La fantasía es una herramienta del narrador. Es una manera de hablar de cosas que no son, ni pueden ser, literalmente verdad; una forma de concretar nuestras metáforas que adquiere tintes de mito en una dirección y de alegoría en otra. Una vez, hace muchos años, un traductor francés decidió que mi novela Stardust era una alegoría basada en El progreso del peregrino, de John Buyman, y sus alrededores (no lo era), y, tomándose algunas libertades, la tradujo con las oportunas notas al pie. Desde entonces me avergüenza un poco hablar de alegorías, y mucho más hacer siquiera referencia a El progreso del peregrino.
Kazuo Ishiguro es un novelista extraordinario, tanto por la calidad de su obra, como porque nunca escribe la misma novela, o incluso el mismo tipo de novela, dos veces. En El gigante enterrado, su séptima y más reciente creación, empieza describiendo la Inglaterra de hace unos 1.500 años con un lenguaje claro, pausado y sin artificios, en una novela tan bien construida como singular. Parte de su singularidad procede del terreno medieval. La novela trata de una pareja anciana que va de pueblo en pueblo, y está ambientada en una Inglaterra semihistórica del siglo VI, o quizá VII, en la que britanos y sajones han librado una guerra sangrienta. Los britanos han sido expulsados al oeste, y los sajones controlan el este del país, pero unos y otros viven un ocaso posartúrico, una época mítica de ogros, trasgos y dragones.
Otras peculiaridades derivan de los personajes, muchos de los cuales pasan por la narración como si estuviesen dormidos y dudasen si les va a gustar lo que se encontrarán si se despiertan.
'El gigante enterrado' hace lo que hacen los libros importantes: permanece en el recuerdo mucho tiempo después de haberlo leído
La pareja de ancianos son Axl y Beatrice -“quizá no fuesen sus nombres precisos o completos, pero, por comodidad, nos referiremos así a ellos”-, que al principio viven en una aldea agazapada en una colina sometidos a los abusos de sus convecinos britanos. Axl y Beatrice se aman profundamente y se cuidan el uno al otro lo mejor que pueden. Beatrice tiene una enfermedad, un dolor en el costado, que ella insiste que no es grave, para el cual busca cura. Han llegado a la edad en la que los recuerdos se han vuelto poco fidedignos, y en la que los nombres, las caras e incluso los sucesos se difuminan. Pero los problemas con la memoria y los hechos no son exclusivamente suyos. Al parecer, los miembros de su comunidad, e incluso los de las aldeas vecinas, britanas y sajonas, tienen las mismas dificultades. Una bruma se lleva los recuerdos, los buenos y los malos, lo hijos perdidos, los viejos rencores y las viejas heridas. Y los recuerdos son algo valioso. Hacen que seamos quienes somos.
Como dice Beatrice: “Si lo has recordado así, Axl, déjalo como era. Con esta niebla que nos cubre, cualquier recuerdo es precioso, y lo mejor que podemos hacer es aferrarnos a él”.
De la bruma del recuerdo, Beatrice recupera que tenían un hijo ya mayor al que abandonaron en un pueblo vecino, y que tienen que verlo. La pareja emprende el viaje, y al poco se encuentran con Wistan (un guerrero sajón cuya primera aparición nos recuerda inmediatamente a Beowulf), que ha rescatado a un chico que unos ogros habían raptado. Al ver a Wistan, Axl empieza a recordar su propio pasado como alguien que, tal vez, en su día también fue alguna clase de soldado. Edwin, el chico rescatado, al que ha mordido un monstruo, corre peligro en la población sajona en la que se encuentra, así que el guerrero y él se unen a la pareja de ancianos en su viaje hacia el pueblo de su hijo.
