Lo sé. Sé lo que están pensando. Han leído el titular de la entrada y la sospecha ha resonado en su cerebro como si fuera una campana golpeada por un martillo pilón: otro listillo en busca del
clickbait. Veámoslo.
La emisión de la segunda temporada de
Vergüenza tuvo lugar el viernes 30 de noviembre. El domingo de esa misma semana -2 de diciembre- se celebraron las elecciones andaluzas, en las que la formación ultraderechista Vox irrumpió con 12 escaños en el arco parlamentario y en las que Ciudadanos creció en otros tantos diputados para alcanzar los 21 (un 41,35% de los llamados a las urnas no fue a votar). Tal vez se trate solo de una coincidencia cronológica, pero tras observar con calma los seis episodios que componen la nueva entrega de
la serie creada por
Álvaro Fernández Armero y
Juan Cavestany, me resisto a pensar que no existen similitudes que traspasen lo estrictamente temporal. La teleficción de Movistar +, se ha dicho sobradamente,
es una comedia tomográfica como ya lo fue en su momento
Gente en sitios (Juan Cavestany, 2013), pero también, aunque en clave generacional, en un tono menos grotesco y más cercano a la
screwball comedy,
Todo es mentira (Álvaro Fernández Armero, 1994). Más que un retrato de la sociedad contemporánea, la dupla de realizadores
parece querer dibujar un mapa genético de la españolía media, hombres y mujeres entre los treinta y muchos y los cuarenta y pocos marcados por condicionantes sociales compartidos -la maternidad tardía, por ejemplo- y separados, principalmente, por circunstancias de orden económico. La ampliación del muestreo que se produce en
Vergüenza ‘The Return’ añade al histograma que recopilaba los datos facilitados por la pareja formada por Jesús (
Javier Gutiérrez) y Nuria (Malena Alterio), los de Ramón (Pol López) y Vanessa (Teresa Cuesta) y los de Andrea (Marta Nieto) y Guillermo (Javier Zatarain). Tres matrimonios coincidentes en edad, cuyos hijos comparten colegio, pero con diferencias en los saldos de sus cuentas bancarias.
Echémosle un vistazo a este trío de cónyuges. Jesús y Nuria adoptan a Yussuf (Janik Nguenkan) en Adís Abeba y, simultáneamente, tienen a Julia cuando pensaban que no podían concebir. Viven en un piso que paga Carlos (
Miguel Rellán), el padre de Nuria, al que además le deben los 10.000 euros que les adelantó para la adopción. Jesús apenas encuentra trabajos como fotógrafo publicitario y Nuria se incorpora rápidamente a su puesto de dependienta en una ortopedia, no se sabe si para paliar la escasez de ingresos, para romper con las rutinas de una crianza que gestiona en exclusividad o para darle sentido a una vida sin alicientes (y sin sexo).
Ramón está en el paro, pero trabaja en un taller mecánico y busca ganancias alternativas montando trapicheos con un grado de elaboración similar al del diseño de una etiqueta de Hacendado. Consume cocaína, es racista y machista (siempre de broma) y está casado con Vanessa, que le sigue la corriente y replica sus impertinencias sin rubor alguno.
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Álvaro Fernández Armero y Juan Cavestany han presentado la segunda temporada de
Vergüenza[/caption]
Andrea y Guillermo son el paradigma del matrimonio 2.0. Ella es como la
world music hecha mujer: porta a su bebé a lo african style (con kanga o kitenge), da clases de yoga, saluda en sánscrito y practica natación. Su marido toca la guitarra y sabe cantar, lleva sarong, nada desnudo y habla con su hijo mayor en inglés (mamá también). Además, tienen una casa preciosa en Mallorca y los dos son amables y atractivos, ella tiene un tipo estupendo y luce sus pechos sin rubor y él tiene un falo que no alumbra Alejandría pero que podría tocar las costas egipcias desde la playa de Sa Coma.
