Upright (Chris Taylor, 2019) es un buen analgésico. Con la conciencia magullada de tantos golpes como me dio Podría destruirte, tomarse un calmante se imponía como algo perentorio. El médico prescribió un nuevo fármaco, fabricado por unos laboratorios australianos (Foxtel), que salió a la venta el pasado martes (7 de septiembre). Consiste en un tratamiento de ocho píldoras masticables -hay que retenerlas en la boca durante 28 minutos- y se pueden adquirir en Sundance TV. A ver, son como el Nolotil pero con otro nombre. Mano de santo.

En esta miniserie escrita por Chris Taylor, Leon Ford, Kate Mulvaney y el hombre orquesta Tim Minchin (protagonista, director, guionista, compositor… chequeen su web) se llega al melodrama familiar utilizando un vehículo un tanto heterodoxo, un sidecar genérico en el que la road movie atolondrada y la buddy movie intergeneracional comparten viaje. Esa extravagancia referencial resuena en la polisemia contenida en un título en el que el batido de acepciones sirve para explicar la idiosincrasia de una propuesta cuya base argumental es muy simple: Lachlan ‘Lucky’ Flynn (Tim Minchin) tiene que cruzar Australia de este a oeste. De Sidney a Perth. 4000 kilómetros. 41 horas en coche. Si uno traza una línea para unir ambas ciudades -o consulta Google Maps- le saldrá, más o menos, una recta. Uno de los significados de 'upright' es recto. También significa vertical, como el piano que Lucky transporta en su remolque, motivo por el cual no ha viajado en avión. Pero, además, 'upright' es sinónimo de integridad (al fin y al cabo, lo que Lucky pretende demostrar/recuperar) y de enderezamiento en un doble sentido: físico-psicológico (levantarse después de caer) y moral (corregirse). Por eso, cada vez que el intertítulo con el nombre de la serie aparece en pantalla la imagen rota y pasa de una posición lógica -el paisaje en horizontal y el rótulo levantándose como una torre de letras- a otra alterada -el letrero adoptando una postura legible y el entorno torcido- para luego volver al punto inicial.

Como bien nos anuncia ese giro en los créditos, en esta teleficción dirigida por Matthew Saville (Minchin codirige los dos últimos capítulos) hay que sacudir un par de vidas para poder reconducirlas: estamos, también, ante un doble coming of age… aunque uno de los protagonistas sobrepase con creces los cuarenta (no nos engañemos, clichés hay unos cuantos, por más que se hagan llevaderos). Lucky viaja a Perth con la intención de llegar a tiempo para despedirse de su madre, cuyo cáncer terminal está a punto de completar su tétrica misión. Lucky es un músico venido a menos, alguien poco fiable y con graves dificultades para afrontar los conflictos. Lucky toma benzodiazepinas porque su vida anárquica, los demonios que le acechan y el temor de no poder decirle adiós al que quizá sea su ser más querido le han sumido en una depresión que difícilmente puede esconder. Así que Lucky tiene que tomarse su Diazepam. La pastilla se le cae al suelo y detiene su vehículo en el arcén. La recoge y la engulle. Se reincorpora a la calzada sin fijarse demasiado y es arrollado por un UTE (mezcla de utilitario y pick up). Su conductora es Meg (Milly Alcock), una joven de edad indefinible, aunque ella afirma haber cumplido los 16.

Upright | Estreno 7 de septiembre en SundanceTV

Ese choque fortuito, que les obligará a compartir vehículo y peripecia, pone en marcha el motor de una ficción en la que sus dos protagonistas -cuyo entendimiento mantiene el show en permanente estado de ebullición- se ayudan a aprender una lección siempre desagradable, la de como lidiar con la muerte. Lucky tendrá que afrontar la de su madre; Meg, que ha huido de su casa y de su padre, el suicidio de su hermano, apenas unos años mayor que ella. El trasfondo traumático de Upright viene embalado en papel de aventura cómica y la línea recta entre Sidney y Perth acabará retorciéndose en meandros narrativos que complican el objetivo de esta improvisada pareja de antihéroes. La serie extrae petróleo humorístico de las diferencias generacionales, de la divergencia de intereses de uno y otra, en definitiva, de las casi opuestas concepciones del mundo que tienen Meg y Lucky, dos temperamentos tan similares como el Chandelier de Sia y Elephant de Time Impala: ella es lista, directa y tempestuosa (un terremoto de bolsillo); él es errático e informal, siempre a merced de su debilidades, pero leal después de todo (el uso del soundtrack como marcador diferencial es todo un acierto… y un disfrute).

