En la última imagen de Euphoria vemos a Rue (Zendaya) atravesar el corredor que lleva del auditorio de su instituto al exterior. Camina envuelta en sombras. Medita sobre sus sentimientos por Jules (Hunter Schafer), a la que acaba de dejar. ¿Fue mi primer amor o me pasé tanto tiempo colocada que ni siquiera soy capaz de asegurarlo? Sigue andando. Su voz nos dice que logró terminar sobria su último año de instituto, aunque no sabe si es mérito suyo ni si hay garantías de que ese estado de calma sea duradero. Se lanza a la calle citándonos a Ali (Colman Domingo), su tutor en Narcóticos Anónimos: “La idea de ser mejor persona es lo que me alienta a ser buena persona”.
Durante ese breve paseo hemos pasado de la oscuridad a la luz, de ver a Rue de espaldas a observarla de frente y del interior del instituto a la calle. En esa secuencia final de poco más de un minuto queda condensado su viaje iniciático. Un viaje que, a tenor de las señales de advertencia introducidas por Sam Levinson, siempre puede acabar en accidente: un contrapicado sobre una barra de luz que nos devuelve el reflejo invertido de Rue (su yo adicto, siempre acechante) y ese plano final en el que la cámara se detiene para que la veamos salir al exterior (una visible señal de STOP pintada sobre el asfalto, los Labirinth cantando aquello de ‘Hey Lord, you know i’m traying’) mientras ella queda reencuadrada por dos paredes laterales, recordándonos que del abismo se sale, pero no del todo.
La secuencia tiene, además, otro detalle que se antoja fundamental para entender Euphoria, una propuesta difícilmente acotable, torrencial y extática, tan sobrecargada de estímulos que, de abandonarse a sus imágenes, uno corre el riesgo de quedar abducido por su virtuosismo estético, por su abracadabrante selección musical o por el magnetismo de una Zendaya que pone en duda el límite de las capacidades humanas, al menos en lo que a materia de interpretación se refiere. Pero ¿cuál es ese elemento? En un punto de su caminar hacia el exterior, Rue nos dice: “Estuve limpia el resto del año escolar (I stayed clean through de rest of the school year)”. Es importante saber quién nos cuenta la historia y desde dónde lo hace. Aún lo es más en el caso de esta serie de HBO, puesto que la ‘voz’ y el lugar desde el que narra, mediatizan las imágenes (determinan su forma). Expliquémonos.
Sam Levinson, factótum de Euphoria, otorga el (supuesto) papel de narrador principal (aunque no único) a Rue Bennett. Rue es nuestro cicerone. Y Rue es una joven marcada por la muerte de su padre, adicta a los opioides (en realidad, a cualquier droga que se le ponga a tiro) y sin mayor propósito que evadirse de un mundo que carece de todo interés para ella (aunque puede que, quizá, ni ella misma lo sabe a ciencia cierta, esté enamorada de Jules). Tenemos a una yonqui de 17 años como narradora que nos habla desde un futuro inmediato a los hechos que se relatan (el detalle: “estuve limpia el resto del año”) lo que le permite articular un discurso coherente; asistimos a la reproducción de un recuerdo relativamente cercano en el tiempo, elaborado por alguien que ya no está bajo el influjo de los estupefacientes y que trata de replicar aquello que vivió. ¿De qué manera influye esto en las imágenes y en la historia misma? Veámoslo.
En primer lugar, y en tanto teenager en 2022, cualquier estética que no remita a los estándares fijados por los social media (Instagram, Tik Tok, Only Fans, etcétera) queda inmediatamente fuera del tiempo de lo que se nos cuenta. Los encuadres artificiosos, las composiciones simétricas o los acompañamientos musicales efectistas responden a esa estética de la idealización tan propia de Instagram, algo que queda patente en el arranque del Out of Touch (2.02) en el que Nate Jacobs (Jacob Elordi) imagina un futuro junto a Cassie (Sidney Sweeney) y ‘la pone en escena’ apelando a todos esos tropos visuales; es como si la viera a través de su cuenta de Only Fans y él fuese su único suscriptor.
