El refugio más bello del mundo es el laberinto del bosque: la poesía. Hoy, miles de farsantes e indocumentados juegan a ser poetas en las redes sociales. Ahí cuelgan los "productos" de su falta de inteligencia y su indocumentación. Pasan por poetas, fungen de poetas: son cenizas.
De vez en cuando, algún poeta de verdad juega a entrar en el laberinto del bosque y escribe un libro de poemas y lo da a la imprenta y lo pone en manos de los lectores, pocos pero bien avenidos, a los que ese laberinto terminado y perfecto, donde los árboles dejan ver el bosque, les exige la complicidad del informado, del entendido, de quien ya ha recorrido los suficientes territorios humanos para saber a simple vista si está leyendo el poema de un poeta o está perdiendo el tiempo con el poema de un farsante. Lasciate ogni speranza, absténganse profanos e iletrados, olviden el bosque y el laberinto, dejen atrás la ilusión de farsantes que los ha guiado hasta la puerta del misterio.
He leído con fruición creciente, y con la complicidad y el respeto debidos, Silva rerum, de un poeta de verdad: Federico J. Silva. No hay lugar más hermoso en el mundo que la poesía y Silva, el poeta, lo sabe. El poema en Silva es, cada uno de ellos, una melodía y en cada nota de esa misma melodía hay una referencia cultural, trampa y señal para seguir adelante en la lectura, en la complicidad. Aquí el mundo musical, el ritmo, el tempo medido del toreo en medio del albero, solo ante el toro necesario de la poesía. El laberinto de la selva es una prueba: entrar equivale a esforzarse hasta la extenuación en un puzzle lleno de nombres y luminarias, guiños y más que eso que aluden a poetas indiscutibles, desde Quevedo y su sarcasmo enmascarado en el humor hasta Góngora y más allá, en el juego difícil y siempre peligroso del malabarismo verbal. En Silva rerum hay poesía por todos lados. Cada poema es un árbol del laberinto del bosque y Federico J. Silva, como los leones mitológicos del Serengueti, nunca abandonará ese territorio sagrado del laberinto poético en el que brillan, en esquinas repentinas, esas referencias también mitológicas que claman a una nueva reflexión del mito en la poesía. Eros y Thanatos, amor y deseo, en tensión cuya constancia es el empecinamiento del elegido, el cómplice lector que entra en el Olimpo a reconocer la eternidad. Cada poema de Silva rerum lleva dentro el mapa de un tesoro, una guitarra lenta o un verso escogido del hombre que se paseó hace unos años por Oviedo vestido de gris con un sombrero negro para el frío y la costumbre: Clapton y Cohen colgando de una palabra exacta en su lugar exacto para seguir adentrándonos en el afilado camino donde se bifurcan una y otra vez nombres que hay que descubrir en la intertextualidad más culta y fina.
Mandé pedir al poeta su libro Silva rerum con la ansiedad del lector cansado de mediocridades novedosas y supuestos poemas escritos por farsantes que se dicen poetas porque creen que escriben poemas. Lasciate ogni speranza. El trabajo inicial de Felipe García Landin es un prodigio de profunda claridad, un texto lleno de luz que alumbra la próxima lectura del poema de Silva. El poeta aquí y siempre desprecia esa mediocridad superficial del farsante. Su seña de identidad es la íntegra necesidad de la verdad poética, la que enlaza con toda la poesía del universo, ese lugar eterno donde la luz se esparce sobre las palabras y el mago juega a hipnotizar al lector. Federico J. Silva lo logra. Consigue la distancia de respeto necesaria entre el poeta y su lector (al fin y al cabo, allá cada lector con cada uno de los poemas que lee) y exige la complicidad necesaria para entrar en la poesía, en Horacio o en Octavio Paz, que una vez en el desierto de Serengueti buscaba las cuatro palabras necesarias, iba y venía por la nada sin encontrarlas. Y, entonces, gritó a los cuatro vientos del silencio: "¡Chillen, putas!". Putas, pues, las palabras cuando el poeta convertido en animal de fondo las busca y no las encuentra. Y aquí, en Silva rerum, el poeta Ángel González al final del túnel del poema, como una luz el poeta, un candil en la oscuridad, un tañido amable del instrumento musical más extraño, como si fuera Malcolm Lowry tocando el ukelele. Ahí, el poeta de verdad, atado al palo mayor del barco en plena tormenta buscando la palabra exacta el león sin salir de la Serengueti. Gozada máxima la lectura lenta, a golpe de guitarra flamenca, de Silva rerum, una esperanza no adscrita a ninguna de las geografías en las que se apoyan para brillar el poeta farsante y el ladrón que no sabe, el poeta de las redes sociales. El poema merece otro respeto y su única ubicación posible está en el laberinto del bosque, en una lengua siempre nueva que sólo deben entender los entendidos, que sólo deben reconocer los elegidos como lectores de poesía. Quienes distinguen entre el amor y el deseo y conocen el exacto momento en el que se funden, entre el hielo y el sol, las palabras poéticas, ínsulas extrañas y aristocráticas en medio de tanta bazofia municipal y espesa.