La vida inquieta del arquitecto Miguel Fisac
Este inédito permite adentrarse en la trayectoria de uno de los arquitectos españoles más reconocidos del siglo XX.
28 enero, 2024 01:01Entre el elogio y el maltrato recurrente a su arquitectura, la figura de Miguel Fisac (1913-2006) ha experimentado un reconocimiento contradictorio en las últimas décadas. Tras sufrir en 1999 el derribo de La Pagoda, en 2020 se empeñaron en colorearle los mullidos hormigones de su polideportivo de Getafe, inoportuno aviso de que no basta con que la arquitectura sea buena, sino que necesita explicarse bien para que se aprecien sus virtudes.
Por eso resulta tan de agradecer el rescate de esta breve Autobiografía a cargo de Caniche Editorial: apenas 50 páginas que se completan con un dosier fotográfico, un discurso del arquitecto a modo de epílogo y una breve nota sobre el episodio de La Pagoda. No sólo engordan el texto principal; en cierto modo, lo reinterpretan.
Pese al título, esta no es la vida entera de Fisac. Para empezar, porque el relato se acaba en 1970 y elude hechos tan trascendentales como su relación y ruptura con el Opus Dei o la muerte de su hija Anicka, origen de una de sus mejores obras: Santa Ana de Moratalaz (1965). Lo que pretende el autor es honrar su vocación a partir de una crónica de sus vaivenes profesionales.
El público son esos estudiantes que nunca tuvo, quizá por su franqueza a prueba de bombas. Solo en las primeras páginas ya habla de la incapacidad de sus profesores –“me enseñaron poco, me aburrí bastante”– y hasta de la suya propia: “De verdad –de verdad– nada de lo que he hecho hasta ahora me ha gustado”.
Esa inquietud se erige en el auténtico hilo conductor de lo que sigue. A Fisac le interesaba un qué, la arquitectura humana y enclavada en el paisaje, pero le costó encontrar el cómo hasta que a inicios de los 1950 tuvo una epifanía. La lacónica definición de arquitectura que acuñó por entonces, “un trozo de aire humanizado”, resultó decisiva.
En primer lugar, su énfasis en el habitar restó toda importancia al envoltorio, con lo que pudo deshacerse de cualquier obligación de estilo. Por otro lado, se cuestionaba cómo hacer habitable ese aire. Buena parte de la respuesta de Fisac estuvo en la técnica. Al principio, con cierta amabilidad nórdica –como en el madrileño Instituto Cajal de Microbiología (1956)–, y más tarde en una audaz apuesta por el hormigón, investigación que le ocuparía el resto de su vida.
En el Centro de Estudios Hidrográficos (1963), por ejemplo, la estructura –una viga por segmentos a modo de vértebras o ‘huesos’, como los bautizó– resuelve con poesía el cierre y la iluminación del espacio. La misma lógica se aplica a sus encofrados flexibles.
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Esa manera de construir pretendía dar expresión visual a la naturaleza, primero fluida y después pétrea, del material: su “huella genética”. Algunas de esas obras, posteriores al relato, se recogen en el dosier fotográfico que lo acompaña. Resultan chocantes y hasta feas, pero son, sobre todo, coherentes.
Queda una pregunta en el aire: ¿por qué Fisac cerró su biografía con apenas 57 años? La pista está en su discurso final, de 1994: “He vivido tantos años que suelo decir que he vivido tres siglos, porque son tres paquetes de [treinta] años sin solución de continuidad”.
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Tras la juventud y la madurez, lo que queda fuera es el derrumbamiento de las ilusiones, cuando Fisac comenzó a sospechar que su empeño por hacer una arquitectura humana, y, por tanto, falible, estaba condenado al fracaso. Así nos ha ido desde entonces.