Descritos de ese modo,
puede resultar engañosamente sencillo señalar a una de las tres parejas como probable votante de un partido de derechas (modelo águila o modelo halcón, según convenga). Al fin y al cabo, antes de los comicios andaluces, en España la derecha radical populista en la estela de Marine Le Pen era un problema minúsculo. 400.000 votos después, lo que era un asunto residual pasó a ser una epidemia que amenaza con romper determinados conceptos básicos para el funcionamiento democrático de un estado (repasen los programas electorales y deseen ser hombres blancos heterosexuales de clase media-alta). Así que puede que los importadores de la fe de Orban y Salvini fueran cuatro iluminados, pero su mensaje xenófobo, retrógrado y antieuropeísta, se ha extendido entre sectores de la población que nadie pensaba que podrían terminar colgándose un cuadro del caballo de Abascal en la pared del salón. Pero, ¿por qué?
En
Vergüenza, Ramón “como os ponéis las mujeres cuando tenéis la regla” podría votar a Vox. Pero ¿y el resto? Hay una constante que se repite a lo largo de esta temporada y que podría resumirse en esa coletilla que Jesús emplea continuamente: “lo que yo decía”. Lo que yo decía es, justamente, la síntesis de un lenguaje elusivo empleado para no decir jamás lo que uno piensa, para no llamar a las cosas por su nombre: para decir siempre lo que el otro quiere oír, aunque sea exactamente lo contrario de lo que acabas de decir.
Se trata de ocultar los pensamientos (¿las ideologías?) o de tergiversarlos en función del interlocutor, lo que da lugar a vacilaciones continuas cuando el emisor no domina el código o cuando no conoce las intenciones del receptor. Vayamos a ejemplos concretos: Jesús ha adoptado un hijo negro, pero piensa continuamente en ‘devolverlo’ cuando no se adapta a las expectativas fijadas. Sus reacciones son puramente (¿instintivamente?) egoístas: podría retornar a Yussuf a Etiopía, lo mismo que está dispuesto a estafar al seguro o ‘quitarle’ el trabajo de director a su ‘amigo’ Óscar (Vito Sanz), tema en el que entraremos más adelante. El interés personal, la eliminación de la competencia, los complejos y el arribismo casan a la perfección con un mensaje que lo único que busca es categorizar a los otros y, a partir de ahí, establecer límites (limitarlos). Uno de los puntos clave en
Vergüenza es que no hay condescendencia con personajes como el de Jesús, al que se ridiculiza hasta extremos casi insoportables. Y es que es alguien al que podemos seguir definiendo como “una mezcla a partes iguales de maldad y supina estupidez”, un tipo “inútil, machista y xenófobo que trata de mantener el control de todo y de todos tergiversando la realidad”. El desnudo frontal, convenientemente contextualizado, de un Javier Gutiérrez que se entrega en cuerpo y alma sintetiza todos estos defectos.
Nuria, aparentemente más noble, también repite esos patrones de conducta basados en la envidia. Copia constantemente a la que deífica como su modelo de éxito (Andrea) y lo hace siempre desde el desconocimiento. Hay un negacionismo continuado de la propia realidad (empezando por la edad) y un grado extremo de confusión existencial (no sabe si su padre es o no homosexual, lo que repercute en su propia identidad), de ausencia de referentes que la llevan a la imitar de manera acrítica lo que tiene más a mano (intenten pensar esto en clave política, en Salvini y en Abascal, en los gemelos Casado-Rivera y en Macron… parece que vivamos entre los replicantes de
Blade Runner y los extraterrestres de
Están vivos).
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Javier Gutiérrez, Janik Nguenkan y Malena Alterio en un momento de la serie. Foto: Tamara Arranz[/caption]
Con todo, para quien esto firma, el gesto más significativo de la temporada lo protagoniza Carlos, interpretado por un monumental Miguel Rellán. Estamos ante alguien que, según sus propias palabras, puso en juego su matrimonio por no querer ingresar a su madre en una residencia de ancianos y que, sin embargo, terminará encasquetándole la abuela a su hija y a su yerno como pago por el dinero que les prestó para adoptar a su hijo, dinero que estos no pueden devolverle. Tal vez sea esta la mayor muestra de ese individualismo exacerbado que rige una sociedad cada vez más ingrata, que desprecia valores como la solidaridad y que lo sacrificaría todo para garantizar un bienestar intransferible y cortoplacista.
