José María García de Paredes y Rafael de La-Hoz: Cámara de Comercio de Córdoba, 1952. Foto: © Juan Pando Barrero / Archivo RLH / Archivo JMGP

José María García de Paredes y Rafael de La-Hoz: Cámara de Comercio de Córdoba, 1952. Foto: © Juan Pando Barrero / Archivo RLH / Archivo JMGP

Arquitectura

José María García de Paredes y Rafael de La-Hoz, dos arquitectos entre el tablero y la vida

La inauguración este miércoles de una exposición en el Museo ICO y la presentación de la Fundación Rafael de La-Hoz celebran los centenarios de dos arquitectos imprescindibles.

2 octubre, 2024 03:16
Inmaculada Maluenda Enrique Encabo

Suele convocarse a los centenarios Rafael de La-Hoz (Madrid, 1924-2000) y José María García de Paredes (Sevilla, 1924-1990) en torno a dos obras comunes y un momento. Las obras, la Cámara de Comercio de Córdoba (1951-1952) y el colegio mayor Aquinas en la Ciudad Universitaria de Madrid, (1953-1957), despiertan aún perplejidad si se recuerda que las afrontaron sin haber terminado sus estudios.

El momento es 1955, cuando separaron sus caminos: La-Hoz se iría a Boston a estudiar al MIT, mientras que García de Paredes consiguió la beca de la Academia de España en Roma, de manera que, en las imágenes, el primero se nos parece a un americano de por entonces, tecnológico y empresarial, mientras su compañero destila una melancolía del arte bien italiana.

Pero ni los logros fueron solo dos ni ‘La hoz y el Martillo’, como les apodaron jocosamente sus compañeros de carrera, dejaron de entenderse en la distancia. Los beneficiarios fuimos nosotros, que ganamos dos arquitectos sutiles para la última España del franquismo y la primera de la democracia.

Rafael de la-Hoz Arderius Foto: © Archivo RLH

Rafael de la-Hoz Arderius Foto: © Archivo RLH

Para ser justos, la técnica y la plástica no la aprendieron fuera, sino que venían de serie. En la Cámara –encargo que les llegó por Matilde Castanys, la prometida de Rafael–, se aproximaron a la mejor arquitectura italiana y hasta lograron la contribución de Jorge Oteiza, mientras que el pragmatismo constructivo y el habitar fueron ejes del Aquinas, que les granjeó el Premio Nacional de Arquitectura en 1956.

Por entonces, La-Hoz había vuelto a Córdoba, ya casado y con un hijo, para heredar el despacho familiar. Allí le esperaba una burguesía ansiosa de distinción a la que el arquitecto deleitó con sofisticadas importaciones norteamericanas, de la coqueta tintorería Lindsay (1954) al supersónico chalet Canals (1955).

El reencuentro entre ambos subrayó la relevancia de su oficio para una sociedad en transición

1956 fue también el año en que García de Paredes, tras su matrimonio con Isabel de Falla –sobrina del mítico compositor–, se sumergió en el ambiente romano. En la Academia y con Javier Carvajal, el otro pensionado de arquitectura, alumbró dos proyectos de fuerte raigambre artística: el escultórico Panteón de los Españoles en el cementerio de Campo Verano y, de seguido, el efímero pabellón nacional para la Trienal de Milán de 1957, Medalla de Oro de esa edición.

Tras un extenso tour por Europa, regresó a Madrid en octubre para instalarse con su mujer y su primogénita, Ángela, en el cogollo de arquitectos de la calle Bretón de los Herreros.

Como tantos de sus compañeros de la década de 1960, José María y Rafael trataron de conjurar la riqueza de la vida cotidiana en organizaciones geométricas de gran pureza, cercanas a la abstracción.

Así resolvió García de Paredes las dos iglesias que inauguró en 1965: el convento Stella Maris, en la Alameda de Málaga, y la parroquia del poblado dirigido de Almendrales, en Madrid. En ambas prescindió de acabados, sólo ladrillo y acero, para ensayar soluciones opuestas.

Si en la capital plantó un bosque horizontal de pilares iluminado cenitalmente, en el solar malagueño, estrecho y en esquina, tuvo que recurrir a un apilamiento de funciones –iglesia abajo, frailes arriba– que evocaba los logros del contemporáneo gimnasio Maravillas de Alejandro de La Sota.

