Alicia Framis es tal vez el primer nombre femenino de la pintura española contemporánea, la de las instalaciones, las performances, y la última vanguardia. Enciende a los espectadores de todo el mundo, hiere a los críticos, estimula la zozobra de las que empiezan. Mercedes Gómez-Pablos demuestra desde el abstracto o la figuración, la fuerza del color con su larga pincelada hembra. Es la calidad expresiva. De Maruja Mallo me hablaba Rafael Alberti, el poeta que pintaba y sabía de pintura tanto como de poesía. El grupo Sinsombrero, por ella fundado, fue el aquelarre del surrealismo. María Blanchard compartió estudio en París con Diego Rivera, debatió con Juan Gris, también con Picasso, y mantuvo siempre su independencia. María Roësset me trae recuerdos lejanos a Sainz Rodríguez y Juan Ramón Jiménez en el juego del amor y la historia.
Y bien. El Museo del Prado ha acertado plenamente al desembarazarse de su tradicional machismo, organizando Invitadas, una exposición que nos devuelve a la mujer pintora y también a la mujer pintada y censurada. Elogiar sin reparos el resultado del esfuerzo sería rozar la calumnia. Se podía haber hecho mucho mejor, aunque merece reconocimiento la circunstancia de que se haya hecho.
Andaba yo en la vehemencia de los 20 años cuando Luis Calvo, el inolvidado maestro del periodismo, me llamó a su despacho del ABC verdadero, junto a Santiago Arbós. El periódico tenía un crítico de acumulado prestigio: José Camus Aznar, pero llevaba tiempo en que solo visitaba las exposiciones de los artistas que le gustaban. El director de ABC quería que el periódico se ocupara de todo lo que tuviera relieve, le complaciera o no al crítico.
Me di cuenta entonces de la dimensión de la pintura hecha por las mujeres. Podría citar docenas de nombres, desde Carmen Laffón a María José Bro que desbordarían esta Primera palabra de El Cultural. Pero sin clasificarlas, sí quiero añadir a los nombres citados los de Esther Ferrer, con su grupo Zaj a cuestas; Cristina Iglesias, escultora, pero de espléndida factura también como pintora: Vicky Uslé, el alma entera sobre el lienzo; Almudena Lobera, o la fuerza expresiva; Lita Cabellut, influida por Bacon y los descompuestos rostros; Antonia de Bañuelos, que devolvió lugar al costumbrismo en plena vanguardia. Rosario Weiss, la discípula de Goya, no es genial, pero tampoco desdeñable. Teresa Nicolau abrió brecha femenina en las adquisiciones del Prado. La comunidad LGTBI exhibe como icono una creación de Rosa Bonheur. Sería injusto no subrayar el relieve de María Luisa de la Riva, de Luisa Vidal, de Julia Alcayde, de Aurelia Navarro o de Paula Varona, con la música callada, la soledad sonora de sus paisajes urbanos.
Nada tienen que envidiar las artistas españolas a los grandes nombres femeninos de la pintura internacional
contemporánea encabezados por Georgia O’Keeffe que supo desembarazarse enseguida de la influencia de Matisse. También superó la presencia de Diego Rivera, Frida Kahlo. No olvido a Käthe Kollwitz, Barbara Kruger o Miriam Schapiro. Tampoco a Camille Claudel, ni al impresionismo de Berthe Morisot y Mary Cassatt ni al abstracto simultaneista de Sonia Delaunay, la ucraniana con ramalazos dadaístas. La discípula de Pollock, Helen Frankenthaler, me parece sobresaliente. Y también la mujer del genio estadounidense, Lee Krasner, que ocupó espacio en El Cultural porque el esposo absorbente no pudo eclipsar su arte. Y mi recuerdo a la japonesa Kusama, a la cubana Mendieta y a tantas otras.
Porque son todas las que están en esta Primera palabra. Pero no están todas las que son. Hay docenas de pintoras de nacionalidades dispares en Oriente y Occidente que demuestran la injusticia histórica de haber relegado a la mujer al papel de musa inspiradora o florero decorativo. A lo largo de mi dilatada vida profesional he exigido siempre que se abra paso a la mujer que se abre paso, como ha hecho, por ejemplo, Alicia Framis, con dos tacones.