Lo que hace Carlos es sacarse un falso problema de encima y pasárselo a otros (¿les suena?).
El resto de los matrimonios a los que antes hacíamos alusión tampoco quedan bien parados. Ramón se mete rayas sobre la pantalla del móvil en la que aparece la foto de su hijo, que es lo que más quiere en este mundo. Su aparente incultura no le hace desconocedor del género picaresco, así que elucubra estafas o incita al hurto en supermercados. Es un tipo tan odioso como astuto, capaz de generar simpatías en aquellos de los que puede sacar provecho, ya sea un beneficio económico tras engañar a una compañía aseguradora o unas vacaciones pagadas. Primero yo, después yo y, en tercer lugar -a ver si lo aciertan-, de nuevo yo.
Y de ahí, saltamos a esa pareja ideal,
trendy y que lo tiene todo, aunque los directores se cuidan mucho de mostrarlos como modelo a seguir. Andrea y Guillermo son tolerantes. Guillermo tolera los desmanes de Ramón, practica una ignorancia selectiva puesto que sus acciones no le afectan y, como dice textualmente, no se ofende. Eso sí, cuando va a los partidos de fútbol le importa poco o nada lo que haga el equipo en el que juega su hijo; de hecho, los encuentros se reducen a ver qué hace su chiquitín, como si el resto de los niños fueran meros elementos decorativos dispuestos sobre el campo. Andrea es otra de esas personas a las que todo les parece bien, hasta que algo supera los límites de la propiedad privada física o emocional: las cosas fluyen, pero es mejor que Jesús no venga a Mallorca porque no encajaría e igual se sentiría mal (de nuevo, ese desplazamiento de la carga de responsabilidad en el lenguaje, ese “no es por mí, es por ti”). De hecho,
el sexto capítulo es el colofón a una temporada en la que se crea una especie de pequeña comunidad que termina por desintegrarse porque sus miembros no se soportan, hecho sintomático y extrapolable a una sociedad cada vez más polarizada, falsamente tolerante y dispuesta a excluir todo aquello que engañosamente cree que le estorba (y sí, las elecciones andaluzas valen como muestra).
El gran triunfo de Fernández Armero y Cavestany no radica solo en reflejar cómo esa intransigencia vírica se extiende por acción u omisión (¿abstención?), sino en lograr que el espectador se reconozca en determinados gestos y actitudes, que entienda que nuestro genotipo social es depositario de unos comportamientos que necesitamos desterrar cuanto antes.
Me parece crucial que en Vergüenza no haya personajes positivos y que, sin embargo, eso no impida que nos identifiquemos cuando escuchamos determinadas bromas que hemos oído mil veces y que ahora, tamizadas por los guionistas, adquieren un nuevo significado. Esa labor de resignificación se observa muy claramente en la secuencia de la sodomización fuetil (ahí lo dejo) que termina con ese coito hasta ese momento interrumpido entre Jesús y Nuria. El uso del ‘Concierto para piano número 1’ de Tchaikovski acompañando a gastadísimas metáforas visuales de índole sexual (la flor que se abre, el champán que se descorcha, …) logra una aleación descacharrante al mezclar lo grotesco con lo paródico, de manera que un recurso muy utilizado cobra renovado interés.
El trabajo en exteriores y el equilibro entre los gags episódicos y los arcos dramáticos que atraviesan toda la temporada hacen que el conjunto encuentre una armonía que, por momentos, amenaza con explosionar. El gusto por el alargamiento de situaciones profundamente incómodas -esos segundos de silencio que los directores siempre dejan después de la enésima metedura de pata- puede causar graves problemas de ritmo en los que la serie no cae jamás.
