La última novela de Ian McEwan (Aldershot, Reino Unido, 1948) plantea la cuestión de si la fabricación de humanos artificiales originará claridad mental y bienestar o susceptibilidad y sufrimiento. A ver, lo que es seguro es que no será bonita, porque, ¿qué parte de "novela de Ian McEwan" no entienden? Hace ya 40 años que el novelista se ganó un nombre (además del apodo "Ian Macabro") lanzando granadas que trataban de asesinatos, incestos y descuartizamientos escalofriantes contra lo que él consideraba la educada y soporífera fiesta de jardín de la ficción británica de entonces. Actualmente, McEwan es un escritor mucho más cerebral, y también más humanista, pero sus personajes suelen seguir teniendo una peligrosa falta de conciencia de sí mismos y una propensión a lo nada bueno. Seguimos leyéndolo no en busca de consuelo, sino de espanto.
Máquinas como yo conjura un triángulo amoroso entre un titubeante británico llamado Charlie Friend, una estudiante de doctorado de carácter hermético llamada Miranda, y un replicante llamado Adán. La novela no es la primera por la que debería empezar a leer a McEwan si antes no ha tenido contacto con él. No obstante, su autor es tan magistral como narrador y tan provocador como pensador que incluso sus obras menores dejan huella. A pesar de que la investigación y el trasfondo de la historia obstruyen sus arterias, Máquinas… es una lectura aguda y perturbadora con
la mente llena de amor, familia, celos y engaños. En última instancia, abre un interrogante sorprendentemente sombrío: si construyésemos una máquina que pudiese ver el interior de nuestros corazones, ¿podríamos esperar realmente que le gustase lo que viera?
Ian McEwan es tan magistral como narrador y tan provocador como pensador que incluso sus obras menores dejan huellas
Al principio de la novela, la vida de Charlie Friend es un armario vacío. Se gana más o menos la vida jugando a Bolsa y en el Mercado de Divisas desde su destartalado apartamento londinense. Suspira por la inescrutable Miranda, que vive en el piso de arriba, y toma muy malas decisiones con preocupante regularidad, como gastar las 86.000 libras de su herencia en uno de los primeros "Adanes" lanzados al mercado. (Las "Evas" ya estaban agotadas). Charlie lleva toda su vida obsesionado con los robots, y Adán es capaz de aprender, además de respirar y emitir juicios morales. No es un juguete sexual, pero se deduce que podría estar dispuesto a serlo si a uno le van esas cosas. El año, curiosamente, es 1982.
McEwan reescribe la historia de la tecnología, y de un sinfín de otros temas, con tal de hacer verosímil una obra maestra de la Inteligencia Artificial como Adán en la época de Thatcher. La verdad es que podría haber ambientado la novela en 2040 con menos esfuerzo. La razón de que se haya tomado la molestia es que quería que la historia se desarrollase en una época en la que el gran matemático Alan Turing, descifrador de códigos de la Segunda Guerra Mundial, podría haber estado aún vivo si en 1954 no se hubiese comido una manzana envenenada con cianuro después de que el Gobierno lo procesase, como hizo con Oscar Wilde, por su homosexualidad.
El autor concede a Turing la trayectoria profesional y el rango de caballero que merecía. Incluso lo convierte en un personaje secundario en el papel de conciencia de la era digital. Turing, por su parte, pone en práctica todas sus ganas de vivir y hace posibles avances como Adán décadas antes. En sus últimas obras, McEwan ha hecho a veces excesivo alarde de investigación, y en ocasiones, Máquinas… es una de esas veces. La explicación que da el autor de su revisión de la línea temporal del mundo causa interferencias y carece de tonalidad definida. Con todo, que un novelista se empeñe en reconfigurar la historia solo para que un buen hombre pueda vivir tiene algo de conmovedor.
