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Figura fundamental de la cultura europea del siglo XX, el italiano Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975) destacó como poeta, novelista, ensayista, articulista y director de cine. Me voy a centrar aquí en su faceta cinematográfica aunque su importante obra ensayística también haga acto de presencia.
Hijo de un capitán del ejército y de una maestra, Pasolini creció en la región de Friuli, al noreste del país, y allí fue donde surgió su profundo amor por la vida campesina y la clase trabajadora. Estos dos elementos, la reivindicación de la tradición propia de los desfavorecidos y su crítica contundente a los abusos del poder frente al sufrimiento de los débiles, marcaron a fondo su obra.
Un cine vivo y colorista, en el que se mezclan de una manera asombrosa el retrato apasionado de la jerga y la espontaneidad casi escatológica de la clase baja italiana con la gran tradición cultural y humanista europea. Esa es la paradoja, y quizá la fuerza de Pasolini. A la vez que conecta el “arte nuevo” del cine con la tradición humanista, cultural y artística del universo grecolatino, revelando al esteta pero también al cineasta intelectual y cultísimo, el director sitúa como protagonistas de esa tradición no a los ricos o a sus odiados “pequeñoburgueses” sino a personajes prácticamente analfabetos muy alejados del estereotipo de la exquisitez. En una entrevista de 1958, él mismo lo expresaba así: “El mundo parecía no uno sino dos, dividido y especialmente dividido en clases sociales. No tuve dudas en tomar la opción: y esa opción por la clase dominada y explotada ha sido pues el hecho que ha influido mayormente en mi fuerza creativa”.
Debuta en el cine Pasolini a una edad ya madura, pues contaba con 39 años, con la soberbia Accattone (1961), película que se inscribe de manera clara en el neorrealismo italiano, del que formaron parte grandes directores como Vittorio de Sica o Rossellini. Situada en los suburbios de Roma, lugares en construcción que el cineasta refleja como “no places” que destruyen y deshumanizan la cultura ancestral popular italiana, el actor Franco Citti, uno de sus grandes musos, interpreta a un proxeneta sin escrúpulos y con pocas luces que destruye todo lo que toca y supone un peligro alarmante para sí mismo como para los demás.
Accattone, un desgraciado en toda regla, es un personaje trágico de estirpe griega, víctima de sí mismo y de una sociedad que ofrece a los suyos sueldos de miseria y jornadas agotadoras. El cineasta consigue lo imposible, que sintamos emoción y afecto por el mayor de los ruines en una película en la que la influencia del arte italiano, quizá el más importante del mundo, comienza a ser notable. Pasolini es el director que hubiera tenido el imperio romano si entonces hubiera existido el cine. Sobre su icónica opera prima, el director ha dicho: “Concebí Accattone en un momento de pesimismo, de desesperación, de descorazonamiento. Transcurre en el tiempo del bienestar neocapitalista pero el problema no está afrontado explícitamente. Queda encarnado y emplastado en la propia vicisitud del protagonista” (Todos estamos en peligro. P.P. Pasolini, Editorial Trotta).
Comunista, el director sitúa la lucha de clases en el centro de su obra primeriza. Quizá Mamma Roma (1962) sea su película más popular y accesible. Siguiendo la estela neorrealista, está protagonizada por una inmensa Ana Magnani en la piel de una prostituta que después de años de dura lucha consigue ahorrar lo suficiente como para comprar un puesto en el mercado de frutas, alquilar un piso en uno de esos barrios de la periferia romana de nueva construcción que conocemos por Accattone y recuperar al hijo, ya adolescente, que tuvieron que cuidar sus abuelos mientras ella bregaba por las calles. Desde la primera secuencia de la boda con ese cerdo simbólico hasta las devastadoras últimas imágenes, Mamma Roma supone la cima de un autor que va mucho más allá del discurso político o la dialéctica materialista para conmovernos profundamente con la peripecia de esa mujer valiente a la que la sociedad no quiere perdonar su pasado “deshonroso”. La imagen de Magnani emocionada al ver a su hijo como camarero en un restaurante es uno de los momentos más bellos e importantes del cine del siglo XX.
La cuestión del catolicismo y la religiosidad del cineasta ha hecho correr ríos de tinta. Él mismo decía que era ateo pero reconocía su fascinación por la religión y la simbología cristiana, que marca a fondo su obra. Pasolini es el más trascendente de los ateos y pocos directores han abordado desde perspectivas tan profundas el asunto. En 1964 rueda El evangelio según San Mateo, por considerar que es el más “revolucionario” de los evangelios, y nos conmociona con una película sobre la figura de Jesús en la que se retratan sus “grandes momentos” (de la matanza de niños de Herodes pasando por la bronca en el templo de los mercaderes hasta el monte de los Olivos). Se trata este de un filme en el que al mismo tiempo va al grano y logra una extraña trascendencia. El Jesús del director es un hombre más enfadado y luchador que un santón, un tipo que se pasea por Galilea despotricando sobre la sociedad de su tiempo y acusando a los hombres y mujeres que se encuentra a su paso de hipócritas, codiciosos y egoístas.
