Para la familia Ishiguro, el 5 de octubre de 2017 fue un gran día. Después de semanas de discusiones, la esposa del escritor, Lorna, finalmente decidió cambiar de color de pelo. Estaba sentada en un salón de belleza de Hampstead, no lejos de Golders Green en Londres, donde han vivido durante muchos años, cuando de pronto su teléfono comenzó a vibrar. “Lo siento, voy a dejarlo para otro día”, le dijo al peluquero. “Mi marido acaba de ganar el Premio Nobel de Literatura y puede que tenga que ayudarlo”.
Mientras, en casa, Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) estaba desayunando cuando llamó su agente. “Es lo opuesto al Premio Booker, donde hay una lista larga y luego una corta, lo que te permite escuchar el trueno retumbante que viene hacia ti, a menudo sin golpear. Con el Nobel es un relámpago inesperado, ¡zas!” Al cabo de media hora había una cola de periodistas frente a la puerta principal. Llamó a su madre, Shizuko. “Le dije: ‘He ganado el Nobel, shon’ (madre en japonés). Curiosamente, no pareció muy sorprendida”, recuerda. “Me dijo: Ya pensaba que lo ganarías tarde o temprano”. Murió, a los 92 años, hace dos. Su última novela, Klara y el Sol (Anagrama), la primera desde que ganó el Nobel y que trata en parte sobre la devoción materna, está dedicada a ella. “Mi madre tuvo mucho que ver con que me convirtiera en escritor”, dice.
Mantenemos la charla por Zoom. Ishiguro está escondido en el dormitorio de invitados, ya que su propio estudio es pequeño, dice, y apenas caben dos escritorios: uno para su ordenador, otro con espacio para escribir. Nadie entra allí. De manera alentadora, compara el proceso de la entrevista con un interrogatorio, tomando la idea prestada de una escena de El topo de John Le Carré que explica “cómo los agentes están entrenados para resistir la tortura al tener varias capas de historias plausibles”. Sin embargo, se somete al interrogatorio con buen humor. De hecho, habló durante varias horas con la rigurosa consideración que cabría esperar de su ficción.
“De fondo, mi novela plantea esa eterna pregunta sobre el alma humana que siempre suena muy pomposa: ¿realmente tenemos una o no?”
Atendiendo a los criterios del Premio Nobel, ganarlo a los 62 años convirtió al escritor en una suerte de tramposo. En realidad, la precocidad es parte del mito de Ishiguro: a los 27 años era el más joven en la lista inaugural de los mejores jóvenes novelistas británicos de Granta en 1983 (junto a Martin Amis, Ian McEwan o Julian Barnes), apareciendo de nuevo en la década siguiente. Mientras tanto, conquistó el Premio Booker por Los restos del día, adaptada al cine en 1993. De hecho, su afirmación de que la mayoría de las grandes novelas fueron escritas por autores de entre 20 y 30 años se ha convertido en parte de una leyenda literaria. “Es Martin Amis quien va repitiendo esto, no yo”, dice Ishiguro, riendo. “Se obsesionó con la idea”. Pero aún así sostiene que los 30 son los años cruciales para la escritura de novelas: “Necesitas algo de ese poder cerebral”. (Lo cual es una suerte para su hija Naomi, quien a los 28 años publica ahora su primera novela, Common Ground, para deleite de su padre).
Siempre que alguien planteaba la cuestión del Nobel, su respuesta inmutable solía ser: “Los escritores ganaron sus Nobel a los 60 por el trabajo que hicieron a los 30. Ahora seguro que piensan lo mismo de mí”, observa secamente. A los 66, Ishiguro sigue siendo el creador supremo de mundos encerrados en sí mismos cuyos personajes están sometidos también a alguna forma de encierro. Su meticulosa atención a los detalles cotidianos y su estilo casi ostentosamente plano se contraponen a las fantásticas tramas y la intensidad emocional reprimida. Y Klara y el Sol no es una excepción.
