La naranja mecánica y los bastardos que no leen
Partituras, guiones, relatos y otras novelas del autor británico quedaron veladas por la película que Stanley Kubrick rodó sobre una versión amputada de su libro más conocido.
24 febrero, 2017 10:49Noticias relacionadas
“Soy tan puritano que no puedo ni describir un beso sin sonrojarme”. El autor de La naranja mecánica decía cosas como esta en sus entrevistas con un gesto más coqueto que sincero. El hombre de comisuras serias y ojos pícaros, que vestido con traje de tweed reconocía ante una cámara de la BBC que a sus 72 años tenía una vida sexual muy aceptable, fue un maestro en ocultarse a plena luz del día.
Decía ser católico pero no practicante, lo que lo protegía de cualquiera de las críticas que profería contra la Iglesia y sus fieles. Era puritano, pero amante de la carne, del alcohol y lo mundano. Decía ruborizarse con un beso pero respondía a preguntas que hoy no aceptarían muchos de sus colegas ni en la prensa rosa. También despreciaba el periodismo y a los críticos, pero dejó en herencia a las generaciones posteriores un premio periodístico (no literario) con su nombre y dedicó centenares de artículos a reseñar libros que escribieron otros.
En mi casa todos éramos del entertainment, todos cantábamos y tocábamos el piano
También reseñó uno propio que firmó con otro nombre: Joseph Kell, uno de sus tres seudónimos. Sucedió en el Yorkshire Post, de donde lo despidieron en cuanto se dieron cuenta. No le afectó mucho, tampoco al gremio le importó demasiado, pues enseguida volvió a las reseñas y a la prensa. Era rápido, voraz y muy agudo. Él nunca lo dijo así, pero era un showman: “En mi casa todos éramos del entertainment, todos cantábamos y tocábamos el piano”.
Ese carácter farandulero le vino de su padre, pues su madre murió al poco de nacer él en Manchester hace ahora cien años. “Me crié con mi tía. No era muy simpática”, le confesó con su guasa lánguida al periodista Jeremy Isaacs en una entrevista televisada. Cuando volvió a vivir con su progenitor, éste se había casado con una irlandesa que se ganaba la vida bailando en los bares. Sumó a su vida más espectáculo y en esa infancia de conciertos y trasnoches, veía él el origen de su pasión por los pubs.
Conservador y vividor
“Un pub no es un bar. Un pub un lugar donde todas las barreras sociales se vienen abajo”, decía Anthony Burgess con orgullo aunque en lo político se definiera como un conservador. Aseguraba que prefería un rey a un presidente y que odiaba cualquier forma de república. “El sistema de Estados Unidos es una monarquía Tudor con teléfonos”, declaró en una ocasión empleando una de sus frases, siempre al borde o traspasando la boutade.
Era de los que creía que la literatura no debe contener dictámenes morales. “El arte, si se puede, debería ser neutral, y es la vida, también si se puede, la que debe ser comprometida”, dijo en una entrevista en The Paris Review en 1973. También en esa respuesta truca un poco los espejos, pues como con mucho acierto le indica el entrevistador, es mucha casualidad que en sus novelas los personajes neutrales siempre sean los villanos.
El arte es libido sublimada. Puedes ser un cura eunuco, pero no puedes ser un artista eunuco
Fue autor de 60 libros, lo que le costó una fama (mala) de autor prolífico. Le molestaban las preguntas que apuntaban a que calidad y cantidad no pueden ir de la mano. “El arte es libido sublimada. Puedes ser un cura eunuco, pero no puedes ser un artista eunuco”, dijo el hombre que vivió en Malasia, que sirvió en el Ejército y que vivió en Gibraltar, Italia o Montecarlo, donde gozó del “vino, el casino y del mar Mediterráneo”.
Biografió a Hemingway, a James Joyce y escribió ensayos sobre Shakespeare y otros autores. También relató sus memorias, You’ve your time (Tuviste tu tiempo), añadiéndole al subtítulo la palabra “confesiones”, porque era católico aunque no fuera a misa y siempre pensó que el sentimiento de culpa que él tanto ejercitaba “era el infierno en la Tierra.”