Vergüenza es siniestra de un modo muy peculiar puesto que genera sensaciones de extrañamiento modificando muy ligeramente elementos y/o situaciones cotidianas, bien a través de ese tempo tan particular, bien jugando magistralmente las cartas de la comedia de enredo (ese encuentro en la consulta de la psicóloga en el episodio cinco). De hecho, las fotos de los platos de los restaurantes cutres que hace Jesús son un perfecto ejemplo de lo siniestro: la nueva forma que esas instantáneas presuntamente
arty le dan a las albóndigas o a los calamares hacen que “lo conocido se torne extraño” y eso es algo que puede observarse casi en cada secuencia.
Sucedáneos
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Algunos de los personajes en el rodaje de la serie. Foto: Tamara Arranz[/caption]
Uno de los hilos dramáticos de la segunda entrega de esta producción de Apache Films es la versión low-cost de
El graduado (Mike Nichols, 1967) que Óscar quiere rodar con su madre (María Casal) y Álvaro Cervantes
as himself como protagonistas. Una trama que leída en clave metafórica brinda una lectura sobre la situación del audiovisual contemporáneo, marcada por la precariedad de medios (y de salarios), la proliferación de los
remakes y esa hibridación cine-tv que aquí se establece a partir de la cita de ese clásico de Nichols que hoy en día ‘no se puede rodar’.
Vergüenza parece decirnos que vivimos en la era de los sucedáneos: la nueva versión de la película protagonizada por Dustin Hoffman quiere ser un sustitutivo barato del original; Óscar termina por suplantar al actor protagonista y en la fiesta que Jesús organiza en su casa y a la que invita al reparto, el paté y el vino ‘buenos’ son remplazados por otros dos de peor calidad. Una reflexión sobre el cine desde la televisión -¿acaso no es el reducto en el que se están refugiando numerosos cineastas que ya no pueden hacer cine?- que también permite introducir referencias que, al igual que en la primera temporada, van desde Blake Edwards -ese momento del rodaje en el que se condensa el arranque de
El guateque- a Larry David.
Del co-creador de
Seinfield, Álvaro Fernández Armero y Juan Cavestany aprehenden esa voluntad por forzar continuamente los límites del humor aplicados a la corrección política. Los directores españoles demuestran que romper con ella no implica dar rienda suelta a la intolerancia -el magnífico gag sobre el instinto y el macho alfa del episodio tercero- al igual que
evidencian que la práctica del humor exige un profundo conocimiento de sus mecanismos para así poder fracturar sus límites. Por eso, los chistes a propósito de los homosexuales que aparecen en
Superlópez (
Javier Ruiz Caldera, 2018) pueden resultar ofensivos y todo lo referido a la cuestión racial que aparece en
Vergüenza causa mayor impacto porque pone en jaque nuestras propias actitudes con respecto a esa cuestión. Otro tanto sucede con el feminismo y su uso como arma para defenderse de cualquiera que sea la acusación, aun cuando esta no guarde relación alguna con el movimiento. Me refiero al encontronazo que se produce entre Jesús y la hija de su vecina, a la que riñe porque no quiere apagar la luz a la hora convenida. Para evitar cumplir con lo pactado, la adolescente se escuda en un “déjame ya con tu rollo machista patriarcal”. La gracia está en que, por una parte, el parapeto feminista no viene a cuento, pero, al mismo tiempo, Jesús no puede responder a un ataque verbal que lo señala, acertadamente, como un genuino espécimen heteropatriarcal, por más que la orden que le da a la joven nada tenga que ver con su rancia manera de ser.
En Vergüenza siempre hay más cera de la que arde.
Tal vez por ello, porque esa comicidad corrosiva y molesta esconde infinidad de matices, me ha parecido interesante -puede que a ustedes no- aproximarme a esta serie desde una óptica casi exclusivamente política, más aún en un momento en el que la ultraderecha y el neoliberalismo depredador están en auge. Que la segunda temporada termine con la destrucción de una colectividad compuesta por una unión de egoísmos que devienen irreconciliables nos debería hacer pensar, sin dejar de abochornarnos de risa, en lo que se nos puede venir encima. Aunque, a lo mejor, como mi mujer suele decirme, veo cosas donde no las hay. Pero ¡qué se le va a hacer!, uno siempre creyó en fantasmas y el que se me ha aparecido después del 2-D andaluz me da un miedo de cojones. Y vergüenza. Mucha.