Entre la fantasía y lo posible
Ambientada en un lugar indeterminado de Estados Unidos, en un futuro indefinido, trata, aparentemente al menos, de la relación entre una “amiga” artificial, Klara, y su dueña/encargada adolescente, Josie. Los robots se han vuelto tan comunes como las aspiradoras, la edición genética es la norma y los avances biotecnológicos están cerca de recrear seres humanos únicos. “Esto no es una especie de fantasía extraña”, dice el escritor, “simplemente no nos hemos despertado todavía a lo que ya es posible hoy”. El ‘Amazon recomienda’, sostiene Ishiguro, es sólo el comienzo. “En la era del Big Data, es posible que comencemos a ser capaces de reconstruir el carácter de alguien para que, después de su muerte, podamos seguir averiguando qué pediría por internet, a qué concierto le gustaría ir, y lo que habría dicho en la mesa del desayuno si hubiera leído los últimos titulares”, continúa.
Deliberadamente, el escritor confiesa no haber leído ni la reciente novela de Ian McEwan, Máquinas como yo, ni Frankissstein, de Jeanette Winterson, que también abordan la Inteligencia Artificial, pero desde ángulos diferentes. Klara es una especie de padre robótico, “tan radical como Terminator en su determinación de cuidar de Josie”, pero también es una posible niña sustituta: cuando Josie enferma, Klara está programada para ocupar su lugar. “¿Qué sucede con cosas como el amor en una época en la que están cambiando rápidamente nuestras opiniones sobre el individuo humano y su singularidad?”, se plantea Ishiguro. “De fondo está en el aire esa eterna pregunta, que siempre suena muy pomposa, sobre el alma humana: ¿realmente tenemos una o no?”.
“Muchos grandes novelistas están a la defensiva con ser repetitivos, pero creo que está justificado. Sigues haciendo lo mismo hasta acercarte a lo que quieres decir”
En este sentido, el libro revisa muchas de las ideas que ya exploraba en Nunca me abandones, su novela de 2005 sobre tres clones adolescentes cuyos órganos serán paulatinamente extraídos, lo que les conducirá a una muerte segura antes de los 30. “Esa historia sólo era una ligera exageración de la condición humana: todos tenemos que enfermar y morir en algún momento”, aduce ahora. Ambas novelas plantean la posibilidad de que la muerte pueda ser aplazada o vencida por el amor verdadero, que debe ser probado de alguna manera. Una trama de cuento de hadas que también se hace explícita en el desafío del barquero a Axl y Beatrice en su anterior novela, El gigante enterrado (2016). Esta esperanza, incluso para aquellos que no creen en la otra vida, “es una de las cosas que nos hace humanos. Quizá sean sólo un montón de tonterías sentimentales, pero es un instinto muy poderoso en los seres humanos”, reflexiona.
Ishiguro no se disculpa por esta repetición, citando la “continuidad” de los grandes directores de cine (es un cinéfilo empedernido), y le gusta afirmar que cada uno de sus primeros tres libros fue esencialmente una reescritura de su predecesor. “Muchos grandes novelistas están un poco a la defensiva acerca de ser repetitivos –apunta irónico– pero creo que está perfectamente justificado: sigues haciendo lo mismo hasta que cada libro se acerca cada vez más a lo que quieres decir”. Y se sale con la suya, reconoce, al cambiar de ubicación o género: “La gente es tan literal que cree que me estoy moviendo”. Para él, el género es como viajar, y es cierto que ha disfrutado viajando: Cuando fuimos huérfanos (novela policíaca), Los restos del día (drama de época), Los inconsolables (fábula kafkiana), Nunca me abandones (ciencia ficción distópica) y El gigante enterrado (fantasía tolkieniana). Ahora, como sugiere el título, Klara y el Sol, visita lo que él llama “el país de los cuentos para niños”. Pero cuidado, todavía estamos inmersos en territorio Ishiguro.