Si esos patrones son fácilmente rastreables por el interior de la serie y responden a dos tendencias contemporáneas como son la sobreexposición mediática y la dictadura de la imagen -Maddy (Alexa Demie) probándose los vestidos de la madre del niño al que cuida y haciéndose selfies (probándose otras vidas) o Lexi (Maude Apatow) y Fezco (Angus Cloud) hablando sobre la verdad que hay detrás de las publicaciones en redes-, la velocidad en la transmisión de contenidos y su brevedad también marcan su desarrollo. Si uno piensa en los vídeos cortos que pueblan Tik Tok y en la ingeniosa explotación del recurso ‘variaciones sobre un mismo tema’, no tardará en detectarlos en Euphoria.
¿Cuántas canciones suenan en los primeros cinco minutos del primer episodio? ¿Cuántes veces se repite un mismo motivo visual con ligeras modificaciones? ¿En cuantas fases de la serie se intercalan breves insertos destinados a crear impactos, a mantener despierta la atención del que mira? Ejemplo: en la secuencia citada en el párrafo anterior, Levinson introduce un breve plano de Jules posando sensualmente en un espejo para insistir en cómo los actos de Cal Jacobs (Eric Dane) contaminan la mente, y el futuro, de su hijo Nate.
El director de Malcom & Marie (2021) se muestra muy sensible a todos estos nuevos modelos de comunicación social que, a su vez, derivan en nuevos modelos de creación audiovisual: Instagram, Tik Tok y Only Fans, sí; pero también los tutoriales de YouTube (con Zendaya repitiendo uno de los hits de la primera temporada, esta vez dedicado a cómo disimular los cuelgues), los vídeos de influencers o la importancia de las series de televisión en la construcción del imaginario colectivo y en la creación de patrones de deseo (Khal Drogo como ideal físico). En estos tiempos en los que impera la narrativa del yo, ¿podía contarse Euphoria sin recurrir a una voice over que, en no pocos momentos, manipula la narración y sin el rostro de Rue mirándonos a los ojos en no pocas ocasiones?
Sin embargo, lo más importante no es que el director de Nación asesina (2018) se aproxime a esos estándares estéticos y narrativos procedentes de los social media, más bien está en su voluntad de hermanarlos con referentes pretéritos para forjar un lenguaje sincrético que intente explicar el presente (o al menos una parte de él) sin renunciar a determinadas herencias, sin caer en el paternalismo y sin anular su función crítica. Dicho de otro modo, a Levinson le interesa averiguar cuánto del cine de Martin Scorsese hay en el Grand Theft Auto o cómo puede relacionarse la narrativa cruzada de Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999) con el visionado de stories en Instagram.
En las intersecciones entre esos dos mundos estéticos tan distintos encuentra Euphoria su espacio y su razón de ser. Iremos viendo ejemplos referidos a estos asuntos, pero les dejo con uno para abrir boca. Ya hemos apuntado que en los primeros cinco minutos de Trying to Get to Heaven Before They Close the Door (2.01) suenan el 'Don’t Be Cruel' en versión de Billy Swan, el 'Look at Grandma' de Bo Diddley, el 'Jump Into the Fire' de Harry Nilsson y el 'Think' de Curtis Mayfield. Una amalgama de temas fechados en la primera mitad de los 70 cuyos títulos (y/o letras) remiten a las situaciones que se muestran en la muy scorsesiana historia de la abuela de Fezco.