Un poco antes, en 1963, el cineasta se encarga de uno de los capítulos de la película colectiva Ro.Go.Pa.G., junto a Godard y Rossellini, y allí vuelve a abordar el cristianismo desde una perspectiva moderna para hacerse una pregunta crucial: “¿Es posible ser cristiano en un capitalismo feroz?”. Pasolini ambienta su episodio, titulado La Ricotta, en un rodaje de una falsa película de Orson Welles sobre el martirio de Cristo. Por una parte, la insalvable contradicción entre el despliegue técnico apabullante del cine para reflejar un momento de una trascendencia como la crucifixión. Por la otra, la figura de un vagabundo que participa como extra en la película al que todo el mundo maltrata, sirve como contrapunto al mensaje de caridad del profeta.
A él le gusta más el mundo antiguo que el mundo nuevo. Su cine supone una crítica demoledora a una modernidad “pequeño burguesa” que destruye las microculturas. Es un artista que da la sensación de sentirse más cómodo en el pasado, que retrata como brutal y salvaje pero también lleno de nervio y de personalidad, que en un “desarrollo” (la palabra es suya) que frivoliza y lo banaliza todo para entregarse a los brazos de la nueva religión del “hedonismo”. En 1964 dice en unas entrevista mostrando una vez más al visionario: “Lo que se dibuja ante mis ojos es un futuro trágico. Un futuro hecho de hombres reducidos a autómatas deshumanizados en la sociedad neocapitalista” (Todos estamos en peligro. P.P. Pasolini, Editorial Trotta). La crítica radical a esa modernidad consumista y amoral se convierte en objeto de sus ataques una y otra vez. En 1974, escribe: “El totalitarismo del capitalismo es peor que el viejo poder (…) El Poder ha decidido que somos todos iguales. El afán de consumo es un afán de obediencia a una orden no pronunciada. El Italia todos sienten ese afán degradante de ser igual a los demás”. (P.P. Pasolini,. Escritos corsarios. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo).
Edipo Rey (1967) y Medea (1969) son las dos adaptaciones fílmicas del maestro de los clásicos griegos. Suponen una cumbre en la estética de un director que renuncia por completo a la perfección técnica y al preciosismo para crear un cine deliberadamente feo y “mal hecho” en el que la imagen se desenfoca y los movimientos de cámara pueden ser bruscos y en el que los pobres, desdentados, con aspecto de patanes, se convierten en objeto de belleza suprema. Como en El Evangelio de San Mateo, el pasado de Pasolini no es un lugar estático y aburrido sino que está lleno de pasión y de sangre. Edipo Rey, con Franco Citti como protagonista, es una desgarradora adaptación en la que el desdichado monarca se convierte en el summum de lo trágico. En esos escenarios escarpados y semidesérticos que le gustaban, el artista nos muestra su faceta más profunda y carnal en una película que afecta al subconsciente. La historia de Medea, la reina “extranjera” repudiada por sus súbditos nos habla de la intolerancia con el otro, del choque entre un pueblo que se pretende civilizado y otro irracional pero más auténtico. Es también, o sobre todo, una historia sobre la pasión amorosa de una mujer profundamente enamorada. El final, espantoso, nunca se olvida con esa capacidad de los clásicos griegos para dirigirse a las entrañas.
Teorema (1967) fue uno de los grandes éxitos comerciales del director. Por primera vez, el cineasta ambienta su película en un ambiente burgués, una rica familia industrial del norte de Italia cuya vida vacía basada en convencionalismos y falsedades se derrumba cuando aparece un jovencito y atractivo Terence Stamp que los seduce a todos. Brilla una faceta de Pasolini que se haría muy célebre en todo el mundo y contribuiría en buena manera a su fama de “enfant terrible” del cine europeo, el director provocador y polemista que desafía la moral sexual con unas películas en las que el deseo se convierte en motor fundamental. En Teorema aparece también la homosexualidad, algo revolucionario en la época. Esa idea de la perversión alcanzó su cénit con Saló o los 120 días de Sodoma (1975), un retrato crudísimo de la dominación nazi en Italia en la que todas las variedades sexuales, algunas sumamente violentas, están representadas.
El sexo vuelve a ser protagonista en la llamada “trilogía de la vida”, en la que el cineasta adapta tres grandes clásicos de la literatura europea: El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y unas noches (1974). Una vez más, el pasado de Pasolini nos sorprende por su naturalismo y su fuerza. Rueda sus películas como si estuviera en ese tiempo y a la vez no puede evitar una cierta idealización como si nos quisiera decir que en medio del caos y la violencia también brilla una suerte de pureza que la modernidad ha plastificado. Son adaptaciones que huyen por completo de la idea de “alta cultura” en las que los personajes se comportan de manera grosera y bufa en una celebración de la espontaneidad escatológica de las clases populares frente a la exquisitez hipócrita y puritana de los ricos.
Pasolini, como es sabido, fue asesinado de manera brutal y espantosa un verano de hace 43 años por un jovencito con el que intentaba ligar llamado Pino Pelosi que cumplió condena por ello. Sujeto a miles de teorías conspiranoicas, la realidad es que nadie sabe quién mató y por qué al cineasta aunque su carácter libre y contestatario le granjeó tantos admiradores como detractores. Allí murió el artista y nació el mito. Pero esa es otra historia.