Los cuatro viajeros se encuentran con sir Gawain, el sobrino del difunto rey Arturo, que ahora es un viejo caballero con una cota de malla herrumbrosa. Gawain tiene una misión, un pasado y secretos, como también los tiene Wistan, y entre ambos habrá una enemistad latente. Los caminantes pasan por un monasterio con sus propios secretos y peligros, sobreviven a sus amenazas y, por fin, descubren el origen de la niebla de olvido que cubre el país.
El gigante enterrado es una novela para la melancolía, y la bruma que se respira a lo largo de ella es una bruma melancólica. El tono narrativo es onírico y mesurado. Hay aventuras, luchas con espadas, traiciones, ejércitos, ingeniosas estratagemas y monstruos muertos, pero todo se narra con distancia, sin que jamás se acelere el pulso del relato, y las descripciones son resueltas y precisas, a veces poéticas.
Los enemigos caen, pero las muertes nunca son triunfales. El desenlace de una trampa preparada para una tropa de soldados, digno de un relato de misterio, se describe en retrospectiva, cuando ya sabemos lo que ha pasado. Las historias flotan hacia nosotros como figuras en la niebla, y luego se van. Lo excitante, cuando aparece, no lo es del todo, quizá porque entonces estaríamos antes una novela de aventuras y, en esencia, el libro trata de dos personas que ya están más allá de toda aventura. Axl y Beatrice, dulces, solícitos y amables, solo desean sobrevivir, reunirse con su hijo, estar juntos. Necesitan recordar el pasado, pero les asusta lo que esos recuerdos les pueden traer.
Se trata de una novela para la melancolía. El tono es onírico y mesurado y las descripciones son resueltas y precisas, a veces poéticas
En el fondo de la novela hay un enigma filosófico. La primera en expresarlo es una anciana cuyo marido se ha ido antes que ella, “cruzando la barrera”, por así decirlo, a una isla mística a la que a la mujer no se la ha permitido acceder. (Si la novela fuese una alegoría como El progreso del peregrino, el río se podría identificar con el Río de la Muerte). Solo las parejas que pueden demostrar al barquero que su amor es perfecto y verdadero, sin amargura, ni celos, ni remordimientos, pueden cruzar el cauce juntos, en el mismo barco, hasta la isla.
“Siguió hablando de cómo esta tierra quedó maldita con una niebla de olvido”, nos dice Beatrice de esa mujer. “Y luego me preguntó: ‘¿Cómo vais a demostrar tú y tu marido el amor que os tenéis si no podéis recordar el pasado que compartisteis?' Desde entonces no dejo de darle vueltas. A veces lo pienso y me asusta”.
Hasta el capítulo final, Ishiguro no desentraña los misterios ni resuelve los enigmas: ¿quiénes son en realidad Axl y Beatrice?, ¿qué le ha pasado a su hijo?, ¿a dónde se dirigen?, y, si de verdad recuerdan quiénes son, ¿seguirán siendo capaces de amarse igual? En la novela, la fantasía, la ficción histórica y el mito van de la mano con la Leyenda Artúrica, en una novela fácil de admirar, respetar y disfrutar, pero difícil de amar.
Aun así, El gigante enterrado hace lo que hacen los libros importantes: permanece en el recuerdo mucho después de haberlo leído, negándose a irse y obligándonos a reflexionar una y otra vez sobre él. En una segunda lectura, y en una tercera, los personajes y los hechos son más fáciles de entender, pero, incluso así, vigila de cerca sus secretos y su mundo.
Ishiguro no teme enfrentarse a los temas personales y de gran envergadura, ni tampoco utilizar los mitos, la historia y la fantasía para hacerlo. El gigante enterrado es una novela excepcional, y sospecho que mi incapacidad para enamorarme de ella tanto como me hubiese gustado ha tenido que ver con el convencimiento de que había una alegoría esperando como un monstruo en la niebla, que nos decía que por mejor y más profundamente que amemos, siempre seremos falibles y humanos, y que de cada pareja que envejece junta, siempre uno de los dos -de nosotros- tendrá que cruzar el cauce de agua e irse a la isla antes y sin compañía.