Vayamos ahora el episodio final. La utilización expresiva del soundtrack es idéntica, pero un poco más críptica. Escuchamos temas de Nino Rota para La Strada (Federico Fellini, 1954), de Morricone para Supongamos que una noche, cenando… (Giuseppe Patroni Griffi, 1969), de Armando Trovajoli para La viuda desenfrenada (Pasquale Festa Campanile, 1968), de Philippe Sarde para Las cosas de la vida (Claude Sautet, 1970) o de Francis Lai para Del amor y de la infidelidad (Claude Lelouch,1969). De nuevo, todas las composiciones utilizadas están en relación con el argumento -suena el tema de La furia (Brian De Palma, 1978) compuesto por John Williams cuando Cassie se dirige al escenario a reventar la función de su hermana Lexi-, solo que esta vez juegan abiertamente la carta erudita y metalingüística (el cine dentro de una serie en la que se representa una obra de teatro) y sin modificar su impronta visual, mediante el pertinente recurso de la cita, quedan emparentadas la modernidad y una determinada corriente del cine europeo a priori apartada de los hechos que se cuentan y, sin embargo, mucho menos alejada de ellos de lo que se cree porque los mimbres argumentales siguen siendo muy similares –pensemos en Kat (Barbie Ferreira) y en la protagonista de La viuda desenfrenada, en las concomitancias entre el amor de Cassie y Nate y el de Zampanó (Anthony Quinn) y Gelsomina (Giulietta Masina), en los debates a propósito de la sexualidad de la película de Patroni Griffi y la manera en que Cal aborda esas cuestiones frente a su familia,... Hay aquí una apropiación de la cita musical en clave ‘tarantiniana’ que permite a Levinson resignificar sus imágenes, amén de justificar el énfasis de determinadas secuencias como la de la muerte del padre de Cassie y Lexi dada la condición meteacinematográfica de este incontenible artefacto.
Vidas cruzadas
Estas estéticas del presente a las que hacíamos referencia tienen otro rasgo en común: la fragmentación. Entrar en los stories de Instagram equivale a colarse en un multiverso en el que uno va yuxtaponiendo experiencias ajenas, viajando de un espacio a otro, de una narrativa a otra, en apenas cinco segundos. Euphoria podría verse como la cuenta de Instagram de Rue Bennett. A través de ella, accedemos a ese microcosmos de historias cruzadas que protagonizan aquellos que circundan su órbita vital (la gente a la que ella sigue, incluso stalkea, desde su posición de privilegio). Nos enfrentamos, pues, a una estructura lábil.
Hay cuatro episodios que arrancan con otros tantos prólogos que indagan en el pasado de Fezco y Ashtray (Javon Walton) -Trying to Get to Heaven Before They Close the Door (2.01)- y en el de Cal -Ruminations: Big and Little Bullys (2.03)-; otro que versa sobre el ya citado romance prohibido entre Cassie y Nate -Out of Touch (2.02)- y un último en el que, en otro guiño referencial, se ilustra el amor entre Rue y Jules reformulando distintas obras artísticas, You Who Cannot See, Think of Those Who Can (2.04). Después tenemos cuatro episodios que funcionan como un par de dípticos -el cuarto y el quinto y el séptimo y el octavo- y uno de transición entre ellos (el sexto).
En su interior, la voz de Rue trata de poner orden, por más que se diluya en este relato polifónico cosido a golpe de montaje(s) paralelo(s) que no caen en la tentación de forzar coincidencias narrativas, sino que buscan constantemente que las imágenes resuenen unas en otras (recordemos que Rue nos habla desde el futuro, lo que justifica que nos dé acceso a pasajes en los que no ha estado presente: está reconstruyendo). Fijémonos en esa doble secuencia final en la que la policía irrumpe en casa de Fezco y Nate va a vengarse de su padre. El montaje las emparenta, pero en ningún momento se sugiere que exista simultaneidad, lo importante es ver qué impacto tienen la una en la otra, más aún cuando la relativa al personaje de Fezco se ha iniciado mucho antes. ¿Están editadas de ese modo solo para causar un efecto impactante? ¿Existe otro tipo de relación entre ellas?
En el primer capítulo, Fezco le dará una paliza brutal a Nate lo que provocará la reacción de Cal, quien, en lugar de obtener justicia terminará ganándose un billete de ida al inferno. La espiral de violencia que se desencadenó en aquella trifulca termina teniendo consecuencias, de distinto grado, para las partes implicadas (la pistola familiar como elemento iterativo y conector de las dos tramas: Cal se la lleva para amenazar a Fezco, Nate a empleará para intimidar a su padre).
