En la edad de oro del cubismo
A la izquierda, Picasso: Frutero y guitarra, 1919. Museo picasso, París. En el centro, Brancusi: El primer grito, 1914. A la derecha, Csáky: Composición cubista-conos y esferas, 1919
El impacto que causa ver reunidas treinta esculturas fundamentales de la edad de oro cubista, capaces de reivindicar la grandeza de la obra de arte, hace de esta exposición un acontecimiento. No se trata de una exposición "de nómina", sino de un ejercicio intelectual de primer rango, que reflexiona sobre un tema poco habitual en el circuito expositivo internacional: Las formas del cubismo. Escultura 1909-1919, y oferta una ocasión singular de potenciar la sensibilidad visual a través de esta sucesión concentrada de obras maestras, verdaderos universos artísticos en su individualidad. Se impone, de entrada, la sorpresa ante lo logrado, con préstamos tan numerosos y difíciles, tratándose de obras de semejante magnitud, y muchas de ellas de una fragilidad entrañable.José Francisco Yvars, su comisario, ha realizado el proyecto asumiendo como punto de partida el hecho de que la definición y los límites del cubismo son evasivos, no resultando tampoco fácil de determinar la evolución de esta escultura. Así, el recorrido se inicia con la Cabeza de mujer (Fernande), de 1909, de Picasso, arquetipo de la plástica cubista por su carácter constructivo fundado en la dinámica de planos sobre volúmenes; pero inmediatamente se enfrentan a ella otras dos testas formidables, las de Mademoiselle Pogany y El primer grito, de Brancusi, las cuales, aún declarando sus débitos a la escultura africana, pertenecen al cubismo por esa vía tan diferente y sutil, consistente en su peculiar, estilizado y geométrico tratamiento de la figura, aceptación en la que la muestra insiste incluyendo otras propuestas, como los bronces majestuosos de la Cabeza de Baudelaire y Maggy, de Duchamp-Villon, y el bloque de arenisca, tan prieto y primitivista, del Hombre acurrucado, de Derain, que se exhibe dialogante con la Mujer con gato, alabastro de Archipenko, cargado de referentes aztecas. Esta amplitud del concepto cubista plantea asimismo singularidades, si es que no contradicciones, al relacionarse con aspectos técnicos. Por ejemplo: las obras citadas, siendo formalmente radicales, vanguardistas, resultan conservadoras en sus técnicas, pues son yesos modelados a la manera tradicional y fundidos en bronce, o tallas en piedra. Sin embargo, junto a ellas mismas se disponen esculturas-objeto y ensamblajes de facturación tan rupturista como Botella de ron, de Laurens, y Violín y botella en una mesa y Frutero y guitarra, de Picasso, piezas de una fantasía y de una frescura estimulantes, realizadas en cartón, tablillas, cordel, trozos de lienzo y clavos, tratados con carboncillo y policromía.
Pese a sus diferencias de forma, volumen, materia y técnica, el conjunto mantiene el denominador común de romper con el concepto tradicional de escultura, haciéndola pasar de arte de la representación a práctica de la conceptualización, y a obra autónoma, dotada de estructuraciones formales y espaciales muy complejas, en las que la experimentación se completa con la poesía de los números mágicos, los signos secretos, la penetración mística y la transmutación espiritual de la forma. Toda la exposición responde a un pensamiento y a una urgencia expresiva: la defensa de la escultura como "el arte de plasmar la realidad de las ideas de la forma más palpable posible" (Gaudier-Brzeska), y la opinión de que el escultor moderno "se enfrenta y desafía a la Naturaleza; produce ídolos y estatuas para demostrar su fuerza personal y su existencia; no desea otra cosa que su propia autoexpresión" (Csáky). Esta concepción se manifiesta en los escultores de París (Picasso, Derain, Lipchitz, Archipenko, Zadkine, Laurens y Duchamp-Villon ), y en los de la otra capital del cubismo, Praga, constituyendo otra de las novedades de la muestra el presentar conjuntamente a los grandes checos Csáky, Gutfreund y Filla, sin que falten cubistas "periféricos" de la excelencia de Gaudier-Brzeska, activo sobre todo en Inglaterra, y del argentino Pablo Caratella Manes.
El montaje casi transparente de la exposición, diseñado por Juan Ariño, contribuye a la eficacia de esos diálogos y contraposiciones, y, en especial, a la lectura individualizada de muchas obras, facilitando que el recorrido constituya un desarrollo del placer de la mirada sobre esculturas cuya depuración formal y espacial constituye un punto de no retorno en la historia del arte.