"Palique"
Clarín, crítico militante
13 junio, 2001 02:00Ilustración de Grau Santos
El calor sentimental de las ideas ¡Ya no hay librerías, sólo grandes superficies donde los bestsellers se venden junto a las lechugas!, clamaba hace poco en Bruselas uno de los más conspicuos intelectuales aznaristas, Fernando Sánchez Dragó. No hay librerías, no hay crítica literaria, no hay pensamiento libre, todo es globalización y tiranía del mercado, lloran los Goytisolo y los Saramago en las páginas culturales de todos los periódicos mientras preparan las maletas para visitar el Chiapas de turno y asegurarse unos minutos de promoción solidaria en los telediarios.¿Hubo un tiempo mejor? Cualquier tiempo fue mejor para los partidarios de la enmienda a la totalidad. Miguel ángel Molinero añoraba recientemente en Letra Internacional, aquella época "en que ejercían la gran crítica, con más cuerpo de ensayo que de gacetilla periodística, figuras como Clarín, cierto Unamuno, y sobre todo el Olimpo cultural, Ortega". Entonces la crítica literaria no era como ahora: "El género adquirió una distinción de espíritu aristocrático. El oro del prestigio daba contraste a las aleaciones de metal de los autores".
Muy bonito. Pero esa edad de oro sólo existió en la nostalgia espongiforme de ciertos intelectuales que suelen desdeñar el sentido común y que no permiten que la realidad les lleve la contraria. Cuando Ortega comienza a publicar, ya Clarín llevaba algunos años muerto, amigo Molinero. Y Clarín escribió ensayos y revistas literarias, ciertamente, pero lo que le dio más fama fueron precisamente sus gacetillas periodísticas, sus paliques del Madrid Cómico, escritos a vuela pluma, saltando de un tema a otro, de un tonto a otro, juez de guardia de la actualidad literaria.
Clarín llamaba al pan pan y al memo memo. Era, ciertamente, una fiera literaria; algo tenía en común con esas ratas de alcantarilla que de vez en cuando se cuelan en nuestros buzones y a las que Luis María Anson, en un despiste raro en él, quiso presentar en sociedad en las páginas de su periódico.
Clarín, el Clarín de los Paliques, era irritable y a menudo injusto. ¿Resentido también, como los novelistas metafísicos y los poetas noclónicos? Es posible, sobre todo después del fracaso teatral de su Teresa, no del todo inmerecido. Pero tenía algo que no tenían sus imitadores de entonces o de ahora: talento.
Y respeto por las jerarquías literarias. Clarín se burlaba del integrismo católico y de los críticos de sotana, como el padre Blanco o el padre Muiños, pero respetaba más que nadie a Menéndez Pelayo, a Pereda, a Alarcón, ideológicamente en el bando contrario. Para Clarín un gran escritor no dejaría de serlo por fichar en la cuadra de Polanco o ganar un premio Planeta o Pandereta más o menos amañado:
Ya no hay críticos como Clarín!, claman de vez en cuando los profesionales del Apocalipsis. Y tienen bastante razón: los críticos como Clarín siempre han escaseado, incluso en la época de Clarín; sus émulos, un Antonio de Valbuena, un fray Candil, un Bonafoux, se quedaron en la minucia gramatical, en la estocada sin gracia, en el vuelo corto.
¡Ahora lo único que importa es vender libros, cuantos más mejor, el dinero lo ha corrompido
todo!, se quejan algunos espíritus arcangélicos Galdós, en cambio, seguramente novelaba a destajo por puro afán de gloria; Valera nunca se preocupó de lo que producía su pluma; Clarín escribió dos o tres artículos diarios, durante la mayor parte de su vida, incluso en los peores momentos de su enfermedad, quizá sólo porque se aburría en el casino de Vetusta.
Los enemigos de Clarín sabían bien lo que le preocupaban las pesetas. "Clarindustrial" se titula un artículo en el que la Revista Nueva, donde el 98 veló sus primeras armas, arremete contra el crítico asturiano: "¿Fundar un periódico y no enviarle a Clarín siquiera ocho duros al mes? ¡Qué locura!" Viejo y chocho, añoden, sigue pregonando su mercancía: "¿No toman ustedes paliques? Los hay de muchos precios". La gente nueva le teme y finge despreciarle: "Perdone usted: aquí no se admiten mercancías averiadas".
No, no era el tiempo de Clarín mejor que el nuestro. Las páginas de los periódicos de entonces no prestaban más atención a los libros que los nutridos suplementos de hoy, y quien lo dude que rebusque en las hemerotecas. Y no había tantas, tan hermosas ni tan nutridas librerías como hay ahora (la próxima vez que nos encontremos en Bruselas llevaré a mi locuaz presentador televisivo favorito a Tropismes, en las decimonónicas galerías cercanas a la Grand Place: otra sucursal del paraíso).
"Ya no hay crítica", afirmaban los escritores en la época de Clarín, según señala él mismo en el prólogo a su libro Palique, de 1894.
Entonces como ahora, en opinión de poetas y novelistas, sólo había dos clases de críticos: los malos y los que los elogian. Y los segundos, claro, siempre resultan para su desaforada vanidad (lo único en lo que coinciden los grandes y los pequeños escritores) demasiado escasos.
Tan escasos, en su tiempo y en el nuestro, como los críticos capaces de enfrentarse a la actualidad literaria con el coraje, el talento y la gracia de Leopoldo Alas, cuyas feroces páginas volanderas sobre tantas obras con razón olvidadas siguen igual de vivas, de actuales y de divertidas como cuando fueron escritas.