Abrazad el caos
Euphoria es, en virtud de su propia esencia, inarmónica y ciclotímica, va del éxtasis a la bajona y salta de un personaje a otro para buscar aquello que le interesa en cada momento. Su solidez no procede de la libertaria estructura de su guion, una suerte de manual para sobrevivir en el caos con una escritura líquida en el que las historias fluyen y se disuelven unas en otras como la sexualidad de la mayoría de sus protagonistas. Si la serie es compacta es gracias a los conflictos que afligen a sus personajes. Podríamos hablar de tres ítems dramáticos principales sobre los que pivotan otros de orden secundario.
- El primero tiene que ver con la recaída de Rue y su posterior desintoxicación. Sus conflictos satélite serían la relación que mantiene con Jules y Elliot (Dominic Fike), y los problemas que se derivan de su adicción (los familiares y los logísticos: cómo pillar droga cuando se acaba y no tengo ni un centavo).
- El love affair entre Cassie y Nate que, por un lado, causa el cisma entre ella y Maddy y, por el otro, está tangencialmente conectado con el derrumbe de Cal.
- Our Life, la obra de teatro que Lexi monta en el instituto a partir de sus propias experiencias y que, por lo tanto, remite a los mismos sucesos de los que se ocupa la serie. Conectada a ella, estaría la relación que se establece entre Lexi y Fezco en el capítulo primero (de la pieza teatral no tendremos noticias ‘argumentales’ hasta el tercero)
A partir de esos tres bloques dramáticos básicos y de las subtramas que se derivan (aunque algunas de ellas ocupen tanto o más metraje que lo que hemos determinado en llamar conflictos principales), Levinson construye un caleidoscopio en el que las repeticiones y las rimas van sucediéndose para bosquejar un huidizo retrato generacional sobre el miedo a la soledad y al abandono en la era de la hiperconectividad (atravesado por una ominosa pulsión de muerte), también sobre las cada vez más insalvables diferencias entre padres e hijos (en esta segunda temporada los padres están muertos o se les mata -simbólicamente- y su ausencia se alza como un trauma ineluctable; las madres, al cargo de los núcleos familiares, están a veinte años luz de sus hijas y a las lógicas divergencias entre los dos grupos etarios -las tensiones provocadas por la ira adolescente siguen siendo idénticas desde los tiempos de Billy El Niño– se suman otras nuevas que afectan incluso al ámbito lingüístico (las madres siguen viendo viejos shows cómicos en televisión mientras ellas editan su vida en Tik Tok).
Podríamos encontrar decenas de ejemplos para ilustrar el trabajo con la rima y la repetición que ejecuta aquí Sam Levinson, pero quedémonos solo con un par. You Who Cannot See, Think of Those Who Can (2.04) está dedicado a la doblez. Tenemos tres situaciones de partida: Cal abandona a su familia tras confesarles que mantiene una doble vida; Elliot le confiesa a Jules que Rue lleva meses drogándose (por lo tanto, Rue lleva una doble vida) y en la fiesta que celebra el grupo de amigas, Cassie suelta la pota en el jacuzzi tras agarrarse un pedo descomunal y pide perdón con desafuero (en realidad, está pidiendo perdón por estar acostándose con Nate a espaldas de Maddy… y llevar una doble vida). Todo el capítulo está trufado de escenas dobles: dos viajes en coche, dos fiestas, dos confesiones, dos personajes rotos (Cal y Cassie) unidos por el 'Drink Before the War' de Sinead O’Connor (y por Nate, amante de una e hijo y custodio del oscuro secreto del otro),… En Euphoria todo reviste la pátina de la premeditación, aunque a veces su envoltorio nos pueda hacer caer en la tentación de calificarla de vacuo esteticismo.
