"Llevaba el alma fuera, el cuerpo dentro"
Envolvió el revólver en un periódico, se arregló un poco el pelo rubio castaño y se dirigió a casa de Juan Ramón. El poeta estaba trabajando. Apenas la atendió. Advirtió vagamente el brillo metálico del arma. No le dio importancia. Hablaron del viaje a París.
-Pero, ¿tienes ganas de que me vaya? - le preguntó Marga.
-Sí -le contestó el poeta sin levantar los ojos de su trabajo- para que te hagas una artista.
Marga dejó entonces su diario sobre el velador junto al poeta indiferente. Alzó la cabeza altiva y se le saltaron las lágrimas. La chica de servicio se conmovió al sentir su tristeza, su desolación. Marga Gil Roësset era una escultora de vanguardia. Tenía 22 años, Juan Ramón Jiménez, 50. Era una mujer sensible, independiente, atractiva, de belleza intensa e inquietante. Se había convertido, tras años de estudio, en una notable escultora de vanguardia.
A través de Olga Bauer conoció a Juan Ramón. Se enamoró locamente de él, de su actitud distante, de su palabra sabia, de su “voz de plata”, escribiría en su diario. “¡Ay, cómo me gusta oírte, oírte, oírte… ¡Tu voz… Dios!” El poeta, sin embargo, la rechazó. La jovencísima escultora decidió quitarse la vida. “Mi amor es infinito… La muerte es infinita… y la soledad”, había escrito.
El 26 de julio de 1932, la escultora se escalofría ante la muerte decidida: “Qué dulce es el amanecer del día último… ¡ay, Juan Ramón!, se te adentra en el alma por los ojos… las manos… la boca… parece que soy yo la que amanezco azul y nueva”, escribe en su diario. Y al día siguiente, 27 de julio, añade en la última página: “Yo en la vida estoy tan inmensamente lejos de ti, aunque esté cerca… pero en la muerte ya nada me separará de ti…” Y cierra sus palabras finales: “¡Cómo te quiero!”.
Al día siguiente, jueves, 28, con su diario y su revólver en las manos visita por última vez a Juan Ramón Jiménez. Para acercarse a él, cuando el amor comenzaba, había esculpido una escultura de Zenobia. El último intento fue hacer comprender al poeta que se iba a suicidar. Pero Juan Ramón no leyó su diario, lo dejó en el velador, no advirtió su pena inmensa, apenas vio el brillo del arma bajo el periódico.
Marga se fue a Las Rozas a casa de unos familiares. La guardesa le dio las llaves. Subió a un cuarto. Escribió tres cartas estremecidas: a Zenobia, a sus padres, a su hermana Consuelo, con la que, por cierto, yo mantuve larga amistad. Se metió el revólver en la boca y disparó. Cayó ensangrentada. La guardesa oyó el estruendo. Avisó, conmocionada. Acudió una prima de la escultora que llamó a Juan Ramón. El poeta llegó cuando la escultora agonizaba. Tomó sus manos. Fueron momentos intensos, dramáticos. “Cuando agonizaba -escribió Juan Ramón-, henchida de virilidad, parecía decir: porque he querido”.
Te llevaste contigo a tu más ser/ La identidad de nuestro azul, / la instalación desnuda del anhelo, / el fervor amplio de la estación plena.
Al recordar tiempo después su “piel de alabastro verdoso”, sus “ojos grises”, sus “brazos morenos, heridos siempre de su oficio duro”, su “pelo liso”, Juan Ramón Jiménez escribió el verso definitivo: “Llevaba el alma fuera, el cuerpo dentro”. “Si Marga hubiera tenido tiempo, espacio para soñar, hubiese suplido con aquellas alas, de que me hablaba, la realidad visible. No le quedaba más que realidad visible mejor o peor. No aceptó la peor. Prefirió la realidad invisible”.
Recuerdo hoy, en esta página conmovida, la triste historia de la escultora y el poeta, que fue un estupendo scoop de Blanca Berasátegui, y lo hago porque el alcalde de Las Rozas ha decidido proponer al Ayuntamiento que se instale una placa en la casa donde Marga, una muchacha joven de 22 años, una artista sensible y sencilla, un corazón desierto y desolado, se suicidó por el amor del poeta de los jardines dolientes y la luna de plata melancólica.