Pero sus correrías no lo son todo. La serie está dividida en dos tiempos, el correspondiente al presente (a sus rocambolescas correrías) y el que nos devuelve al pasado de Lucky para ponernos en antecedentes, para que el espectador sepa porque lleva ocho largos años sin pisar la casa familiar. Toda esa información referida al pretérito llega por goteo, como un paliativo que nos calma pero que se agota pronto, que exige suministro cada pocos minutos. Los datos biográficos de Lucky se nos proporcionan en pequeñas dosis -su carrera musical, los problemas con su hermano, la relación con su madre, etc.- generando así un creciente interés por saber cuál es la causa de la ruptura (a medida que el lugar de destino está más próximo, más cosas se nos mostrarán sobre su vida anterior). Ese ordenamiento de la información, unido a la carrera contrarreloj que Lucky y Meg emprenden para llegar a Perth antes de que a la madre de él se le acaben los minutos, hacen de la serie un allegro en el que la velocidad procede tanto de la matriz genérica (road movie) como de la necesidad de conocimiento (los excursos, los frenazos y los aplazamientos juegan a aumentar la tensión, si bien, a veces, lastran el desarrollo). Los personajes tienen que correr y la audiencia pide que la trama avance para averiguar cual fue el origen de tanta desavenencia (los flashbacks, extraídos de la torturada memoria de Lucky, están formados por imágenes ligeramente deformadas, mezclan recuerdos gratos y episodios dolorosos y están dotados de una extraña plasticidad, en consonancia con el estado mental del protagonista). Un inciso: el guion se sustenta en un cúmulo de casualidades bien orquestadas desde el inicio; estamos ante una historia que nace de un accidente y todas las eventualidades posteriores (toda esa colección de oportunos y estrafalarios autoestopistas) quedan explicadas/justificadas no solo por el punto de partida, sino, sobre todo, por la conversación a propósito de la probabilidad que Lucky y Meg mantienen después de ese encuentro fortuito que les llevará a acompañarse (en la charla se habla de la absurda muerte del que fuera chelista de la Electric Light Orchestra, Mike Edwards… que también sirve para fijar el abismo generacional y referencial que los separa).

Play it again, Meg

Las dos secuencias más interesantes de Upright son la de apertura y el clímax, situado en el último episodio. Sin ánimo de desvelar los continuos desvíos que adopta la trama, se hace necesario apuntar que el (resistente) piano es el símbolo que condensa todos los propósitos de la serie: es herencia y legado, es el objeto que recibe los golpes de la discordia fraternal, el motivo que justifica el viaje sobre ruedas, el obstáculo que entorpece el desplazamiento y, en ocasiones, un instrumento de pacificación. Todo arranca con un travelling de retroceso (trucado) que sale del interior del piano para mostrarnos la lona que lo cubre y el remolque que lo transporta. La toma seguirá sin cortes, trazando un movimiento en forma de u, hasta alcanzar la posición del conductor, que no es otro que Lucky. La continuidad del plano provoca una asociación directa entre el instrumento y el que luego sabremos que es su propietario. Ese vínculo va más allá de lo meramente utilitario: mientras el objetivo traza esa pronunciada curva, Lucky no para de cambiar de emisora porque no encuentra una canción que le satisfaga. Estamos ante un plano sintético en el que se fija la profundidad de la relación emocional que existe entre objeto y sujeto (va del ‘alma’ del piano a Lucky) y que anticipa uno de los grandes conflictos que asolan al personaje, un músico que ha dejado de tocar, que no encuentra motivación alguna en su profesión, alguien perdido al que nada de lo que ponen en la radio le gusta, alguien abandonado por la música. El piano es también, metáfora de las causas de ese desnorte.