Añadamos una prueba más que refuta esa teoría de que la serie es solo un tótem de lo cool. Para Levinson, la adolescencia es un pasillo estrecho y oscuro. Si hablamos de una etapa de tránsito entre la infancia y la edad adulta, nada mejor que elegir un espacio de paso como metáfora de ese periodo de la vida. Ya hemos señalado que la secuencia de cierre ocurre en el corredor de un instituto y otro tanto sucede con el tiroteo final en el que se ven envueltos Fezco y Ashtray (¿es casual que el póster de El precio del poder (Brian de Palma, 1983) adorne una de las paredes de esa casa?). Por un pasillo volará la cámara hasta ‘rebotar’ contra una puerta cerrada a cal y canto que protege una despensa rebosante de drogas, el ansia narcótica de Rue manifestándose en forma de travelling, y ese mismo movimiento, de nuevo a través del pasillo, servirá para conectar la angustia de Leslie Bennett (Nika King) con el negro futuro de su hija, cuya solicitud de ingreso para internarse en un centro de desintoxicación ha sido rechazada. Algún autor de video-ensayos podría dedicarle un capítulo al uso que hace Sam Levinson de los pasillos en Euphoria, nos encontraríamos con no pocas sorpresas.
Show me the money
Dada su concepción veleidosa, no es de extrañar que esta producción de A24 sufra altibajos. El más evidente lo encontramos en la desdibujada Kat (Barbie Ferreira), el personaje menos desarrollado del quinteto femenino protagonista, cuya intervención se reduce a una débil trama amorosa y a un par de secuencias llamativas que repiten los tópicos argumentales de la primera temporada (su insatisfacción, la pujanza de su heterodoxa sexualidad) sin apenas profundizar en ellos (en realidad, esa debilidad es consustancial a todos los personajes que no están al frente de lo que hemos denominado ‘conflictos principales’, incluidos Jules, Elliot o Maddy).
También nos topamos con algunos pasajes difíciles de asumir en el quinto episodio, quizá el más irregular de todos en tanto en cuanto contiene uno de los más grandes alardes interpretativos que se haya visto en tiempos y unas cuantas soluciones de guion discutibles. Por un lado, tenemos a Zendaya en modo montaña rusa emocional, pasando de la ira al desamparo absoluto, víctima de un síndrome de abstinencia del tamaño de King Kong, cuyos cambios de carácter Levinson captura alargando las tomas, dejando que la actriz se transforme ante nuestros ojos. Esta decisión no está reñida con una puesta en escena furiosa, la cámara siempre inestable, ni con composiciones irrespirables sinónimo del confinamiento existencial que viven los Bennett, hostigados por la adicción de la mayor de las hijas. Por cierto, tanto aquí como en muchas otras secuencias (por ejemplo, el duelo final entre Cal y Nate, todo rodado primerísimos primeros planos), el realizador estadounidense siempre encuentra la escala adecuada para la situación dramática a desarrollar: aquí, donde casi siempre filma con planos cortos para reflejar la tensión entre madre e hija, utilizará una escala amplia y modificará el emplazamiento de la cámara cuando Rue sepa por boca de su madre que está al corriente de que se sigue drogando porque Jules se lo ha dicho, una elegante manera de fijar que la relación entre ambas ha cambiado radicalmente (todo pasa, cómo no, en el pasillo).
Ahora bien, en esta versión narcótica de ¡Jo, qué noche! (Martin Scorsese, 1985) que es Stand Still Like the Hummingbird (2.05), en el que Rue huye del seno familiar en busca de alguien que la acoja (y de cualquier droga que le calme el mono), asistimos a una peripecia salpicada de elipsis que solo buscan salvar situaciones peliagudas -roba en una casa, después de acertar por arte de magia la combinación de la caja fuerte, la pillan bajo la cama y, zas, por corte directo la vemos salir a toda prisa por la puerta principal-, sobre todo habida cuenta de su lamentable estado, con el estómago revuelto como una lavadora estropeada y serias dificultades para mantenerse en pie (aquí Levinson intenta que el tono cómico con el que embadurna la huida nos haga más digeribles las trampas de guion).