Asustando a niños y adultos
Basada en un cuento que inventó para su hija cuando era pequeña, la novela estaba pensada para ser su primera incursión en el mercado infantil. “Tenía esta dulce historia y pensé que encajaría en uno de esos hermosos libros ilustrados. Lo hablé con Naomi y ella me miró como si estuviera loco y me dijo: No puedes contarles a los niños pequeños una historia como esa, los traumatizarías”. Así que decidió escribirla para adultos. Y es que, según reconoce el escritor, siempre se sorprende un poco por las respuestas de la gente a su trabajo. “Me quedé bastante desconcertado por la tristeza que la gente encontraba a Nunca me abandones”. Incluso, cuenta, recibió una postal del dramaturgo Harold Pinter en la que estaba escrito: “¡Lo encontré terriblemente aterrador! Harold”, subrayado en rojo. “¡Se supone que ese es mi libro más alegre!”, protesta Ishiguro.
Su esposa siempre ha sido su primera lectora. Y a menudo, como en el caso de Klara…, ha tenido “una influencia inmensa y desalentadora cuando yo ya pensaba que había terminado”. Ahora también tiene a Naomi como editora porque “una vez que un escritor llega a mi posición los editores se muestran reacios a tocar tu trabajo, preocupados de que te marches a otra editorial. Así que estoy muy agradecido de tener en casa a las editoras más estrictas”. Además, reconoce que ganar premios —que a su entender ha obtenido en un número “absurdo”— “ocurre en un mundo paralelo al de la escritura”. Incluso el Nobel: “Cuando estoy sentado en mi estudio tratando de averiguar cómo escribir algo, mi trabajo no tiene nada que ver con eso. Tengo mi propia percepción de cuándo he tenido éxito y de cuándo he fracasado, y no siempre coincide con los galardones”.
“Ganar premios ocurre en un mundo paralelo a la escritura. Tengo mi propia percepción de cuando he tenido éxito y cuando he fracasado que no coincide con los galardones”
Cada novela le lleva alrededor de cinco años: una larga acumulación de investigación y pensamiento, seguida de un primer borrador rápido, un proceso que compara con una pelea de espadas samuráis: “Se miran el uno al otro en silencio durante años, generalmente bajo un viento que sopla fuerte y un cielo que amenaza lluvia. Están pensando todo el tiempo, y luego, en una fracción de segundo, sucede. Las espadas están desenvainadas: ¡Wham! ¡Wham! ¡Wham! Y uno de ellos cae”, explica, empuñando una espada imaginaria en la pantalla. “La clave es tener la mente absolutamente centrada, en el punto exacto, y cuando desenvainas la espada, simplemente haces un corte perfecto”. Ishiguro cuenta que cuando era niño y llegó al Reino Unido, estaba desconcertado por las películas de capa y espada de Errol Flynn en las que las peleas consistían en actores que hacían “ching, ching, ching, ching, durante 20 minutos mientras hablaban entre ellos”, dice. “Quizá hay una forma de escribir ficción como esa, en la que se resuelve en el acto, pero yo tiendo hacia un enfoque donde todo sucede internamente”.
Como recordó en su emotivo discurso del Nobel, la madre de Ishiguro también era una narradora talentosa. Contaba historias de la guerra (resultó herida en el bombardeo de Nagasaki) y representaba escenas de Shakespeare a la hora de la cena. El escritor todavía guarda un ajado ejemplar de Crimen y castigo de Dostoyevski que le regaló cuando tenía 16 años. “Como yo era un hippie en potencia, me lo dio y me dijo algo así como: ‘Deberías leerlo, te sentirás como si estuvieras saliendo de tu mente’. Así que lo leí y quedé completamente fascinado desde el principio”. Hoy en día Dostoyevski sigue siendo una de sus mayores influencias, pero su madre también le presentó a muchos otros clásicos: “Ella fue muy importante para persuadir a un niño que no estaba interesado en leer y que sólo quería escuchar música todo el tiempo de que podría haber algo para él en algunos de esos grandes libros”.
