Exposiciones

Mil jardines

Santiago Rusiñol

25 julio, 1999 02:00

Torreón de Lozoya. Plaza de San Martín, 5. Segovia. Hasta el 22 de agosto.

Los jardines de Rusiñol no son mera pintura "bonita" o decorativa, sino un esfuerzo tardío por reinventar el espacio del paisaje romántico

En 1895, durante su estancia en Granada, Rusiñol descubrió la vocación del resto de su vida. Desde entonces hasta su muerte, casi cuarenta años después, recorrería toda España (y también Italia) pintando jardines: Aranjuez y La Granja, Gerona y Barcelona, Valencia y Játiva, Mallorca e Ibiza... Esta última etapa de la obra del pintor ha sido desde siempre mal comprendida por la crítica. Hace unas décadas, Gabriel Ferrater veía en los jardines la "catastrófica fórmula" en que se ahogó la pintura de Rusiñol. Según Ferrater, Rusiñol encontró en los jardines el modo de ahorrarse casi todo el trabajo pictórico; ya su modelo era bonito y tristón, "y esto, un poco de gracia triste, es todo lo que Rusiñol pedía al arte". Ante estos cuadros se han multiplicado las acusaciones de conformismo, de amaneramiento, de vana retórica o de simple interés comercial (dado el éxito de público que alcanzaron estas pinturas de jardines). En el fondo, lo que más ha irritado a muchos críticos es la repetición incesante de los mismos motivos y esquemas. Pero la reiteración no siempre es prueba de agotamiento; puede ser el signo de una búsqueda interminable y obsesiva. En todo caso, los jardines de Santiago Rusiñol no son mera pintura "bonita" o decorativa, sino un esfuerzo tardío por reinventar el espacio del paisaje romántico. No nos ofrecen una literatura gastada y trivial, sino una serie de fascinantes laberintos simbólicos.
Esta deliciosa exposición, organizada por la Caixa de Girona y la Caja de Segovia y comisariada por Margarida Casacuberta, reúne veintitantos óleos, así como algunos dibujos a lápiz, carboncillo o pluma y las estampas de la serie "Jardins d’Espanya" (1903). El itinerario nos lleva, en una secuencia aproximadamente cronológica, muy bien jalonada con textos del propio Rusiñol y de otros autores, desde los patios grises de Montmartre, escuálidos jardines urbanos (como ese espléndido "Jardín de invierno", de 1890), hasta los suntuosos parques señoriales abandonados.
Los jardines de Rusiñol son, ante todo, emblemas de la decandencia, de "la vejez de España", como escribía Eduardo Marquina. Los setos desdibujados, las estatuas mutiladas, las aguas detenidas, configuran un ámbito de belleza frágil y casi marchita, amenazada por el desierto que avanza. El propio Rusiñol explica que ha querido explorar los jardines "antes de que acaben de borrarse", por que "los versos escritos en el jardín se van llenando de hierba de prosa, en el áspero terruño de España". "Pero qué agonía más hermosa ¡Qué deshojamiento más espléndido y qué amplia majestad en la caída!" En esta belleza enfermiza, tocada por la muerte, brilla a veces la esperanza de una regeneración: hay entre ellos visiones de un convaleciente (como lo fue, tantas veces, el propio pintor) y, junto a los sauces y los cipreses, los almendros en flor nos sorprenden con una inmensa energía cromática y vital.
Los jardines de Rusiñol son espacios aislados, variaciones sobre el tema tradicional (muy apreciado por decadentes y simbolistas) del "hortus conclusus". Setos y árboles forman una muralla verde en torno, por la cual se filtra apenas la luz y se entreven pedazos de cielo. Para acentuar la sensación de internamiento, una avenida, en enfática perspectiva, nos invita a penetrar en el interior y nos conduce hasta una glorieta o una fuente, hasta un muro o una puerta sellada. En "El embarcadero" de los jardines de Aranjuez, la avenida queda interrumpida por las aguas del canal, pero continúa más allá, como indicando el contraste entre la limitación de nuestros pasos y el alcance de la mirada. Y no sólo nos hallamos confinados; estamos en el fondo del espacio y tenemos que levantar los ojos hacia un horizonte muy alto marcado por los árboles y las montañas. A menudo hay majestuosas escalinatas (como las del jardín de Raixa, donde se exhiben dos pavos reales), que sugieren una ascensión espiritual desde lo profundo.
A veces Rusiñol nos muestra al mismo tiempo la intimidad del jardín, húmeda y umbría, y su contrapunto, el mundo ancho y ajeno. Tras las tapias del maravilloso "Jardín de Can Falç" (1895-1900) con su fuente rizada de ondas y su templete de seto, se levantan las casas de la ciudad bajo un sol cegador. En "El Generalife" (1898), la mirada domina desde la altura a la vez el jardín-atalaya y la vista panorámica del valle. El "Jardín del Pirata" (1901-1902), de sauces espectrales, aparece cercado por un muro circular; pero, más allá de ese muro, en una esquina del cuadro, se divisan el mar, y los veleros en la lejanía, símbolos del viaje y la libertad, que el pintor contempla quizá sin envidia, acaso con cierta nostalgia.