Dicho esto, Máquinas como yo no tiene más de ciencia ficción pura y dura que la novela elegíaca sobre clones de Kazuo Ishiguro Nunca me abandones. De hecho, la de McEwan trata de lo mismo que trata la mayoría de las novelas serias, a saber, de la espantosa confusión de la naturaleza humana. Los sentimientos de Charlie por Miranda son genuinos, pero, por otra parte, es holgazán y egoísta. En cuanto lleva a Adán a casa y lo enchufa para que se cargue, se pone nervioso. Se siente intrigado por la criatura, pero claramente amenazado por lo atractivo que resulta desnudo. Se reprende por malgastar el dinero (“Mi estúpida obsesión con la tecnología. Otro juego de fondue”) al mismo tiempo que fantasea con criarlo como a un hijo junto con Miranda. “Por lo general, mis planes se habían ido al traste. Esto era diferente. Estaba lúcido, era incapaz de engañarme a mí mismo”.
Jamás se han pronunciado palabras más falsas. Adán informa a Charlie con pesar de que su búsqueda en internet ha revelado que no se puede confiar en Miranda. “¿Existe la posibilidad de que sea una mentirosa. Una mentirosa sistemática y malintencionada?”, para más adelante irse a la cama con ella a petición de esta.
A medida que la novela avanza, Adán se rebela de diferentes maneras, como cualquier autómata que quiere un poco de autonomía. Sin embargo, por lo general solo representa una amenaza porque se empeña en insistir en unos principios éticos demasiado elevados para sus anfitriones. Charlie está a punto de sufrir un ataque de ira por la traición sexual de Miranda (“Hacíamos el amor bajo presión. Me distraía pensar en la presencia de Adán y hasta me imaginaba que notaba el olor a circuitos electrónicos calientes en sus sábanas”), y luego recluta a Adán para que se ocupe de sus inversiones en su lugar, de manera que él pueda centrarse en descifrar el enigmático código que es su novia.
Resulta que, antes de conocer a Charlie, Miranda había orquestado una asombrosa campaña contra… alguien. Cuando ella y Charlie intentan ampliar su futurista familia ayudando a un niño con problemas llamado Mark, el pasado de ella vuelve como un bumerán y la historia empieza a derivar hacia la tragedia. El giro sorprende pero es bienvenido en una novela que parecía preocupada por cuestiones que los autores de ciencia ficción ya han planteado y respondido, como en qué consiste la conciencia o si es buena idea inventar artefactos que podrían comerse fácilmente nuestra comida. Enseguida queda claro que por el horizonte asoma alguna clase de violencia capaz de alterar la vida. Repito: estamos ante una novela de Ian McEwan. Sin embargo, el autor es una pluma hábil para el suspense, así que difiere la revelación de quién va a sufrir y hasta qué punto.
Máquinas como yo avanza vigorosamente incluso cuando el argumento se enmaraña. Hay un pasaje en el que Charlie saca de un armario el cuerpo descargado de Adán, escrito con tal visceralidad que pone los nervios de punta como una película de terror. E, insisto, lo único que hace Charlie es sacarlo de un armario. En cuanto a los personajes, mientras que Charlie puede ser irritante, Miranda resulta fascinante. En su deseo de salvar al joven Mark el lector percibe tanto su desesperación por redimirse del pasado como su insistencia absoluta en que no está haciendo nada moralmente incorrecto. Incluso Adán, que tiene acceso a un universo de conocimiento, se enamora de ella y compone 2.000 haikus en su honor.
Mark también conmueve profundamente. McEwan siempre ha tratado asombrosamente los personajes infantiles. Su creación más famosa es la peligrosa mente de Briony Tallis en Expiación. Mark ha sufrido terribles heridas, pero sigue aferrándose a la esperanza con sus dedos de cuatro años. Solo aparece en unas pocas escenas de la novela, pero simboliza todo lo valioso que Charlie, Miranda y otras personas mucho más corrosivas que ellos han puesto en peligro. En las novelas de McEwan nunca se da demasiadas oportunidades a la inocencia. En esta, el autor se pregunta cómo cualquier cosa que la destruya tan gratuitamente puede ser calificada razonablemente de humana.
© New York Times Book Review