Cojan uno de esos cuadros limpios y realistas de Edward Hopper y superpónganle una lámina con una pintura de Francis Bacon. De la fusión de esos dos universos creativos tan distintos se nutre la obra de David Lynch que en Twin Peaks: The Return, alcanza su cénit. Esa dualidad pictórica -que no es exclusiva; el director de Corazón salvaje maneja unas cuantas referencias más- se hace extensible a todas las ramas del arte. Las creaciones de Lynch viven siempre en tensión, como si dos cosmovisiones opuestas tirarán de los extremos de una cuerda y de la vibración resultante surgiera algo ignoto. En Twin Peaks todo es mestizaje porque para el autor de Missoula ya hace tiempo que no existen las fronteras. Aquí, como en Carretera Perdida (1997) y ya antes en Terciopelo Azul (1986), el clasicismo cinematográfico de El hombre elefante (1980) o de The Straight Story (1999) convive con el experimentalismo radical de Cabeza Borradora (1977), las canciones de The Platters con las de Nine Inch Nails, la cita a Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) con los guiños al cine de Quentin Tarantino, representado por esa pareja de sicarios formada por Tim Roth (Reservoir Dogs, Pulp Fiction) y Jennifer Jason Leigh (The Hateful Eight)… Pero como a veces es mejor ver las cosas que aburrir con tanta enumeración, DADLE AL PLAY.
El ¿final? de Twin Peaks es un compendio de todos los motivos que pueblan la obra lynchiana (no me cansaré de recomendar el documental David Lynch: The Art Life de Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm). Ahí están sus tics visuales: las líneas amarillas de la carretera, los escenarios, la electricidad, las estampas asociadas al estilo de vida americano (gasolineras, cafeterías, etc.)… La hibridación genérica: menos soap opera que las dos entregas precedentes (aunque no dejemos de preguntarnos por la descendencia que el Cooper malvado puede haber dejado y por el devenir de las relaciones sentimentales de los personajes) y más procedimental mezclado con investigaciones de corte paranormal, todo aliñado con toques de comedia surrealista, slapstick y grand guignol, sin olvidarnos del cine experimental o de la instalación (¿qué es sino esa urna de cristal vacía que se contempla y se graba sin que en ella pase nada… hasta que pasa?). Pero también los conciertos, las supersticiones numerológicas o la fascinación por las mujeres.
Aunque, de todo ello, lo más interesante para quien esto escribe es el gran conflicto que esta serie en particular y la obra de Lynch en general, representan: la lucha entre el cine y la televisión como medios para contar historias (el storytelling) y el agotamiento del relato, una idea que el realizador estadounidense expuso de manera brillante en Inland Empire (2006) y que, aquí, de nuevo, toma cuerpo. Tal y como señala el crítico Sergi Sánchez “lo que hace la nueva Twin Peaks es pegar un puñetazo en la mesa para demostrar que las servidumbres narrativas de la serialidad limitan a una televisión que se proyectará hacia el futuro siempre que sepa liberarse” de ellas.
Detengámonos un poco para tratar de desbrozar este berenjenal. Centrémonos en los episodios que van del 14 al 17. En cada uno de ellos hay, al menos, un instante que será difícilmente olvidable: la aparición de Monica Bellucci con esa frase que podría utilizarse para promocionar la salida del DVD (“We are like the dreamer who dreams, and then lives inside the dream. But who is the dreamer?”), la culminación del romance entre Ed (Everett McGill) y Norma (Peggy Lipton) al ritmo del ‘I’ve been loving you too long’ de Otis Redding, la despedida que Lynch le brinda a un personaje icónico (The Lady Log) y a una actriz (Catherine Coulson) que dice que se muere en la ficción cuando también se muere en la realidad (“The wind is moaning. I’m dying”), David Bowie resucitado en forma de tetera humeante y, por encima de todos ellos, el regreso de Cooper (Kyle Maclachlan) al lugar y al momento en el que todo empezó para evitar la tragedia, para salvar a Laura Palmer (Sheryl Lee), para impedir Twin Peaks (quédense con esto, enseguida volvemos a ello).
Toda esta sucesión de grandes momentos sería anecdótica si detrás no hubiera un aparataje formal apabullante al que es imposible resistirse. Al fin y al cabo lo que aquí propone Lynch no es otra cosa que la posibilidad que brinda la ficción a un autor para intervenir sobre su obra previa. Mediante el uso del color, las superposiciones y la invocación del Laura Palmer’s Theme de Angelo Badalamenti, Lynch repara la serie, la reinicia salvando a la víctima que detona el relato en un gesto que la aproxima tanto a Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985) como a Malditos bastardos (Quentin Tarantino, 2009) e incluso a Doctor Who (VV.AA., 1963-?). Un viaje en el tiempo para arreglar un pasado traumático que adquiere dimensiones metalingüísticas, puesto que, si nadie mató a Laura Palmer no hay ninguna historia que contar. Si Tarantino utilizó el cine para cambiar la Historia matando a Hitler, Lynch emplea la televisión para poner en jaque el concepto mismo de narración, dinamita tanto el modelo audiovisual dominante impuesto por el cine clásico como el concepto mismo de ficción serial… aunque no renuncie por completo a ellos. Resulta revelador que Cooper inicie el proceso de recuperación de su identidad mientras ve El crepúsculo de los dios/Sunset Boulevard en televisión justo cuando Cecil B. DeMille himself pronuncia el nombre de Gordon Cole. Acto seguido procederá a su voluntaria electrocución, volverá a ser él mismo y podrá acceder de nuevo a ese universo paralelo con gigantes y habitaciones rojas. Del cine clásico, visto en televisión, al territorio experimental.
