Desde las primeras horas de la FIL, incluso antes de la inauguración de la misma, corrió por todos los rincones de la literatura mexicana, y por todos los ámbitos del recinto ferial, la mala noticia: la escritora Almudena Grandes, amiga de México y de la FIL de Guadalajara, había muerto en Madrid, España, víctima del cáncer. Había luchado contra el bicho como lo que realmente era, una leona invencible y sin miedo, pero al final había caído derrotada por esa maldición que persigue sin distinción a los seres más vivos del universo. Almudena Grandes hacía honor a su apellido. Era grande por su grandeza de espíritu y por su honestidad a la hora de decidir, según sus criterios e ideas, cada uno de sus actos. Escritora galdosiana, Grandes siguió siempre la estela del escritor de los Episodios Nacionales y consiguió ser, como Galdós en su momento, una escritora profesional. Es decir, una escritora que vivía de lo que escribía, que escribía además para vivir y que escribía no lo que le marcaba y demandaba el mercado, en cuya tentación nunca cayó, sino lo que ella libremente decidía escribir. Desde Las edades de Lulú hasta el final de su vida.
Enrique Murillo, editor, escritor e ilustrado personaje, cuenta en su homenaje póstumo a Almudena Grandes que un día, y por orden y en nombre de la Editorial Planeta, se acercó a ella para convencerla de que "saltara" hacia esa editorial y abandonara Tusquets, su casa de toda la vida. Confiesa Murillo que le ofreció, en nombre de Planeta, mucho dinero, lo que sin duda para cualquier tipo de escritor era y sigue siendo una de las grandes tentaciones comerciales y editoriales de nuestro mundo hispano. La novelista se negó amablemente. "Tengo una casa en Madrid y un molino no muy lejos de la capital. Con eso me basta", le contestó al agente de Planeta. Murillo lo cuenta con honestidad, tal como fue la entrevista. Y Almudena contestó con la misma honestidad, la misma fuerza de leona que se sabe reina en una selva de tantos animales hambrientos como es el mundo literario y editorial, en España, en América y en el mundo entero.
Esta anécdota cumple medida imagen de quién era realmente realmente Almudena Grandes, al margen de sus triunfos literarios y dentro mismo de su propio corazón: la fidelidad a sus principios y a su memoria era para ella lo primero, el cimiento sobre el que fue edificando con lentitud y eficiencia su vida y su obra literaria. Fue, además, y ahí está su bibliografía, una incansable escritora que no se detuvo nunca ante el espejo a mirarse las medallas que sus libros le iban colgando sobre su cuerpo, sino que siguió adelante con un sentido de la responsabilidad y de la ética que le llevaron a la cumbre y a estar en la conversación de la gente como un ser cercano y amado por todos.
Recuerdo su voz de fumadora empedernida, su voz y sus palabras; recuerdo su sonrisa de cuando era casi una niña, una joven escritora arriesgada y valiente que había surgido casi de la nada para transformarse en grande de la literatura y, como digo, en conversación de la gente y de los lectores que nunca le discutieron sus virtudes y su compromiso.
En la FIL fue una conmoción inmensa la mala noticia de su fallecimiento. En México, en pequeños círculos literarios y cercanos a ella y a su marido, el poeta y amigo Luis García Montero, se sabía de la gravedad y de su lucha contra la enfermedad; algunos sabían, sabíamos, de sus operaciones quirúrgicas, de su batalla contra el mal implacable, de su fuerza de voluntad tras cada ingreso y cada salida del hospital. Un día, conté ante algunos amigos, que la había visto no más lejos de hacía un mes, en la terraza del Café Gijón almorzando con unos amigos. Había adelgazado mucho y los vestigios de la enfermedad eran visibles en su rostro y en su cuerpo. Y en sus gestos: un deje de tristeza contenida recorría su cara siempre tan llena de sonrisas. Pero también era evidente su fortaleza y unas ganas de vivir que no podía ocultar a cada golpe de su respiración.
Alguien contó, en un corrillo de escritores durante una múltiple conversación sobre Almudena, su vida y su obra, que uno de sus últimos deseos fue pedirle a los médicos que le quitaran los sedantes para poderse despedir de los suyos como era debido, como ella quería, lúcida como siempre, y con la vida que le quedaba. Decía quien hablaba, un amigo de Almudena y del poeta García Montero, que así había sido y que se había ido con toda la lucidez de siempre en la cabeza.
Fue, en fin, una conmoción inmensa, terrible, definitiva. Y una inmensa oración por su recuerdo flotó durante toda la FIL en Guadalajara, México, en la voz y el silencio de todos los escritores que estábamos allí, que la conocimos y la queríamos, que habíamos sido sus lectores más o menos cercanos y sus amigos más o menos cómplices.
Ahora he pensado en Luis García Montero, he pensado en sus hijas, he vuelto a pensar en ella y en el vacío que deja: el hueco enorme de una escritora que quiso vivir según su ideología y que luchó, con todas las palabras a su alcance, por creer y hacer creer que un mundo mucho mejor que el que abandonó es todavía posible.