Entretanto, el éxito de La-Hoz abrió el estudio a nuevos socios, Gerardo Olivares y José Chastang, e incluso a nuevas maneras de hacer. Por un lado, solventaba encargos de importancia con la habilidad formal de costumbre, caso de la fábrica de cervezas El Águila (1962) o del Hospital Central en Córdoba (1966), mientras que en su acercamiento a la vivienda barata se enfrascó en sugestivas investigaciones modulares.

José María García de Paredes. Foto: © MNCARS / Archivo JMGP

José María García de Paredes. Foto: © MNCARS / Archivo JMGP

En los albergues provisionales de Córdoba (1963) hizo gala de una precisión industrial y en el poblado de pescadores de Almuñécar (1963), el rigor de la cuadrícula se matizó como un sorprendente pueblecito andaluz gracias a una construcción tradicional y la adaptación al terreno.

Su versatilidad era tal que llegó a coquetear con la industria del turismo en el Palacio de Congresos de Torremolinos (1967), hasta que, en 1970, decidió saltar a Madrid.
Quizá se cruzase con su compañero de juventud, quien por mediación de su esposa Isabel, depositaria del legado de Falla, había desembarcado en Granada.

Una primera exposición dedicada al maestro en 1962 fue el preludio de un compromiso continuado con la ciudad, que se prolongaría en una serie de escuelas de construcción rápida en los barrios del Zaidín o la Chana (1964-1967), cármenes reales o imaginarios para la familia Rodríguez-Acosta y un pausado acercamiento a la Alhambra.

Así, mientras especulaba en privado con una escenografía para la inconclusa Atlántida del músico, emprendió el proyecto de un auditorio junto su casa-museo, al sur de los palacios nazaríes. Terminado en 1978, el crescendo de volúmenes de ladrillo y teja del auditorio Manuel de Falla afinaba por igual contexto y acústica, en preciso vaticinio de lo que vendría.

Rafael de La-Hoz, Edificio Castelar, Madrid, 1983 Foto: © Duccio Malagamba / Archivo RLH

Rafael de La-Hoz, Edificio Castelar, Madrid, 1983 Foto: © Duccio Malagamba / Archivo RLH

Frente a esa discreción, La-Hoz descolló en su regreso a Madrid con un hito, el ingrávido edificio Castelar (1972-1983). El cristal de su fachada, hielo por la mañana y oro al sol de poniente, sintetizaba con audacia su habilidad escultórica y su fascinación por la tecnología.

Por fin a la vera de su amigo García de Paredes, el reencuentro subrayó, más que las diferencias, la relevancia de su oficio para una sociedad en transición. Así, La-Hoz compaginó su jerarquía en estructuras profesionales (Dirección General de Arquitectura en los 1970, la Unión Internacional de Arquitectos en los 1980) con un enfoque humanista en proyectos de fuerte incidencia social, como los centros penitenciarios de Alcalá (1982) y Tenerife (1985); el cliente, razonaba, sería aquí el preso.

Por su parte, García de Paredes contribuyó a una transformación del país en lo simbólico con la vitrina para la protección del Guernica (1981), pero también en lo material, al dar cuerpo a la infraestructura cultural de las autonomías en toda una serie de auditorios, su gran especialidad.

Terminó el de Madrid en 1988, dos años después de incorporarse a la Real Academia de San Fernando y dos antes de fallecer. Al filo de esa marcha imprevista, pudo proponer un nuevo ingreso: el de su viejo compañero La-Hoz, que empezaba a pasar el testigo del estudio a su hijo, el tercer Rafael en tres generaciones de arquitectos.

José M. García de Paredes, Auditorio Manuel de Falla, Granada, 1978  Foto: © MNCARS / Archivo JMGP

José M. García de Paredes, Auditorio Manuel de Falla, Granada, 1978 Foto: © MNCARS / Archivo JMGP

Ni divergentes ni paralelos, Rafael de La-Hoz y José María García de Paredes se cruzaron con persistencia en el tablero y en la vida, sabedores de que en ese obstinado intercambio se iluminaban mutuamente el camino. Dos amigos.