La segunda secuencia (en realidad un fragmento) está situada justo después del ecuador del último episodio. Los coprotagonistas han llegado a su destino. Lucky podrá despedirse de su madre y poner fin a las rencillas familiares. Sin embargo, la relación con su hermano no presenta visos de mejora ni aún en una situación tan crítica en la que los rencores deberían quedar a un lado, aunque solo fuera por decoro filial. Tras una fuerte discusión, Lucky ha abandonado la habitación en la que yace su madre. Allí se quedan su hermano Toby (Daniel Lapaine), la esposa de este, Suzie (Ella Scott Lynch), y Meg, que acaba de dejar jugando a Bille (Asmara Feik), la hija pequeña del matrimonio, en su cuarto. Los tres le hacen compañía a la moribunda, cuando Meg inicia una defensa de Lucky: “él no es egoísta” afirma en contra de la opinión de sus familiares. En ese primer asalto, en el que Meg le describe como “un coche viejo”, la adolescente ocupará el butacón junto a la enferma, el sitio que, hasta ese momento, le había correspondido a Lucky. Es decir, lo sustituye. Tras un corte, una suave panorámica va desde la cama de la madre, a la que vemos con la mirada dirigida hacia el sillón, hasta la posición de Meg y establece una unión entre ambas (la parte anterior de la secuencia se ha resuelto con montajes por corte directo). La cámara la tomará frontalmente mientras glosa todo lo que Lucky ha hecho por ella (cuando haya planos de Toby-Suzie volveremos al corte directo) y aprovechando la coincidencia de la fecha de cumpleaños de Billie y de su hermano fallecido, Meg llorará su pérdida y redimirá a su compañero de aventuras. Aquí el trauma cicatriza por transferencia: el adulto (infantil), incapaz de hablar de sus sentimientos, de asumir verbalmente sus faltas, será sustituido por la adolescente (adulta) que encara de frente el problema e intermedia para que todo se arregle. La estructura familiar puede recomponerse gracias a esa unión simbólica que se establece entre la madre y el hijo a través de Meg. Y todo con esa levísima panorámica que sirve para conectarlos a los tres porque, como veremos en esa misma secuencia, Lucky es el que está al otro lado de la ventana situada junto a la cama de su madre, afinando el piano que le regalará a su sobrina. De hecho, la reconciliación con su hermano será muda, él no pronunciará palabra (ya las ha dicho Meg) y Toby hablará de forma elusiva, sin nombres, sin mencionar lo que no (se) puede decir. Después, Lucky le entregará el piano a Billie y el relato podrá clausurarse felizmente.

Aquí y ahora

Upright | Nuevos episodios en SundanceTV

En el segundo episodio, Lucky se ve forzado a buscar un médico que le haga una receta para comprar Diazepam. O eso o ver como la ansiedad le devora la psique como si fuera una marabunta. El doctor, que no cree tanto en los fármacos como en el poder del mindfulness, le recomienda que, cuando el desasosiego lo atormente, aplaque ese vendaval de nerviosismo haciendo “inventario sensorial de su entorno”, replegándose sobre sí mismo y, a partir de un autoanálisis exhaustivo, comenzar un proceso de reaprendizaje basado en la plena conciencia que culmine en el aprecio por el momento presente, por el aquí y el ahora.

Aunque está técnica de relajación sea la base del gag que corona el episodio, Upright defiende, de manera no tan evidente, esa suerte de metafísica de los instantes, de estima por lo que uno hace mientras lo hace. La mayor parte del viaje que emprenden Lucky y Meg transcurre por paisajes desérticos, con algunos arbustos esparcidos entre los quilómetros y quilómetros de terrenos alopécicos que se suceden, interminables. Durante las primeras horas, la joven, que ha tomado el volante, se desvía para contemplar de cerca un ‘lago rosa’ pese a las reticencias de su acompañante. Los reniegos de Lucky no evitarán que Meg observe la formación salada con parsimonia y forme una cámara de fotos imaginaria con sus dedos para apresar ese instante. La telefección aussie busca la bondad en sus personajes y para ello parte de conceptos tan propios del mindfulness como la compasión (para con los demás, pero, antes que nada, para con uno mismo) o el goce del presente (ese improvisado concierto a cuatro manos con el líder de los Ángeles del Infierno).

La utilización del paisaje también tiene otras lecturas. Por un lado, la simbólica: después de tragar tanto polvo, acaba con un purificador baño en el mar, metáfora sobre el camino recorrido hasta alcanzar la transformación que posibilite la (re)unión de los Flynn. Por el otro, la metacinematográfica: el recorrido físico también es referencial; ahí está ese bar sucio y atestado de gente del segundo episodio que tanto recuerda al de Despertar en el infierno (Ted Kotcheff, 1971) o los coches y los camiones tuneados por un troglodita con gusto por el trash, las huidas repentinas o el chiste del camionero ‘Joselito’ (“Relax Mad Max”) que remiten a Mad Max: salvajes de la autopista (George Miller, 1979). Si uno fuerza un tanto las asociaciones, se pueden encontrar guiños a Walkabout (Nicholas Roeg, 1971) -una protagonista adolescente marcada por un suicidio, el encuentro casual, la errancia por el desierto- e incluso, desde el punto de vista artístico-patológico (aunque las dolencias sean distintas) a Shine (Scott Hicks, 1996). Ahora bien, siendo justos, ni esta serie es un repaso de los clásicos del cine australiano ni quien esto firma un experto en el asunto: en ocasiones no hace falta trascender lo obvio y, como sucede aquí, basta con reconocer que la química entre la pareja protagonista es suficiente para que Upright se mantenga de pie.

@EnricAlbero