica para poner al espectador en la piel de los médicos que lidiaban contra ese torbellino de frenesí y angustia.
Vayamos a ‘Cuenta saldada’, escrito por Aaron Ginsburg (coproductor ejecutivo del show) y dirigido por Shiri Appleby (sí, la protagonista de UnREAL, la serie creada por Marti Noxon). Concretamente a la trama del doctor Iggy Frome, que es la que nos interesa. El ataque informático ha provocado la pérdida de los historiales de los pacientes, por lo que el terapeuta necesita recopilar toda la información posible para saber qué medicación se les estaba administrando a cada uno de ellos. Los doctores que los trataron previamente proporcionan algunos datos y otros pueden seguir con sus tratamientos porque sus familiares tienen anotadas las dosis de sus fármacos.
Quedan cinco pacientes a los que hay que preguntarles cuál es su medicación, con el riesgo que eso conlleva. Entre ellos está Angelo (Alexander Pires) que dice estar tomando dos pastillas diarias de aripiprazol, una droga que se emplea para tratar ciertos trastornos mentales, tales como la esquizofrenia, el trastorno bipolar, el síndrome de Tourette y la irritabilidad relacionada con los trastornos del espectro autista. En la secuencia siguiente que corresponde a esta trama, le veremos sufriendo un choque anafiláctico, causado por su alergia a los medicamentos que acaba de ingerir. El doctor Frome lo salvará inyectándole epinefrina.
Vayamos al siguiente bloque. El terapeuta va a ver a su paciente. Se encuentra estable. Lo observa a través del cristal de la puerta de su habitación. Shiri Appleby remarca la barrera que los separa con un plano subjetivo de Iggy en el que la imagen queda emborronada por las cenefas romboidales que surcan el vidrio. El psicólogo se siente culpable, pero su asistente le hace ver que Angelo solicitó exactamente esas pastillas y en esa cantidad. Sabía que era alérgico. Fue premeditado. “Habla con él”, le dice. Como si fuera tan fácil (regresen al séptimo párrafo).
La siguiente secuencia (la que puso mi párpado a hacer flexiones) se abre con un travelling de acercamiento tomado desde fuera de la habitación de Angelo (foto superior). Es un múltiple reencuadre: la ventana exterior, la reja y el enrejado de la ventana interior encierran al paciente (física, pero también simbólicamente). Por corte directo, nos situamos dentro de la estancia. Una toma en escorzo (foto inferior) nos muestra a Angelo sentado y fuera de foco. En el otro extremo del cuarto esta Iggy, diciéndole que sabe que él sabía que era alérgico al aripiprazol. El pie de la cama dibuja una línea que los separa, algo que también refuerzan las posiciones de los actores en el plano -sentado / de pie- y el choque que provoca el desenfoque / enfoque. Esa separación entre ambos seguirá haciéndose más notoria mediante el uso de planos y contraplanos no compartidos, amén de la ausencia de intercambio de miradas.
El doctor Frome comienza su interrogatorio. Toma asiento (primer acercamiento), pero Angelo sigue fuera de foco y la realizadora rompe la progresión de la secuencia para regresar al exterior (foto inferior) y filmarlos a ambos sentados, pero alejados por el trozo de pared que separa las ventadas, y encerrados (¿acaso Iggy no está en una situación similar a la de su paciente?). Angelo sigue sin devolverle la mirada a su médico.
Iggy intenta convencer a su paciente de que le explique por qué ha intentado suicidarse. “No quieres hablar, así que ¿por qué no me das la versión más rápida y corta de por qué estás aquí y te dejo tranquilo?”. “¿Por qué?”, le responde Angelo, que le dedica la primera mirada (pero sólo está él en el encuadre). El siguiente contraplano del médico será más corto (fotos inferiores). Siguen aproximándose. “Para poder ayudarte”, concluye Frome.
Angelo le explica que sufrió una sobredosis de Aderall y que, desde entonces, su cerebro funciona al 50%. El paciente trata de contar su historia, pero le cuesta expresarse a causa del daño cerebral sufrido y no encuentra las palabras. “Es como…”, empieza a decir, “como si tú no fueras tú”, completa el doctor. Como hemos visto, a medida que la secuencia ha ido avanzando y los personajes han acercado posturas, las escalas han ido acortándose y, aunque no comparten encuadre (y si lo hacen, Angelo está fuera de foco), los dos aparecen ya retratados en sendos primeros planos.
Iggy Frome, que tampoco es él mismo desde que sufrió la agresión (un terapeuta que no puede dar terapia), trata de empatizar con él: “Desde fuera todos te ven igual que antes, pero por dentro es diferente”. Mientras pronuncia eso, se levanta de su silla y se sienta al lado de Angelo, los dos sobre la cama. Appleby lo filmará, de nuevo, desde el exterior (foto superior), de modo que vemos la distancia que ha recorrido Iggy para acercarse a su paciente. La composición también indica que los dos siguen presos de lo que supone saber que son una versión empeorada de sí mismos.
De vuelta al interior, compartirán plano y confidencias, sin barreras de por medio (foto superior). Se ven el uno en el otro y la cámara abandona el estatismo de todas las tomas anteriores (salvo la inicial) para enlazarlos en un movimiento desencadenado, como si la directora coreografiara esa explosión de empatía que pasa por aceptar la situación -saber que tu yo anterior no volverá- y seguir adelante. “¿Lo averiguamos juntos (como seguir avanzando)?”, inquiere Iggy. “Okay”, responde Angelo. La secuencia se cierra con un juego de plano y contraplano, en el que un personaje ocupa parte de la imagen del otro y en el que, finalmente, el paciente mirará a su médico (foto inferior).
El travelling de aproximación inicial funciona, pues, como una metáfora de toda la secuencia -vamos a acercarnos a los problemas de Angelo a través de Iggy- cuya dramaturgia (sustentada por el conflicto interno del psicólogo que ya no puede sanar a través de la palabra) encuentra refrendo en una puesta en escena calculada casi al milímetro en la que la posición de los personajes en el encuadre, el acortamiento de las escalas, el uso del desenfoque, el movimiento de la cámara y el juego de miradas reflejan la comunión que termina produciéndose entre el terapeuta y su paciente.
Por estas cosas me gusta, también, New Amsterdam.