Si queréis profundizar en esta idea, echadle los dos ojos y ponedle las dos orejas a este análisis del famoso episodio octavo elaborado por Aarón Rodríguez Serrano. No os dejéis asustar por la terminología estructuralista. Es brillante y creo que se suma a lo que aquí se pretende explicar.
Derivas
Es cierto que esa escritura en los márgenes, integrada en el seno del proceso creativo de un realizador al que se le ha dado carta blanca para hacer lo que desee, se presta a numerosas derivas que no siempre terminan de convencer. Toda la temporada está llena de fugas (¿qué sucedió con el incidente Nueva York?), de personajes con anorexia dramática (la agente Tammy Preston que interpreta Chrysta Bell) y de limbos narrativos (¿en qué plano de la existencia esta Audrey Horne (Sherilyn Fenn), en coma cuando terminó la segunda entrega?). Pero, sobre todo, deja en manos de la audiencia –y no de un espectador cualquiera, sino de alguien entregado, con tiempo y ganas para unir los puntos- multitud de señales que necesitan ser (per)seguidas para leer mejor esta teleserie seminal. Solo un ejemplo: en la parte 18, Dale Cooper y Diane (Laura Dern) viajan por el espacio tiempo desde un punto indeterminado en la carretera hasta Odessa. Tras pasar la noche en un motel y hacer el amor al son de ‘My Prayer’ (que también suena en el episodio 8), Cooper se levanta solo en la cama. Tiene una nota en la mesita. Su nombre ya no es Dale si no Richard, y Diane se despide de él para siempre firmando como Linda. En la primera escena de la temporada –justo después de los créditos- el Gigante le dice a Cooper: “Remember 430. Richard and Linda. Two birds in one Stone”. Ahora denle vueltas… (Como esta hay unas cuantas).
You’ve gone soft in your old age…
Pero volvamos a esa parte 17. Todo podría haber terminado, casi felizmente, en ese momento, con el bueno de Coop habiendo recuperado su identidad y su lugar en el mundo –de eso va, sobre todo, The Return- volviendo al pasado para salvar a Laura. Con su doppelganger muerto y desintegrado. Con Ed y Norma, por fin, juntos. Con Diane rediviva. Pero tal y como canta Julie Cruise, ‘The world spins’ y Lynch, uno tiene la tentación de decir que casi a la manera de Borges, prefiere las composiciones en espiral a las circulares (ojo, que hasta proporciona un final alternativo, con Cooper heredando la vida de Dougie Jones). Así que en lugar de acabar la historia donde comenzó, de cerrarla sobre sí misma, la hija de los Palmer se pierde y en el capítulo final vuelven a cruzarse distintos planos de realidad y la madeja aun se enmaraña más. Si algunos creían que Lynch se había vuelto blando con la edad, su alter ego Gordon Cole les da la respuesta: “no donde importa, amigo”. Y, aquí, en la última parte, cuando el espectador se siente reconfortado, en paz con una serie que parece haber ajustado cuentas con el pasado y proporcionado cierto grado de tranquilidad, todo vuelve a estallar. La pérdida de Laura supone el inicio de una nueva búsqueda, de un nuevo misterio por resolver, que, en este caso, no es un asesinato sino una desaparición (otro de los grandes motivos del noir ese (sub)género tan presente en el corpus lynchiano). Y a Cooper, que ha vuelto para restablecer el equilibrio, no le queda otra que viajar en busca de esa Eurídice extraviada en una dimensión diferente para encontrarla y traerla de vuelta a su lugar de origen. Solo que entonces (o después) ya es tarde. Ya es imposible restituir el orden natural de las cosas porque no solo la historia ha cambiado, también ha cambiado el tiempo (“¿es el futuro o el pasado?”). Justo en ese momento, cuando la doble de Laura (llamada Carrie Paige) no reconoce la casa de los Palmer, cuando parece que ese relato, que hacía solo una hora podía cerrarse satisfactoriamente, está condenado al fracaso; justo ahí, una voz insondable grita el nombre de Laura y ella se reconoce. Su grito, es grito primordial que clausura la serie dejándola abierta, constata que cuando la narración negaba cualquier posibilidad de continuidad, cuando David Lynch ya había expedido el certificado de defunción del relato y lo había envuelto en plástico, un nuevo horizonte repleto de futuros y de pasados se abre. Twin Peaks es infinita. Y (casi nunca) es una broma.