Sin embargo, el mayor problema lo encontramos cuando visita a su dealer para que le dé amparo (¡qué manera de imprimirle un aura genuina a un personaje solo con un pijama!). En ese encuentro, que Rue suaviza pagándole a su camello 2.000 de los 50.000 dólares que le debe a cuenta del maletín con el surtido de drogas que le entregó, queda claro que la joven deberá satisfacer el total de la deuda, pues su facilitadora ya le ha advertido que, de no hacerlo, convertirá su cuerpo en un coleccionable (y ya hemos visto cómo se las gasta con anterioridad). Sin embargo, nada volveremos a saber de ella en lo que resta de la serie, lo cual genera varias preguntas. ¿Qué pasa con el dinero que debe? ¿Cómo es posible que nadie vaya a buscarla ni le pida cuentas (cuando desde el episodio 5 al 8 tenemos constancia de que han pasado varios días)? ¿No será que la traficante, tal y como nos prometen sus pijamas, es un teletubbie de buen corazón arrinconado en el exilio de la realidad?
“La gente necesita que hieran sus sentimientos”
Para finalizar, vayamos a los dos últimos episodios. Como ya hemos adelantado, ambos forman un díptico con la pieza teatral Our life como leitmotiv, de ahí que la voz en off de Lexi se apodere, en buena medida, de la narración. Levinson se sirve de este recurso -introducido en un magistral tercer episodio que flirtea con la débil línea que separa la realidad y la ficción (diegéticas)*- para ofrecer una lectura retrospectiva de la temporada desde la perspectiva del creador (Lexi funcionaría como su alter ego). El director utiliza a Lexi como un muñeco de ventriloquía para reflexionar sobre la recepción de la obra y su pertinencia, un juego de espejos que se multiplica en tanto en cuanto Lexi es, también, una de las protagonistas de la función y las reacciones del público terminan afectándole.
Existe una indisociabilidad total entre la realidad de los personajes y lo representado en el drama teatral, de ahí que a lo largo de los dos episodios se revisen acontecimientos pasados que se alternan con la realidad diegética y que los tiempos y los distintos planos narrativos se mezclen y que, incluso, la reconciliación final entre Lexi y Rue se nos ofrezca como parte de la obra aun habiendo sucedido con posterioridad. Esa gran función final rubrica el trabajo de Sam Levinson como autor total, como el demiurgo que mueve los hilos de Euphoria (¿acaso su adicción a las drogas durante su adolescencia puede separarse de lo que aquí se cuenta?) y que desde el primer episodio nos ha advertido no ya del antinaturalismo de su propuesta, sino de la idea de que estamos inmersos un gran espectáculo en el que, como en un escenario, la sala se oscurece para enfocar solo a un actor (otro tic visual recurrente).
Estamos ante una teleficción en la que el rodaje en 35 milímetros (otra añadidura a su voluntad intertextual), la mirada cenital y la omnipotencia de la cámara para moverse sin atender a los movimientos de los personajes son ley, señal inequívoca de que existe un Dios ahí arriba que lleva el nombre del director, y en el que ese cambio de voice over en los últimos episodios no puede sino leerse como el gesto definitivo de un narrador todopoderoso. Alguien que es capaz de fundir bajo el crisol de sus imágenes la fugacidad y el ingenio de los videos de Tik Tok con las deslumbrantes y coloristas transiciones de Corazonada (Francis Ford Coppola, 1981), el estudiado embellecimiento con el que un instagramer instruido fabrica sus stories con los estilemas del cine de Brian De Palma o el angst adolescente con las angustias de la Myrtle Gordon (Gena Rowlands) de Opening Night (John Cassavetes, 1977) o con algunos de los personajes creados por la pluma de Tennessee Williams. Estamos, pues, ante una serie cuyo potencial discursivo se antoja irreductible o, al menos, difícil de encerrar en el espacio que ocupa este texto.
* Recordemos que Rue se marca un número musical al son del significativo 'Call Me Irresponsible' de Bobby Darin. La cámara la sigue como si, efectivamente, estuviéramos en un musical (los cortes de montaje coincidiendo con los cambios de ritmo en la canción, el largo travelling por el pasillo viendo las evoluciones dancísticas de Rue), hasta que un travelling lateral de izquierda a derecha se desplaza hacia su hermana Gia y la secuencia queda objetivada, el tema de Darin desaparece y nos topamos con la realidad de Rue (que va puestísima). A partir de ahí, y posteriormente con ese making of sobre cómo se está montando la obra de Lexi, Levinson ya empieza a alterar las fronteras que separan unas realidades de otras.