La familia del autor se mudó de Japón a Guildford en 1959 cuando Ishiguro tenía cinco años. Su padre, Shizu, un oceanógrafo de renombre, tenía un contrato de investigación de dos años con el gobierno británico. Ishiguro describe a su padre como una extraña mezcla de brillantez científica e ignorancia infantil sobre otras cosas de la vida, un material que utilizó para crear el personaje de Klara. También recuerda el escritor que sus padres le compraron su primera máquina de escribir portátil cuando tenía 16 años, aunque él tenía “sólidos planes de convertirme en una estrella de rock a los 20”. En particular, quería ser cantautor, como su gran héroe Bob Dylan, y llegó a escribir más de 100 canciones en su dormitorio.
Hoy todavía escribe letras, colaborando con la cantante de jazz estadounidense Stacey Kent, y posee nada menos que nueve guitarras. A tenor de esta admiración es comprensible que en medio del escándalo generado cuando Dylan recibió el Nobel de Literatura el año anterior a él, Ishiguro estuviera encantado. “Indiscutiblemente fue un premio muy merecido. Creo que personas como Dylan, Leonard Cohen o Joni Mitchell son, en cierto sentido, artistas literarios además de musicales, y es bueno que el Nobel reconozca este aspecto”. En su discurso del Nobel Ishiguro concluía precisamente con un llamamiento a esa ruptura de las fronteras artísticas, junto a la esperanza de alcanzar una mayor diversidad literaria en general.
Culpas generacionales
“No basta con prestar atención a la cuestión de la etnicidad”, aclara ahora. De su propio estatus como “un ejemplo de la Gran Bretaña literariamente multicultural”, como lo presentaron en una entrevista en los informativos en 2016, siempre se esfuerza por enfatizar que se siente “un poco al margen de la conversación sobre la experiencia del colonialismo británico tal y como lo describen las novelas de Salman Rushdie o V. S. Naipaul. Resulta que soy alguien de apariencia un poco diferente, así que me agrupan con estos otros escritores, pero no es una categorización muy profunda”, ironiza. “No se basan en términos literarios, me han puesto ahí por mi pinta, no por mis libros”. En ese sentido, sostiene que le gustaría ver más diversidad literaria no solo en términos de etnia, sino también de clase. Como señala, “es inusual entre mis contemporáneos literarios, por ejemplo, el haber asistido a una escuela pública o a una de las universidades modernas creadas en las últimas décadas”.
“Como soy alguien de apariencia un poco diferente me agrupan con escritores como Rushdie o Naipaul, pero me siento al margen. me han puesto ahí por mi pinta, no por mis libros”
A pesar de estas opiniones, Ishiguro, siempre maestro en ofrecer un cortés “no” a las peticiones periodísticas, es cauteloso a la hora de caer presa del “síndrome Nobel” de pontificar sobre el mundo. Se describe a sí mismo como “un escritor exhausto, de una generación intelectualmente exhausta”. Según explica, su hija los acusa a él y a sus compañeros de mentalidad liberal, de complacencia con la emergencia climática. “Me declaro culpable” asume. “Siempre le digo que la gente de mi edad pasa tanto tiempo preocupándose por la situación de posguerra, por la batalla entre comunismo y capitalismo, totalitarismo, racismo y feminismo, que estamos demasiado cansados para asumir esta otra lucha”. Quizá por eso Klara y el Sol es su primera novela que aborda esta crisis, pero admite que el marco infantil de la historia le permitió evitar involucrarse profundamente.
No obstante, por primera vez, está comenzando a temer por el futuro, no solo por las consecuencias del cambio climático, también por otras cuestiones planteadas en esta novela: la Inteligencia Artificial, la edición genética o el Big Data y sus implicaciones para la igualdad y la democracia. “La naturaleza del capitalismo mismo está cambiando su modelo”, sostiene, “y me preocupa que ya no tengamos el control de todas estas cosas”. Sin embargo, espera que Klara y el Sol se lea como “una novela alegre y optimista”. Como siempre con Ishiguro, es posible encontrar algún consuelo, ya que, como dice, “al plantear un mundo muy difícil puedes también mostrar el brillo, mostrar el sol”.