Un autor subestimado
En Novelas y novelistas: el canon de la novela, Harold Bloom dijo de Burgess que era uno de los escritores británicos más subestimados de la historia de la Literatura. Es una de las aseveraciones más certeras del crítico en ese libro, donde también refiere, como hace Margaret Atwood, que a Burgess debería recordársele por la saga de Enderby, cuatro novelas de ciencia ficción con situaciones y personajes descacharrantes.
“Creo que cada autor quiere hacer su propia audiencia”, decía, pero él no consiguió la suya. Ni siquiera en su país, donde no se sentía comprendido, y del que sólo recibió un premio por su labor como crítico en 1979 y se le recuerda con una única placa colgada en una pared de la Universidad de Manchester.
Todavía vivía Jaume Vallcorba y fue una apuesta suya. Los libros estaban libres de derechos y decidió publicar a un autor que cuadra mucho con nuestro sello
La edición de sus obras en España demuestra que aquí tampoco ha sabido nadie qué hacer con él. La última editorial en publicar títulos suyos fue Acantilado: Vacilación y Sinfonía napoleónica. “Todavía vivía Jaume Vallcorba y fue una apuesta suya. Los libros estaban libres de derechos y decidió publicar a un autor que cuadra mucho con nuestro sello”, dicen desde la editorial, que informa de que tienen un tercer título previsto del padre de La naranja mecánica aunque sin fecha de salida.
Un repaso al ISBN da cuenta de que en España se ha editado buena parte de la obra de Burgess, pero está esparcida (hay editoriales con un solo título), descatalogada o editada a medias, como es el caso de Alfaguara que sólo sacó la primera de las cuatro novelas que componen el ciclo de Enderby.
¿Es que los bastardos no saben leer? No, no saben, y de eso se trata todo este asunto
Quizás también por eso, la voluminosa obra de Burgess quedó sepultada por un único título: La naranja mecánica, aún más cuando Stanley Kubrick la llevó al cine. Sobre este asunto, en 1972 Burgess escribió lo siguiente en la revista Rolling Stone: “Temo, como cualquier escritor en mi posición, que la película pueda reemplazar a la novela”. El artículo está cargado de ironía, su máscara habitual, pero a medida que el texto avanza, se pone agrio. “¿Es que los bastardos no saben leer? No, no saben, y de eso se trata todo este asunto”.
Una sonata amputada
Había otra cosa que contribuía a aumentar su malestar. El autor británico se declaraba un músico frustrado. Su padre se negó a pagarle los estudios de piano y la Universidad de Manchester lo rechazó para estudiar música porque en el examen de ingreso suspendió física, materia imprescindible para comprender la Acústica. Pero aún así, escribió libretos, ensayos sobre libros de teoría musical y reseñas de discos con piezas de varios compositores, también de Bach, uno de sus preferidos.
Martin Amis explicó de esta manera una de las particularidades de sus escritos que tienen mucho que ver con la música: “Bajo la prosa de Nabokov, la de Burgess o la de mi padre, la frase inglesa se descubre como un metro poético.” Y cuando en 2011 salieron a la luz guiones y relatos inéditos grabados en cintas, su biógrafo, Andrew Biswell , explicó que Burgess los registraba para saber cómo sonaban antes de que se publicaran.
Así es como la conocen, gracias Kubrick, “los bastardos” que no leen
En todas sus obras se aprecia su melomanía. La naranja mecánica, sin ir más lejos, contiene docenas de referencias musicales: Debussy, Orff, Britten y por supuesto, Beethoven, entre otros. Pero también se aprecia en su estructura. Como apunta Theodore Ziolkowski en Music in Fiction (Camden House, 2017), a Burgess le molestó mucho que ningún crítico se diera cuenta de que su novela más publicitada era una sonata, composición que arranca con un allegro para volverse más compleja alternando velocidades y sentimientos. Pasa por el adagio, más grave, más lento, trágico; y acaba como el inicio, arriba, tanto en la velocidad como en el ánimo.
Por eso, cuando su agente en Estados Unidos le amputó el último capítulo, también le arrancó el último movimiento a su sonata y el sentido a su novela, que pasó de ser concebida como “un sueño delicioso” a convertirse en “una pesadilla de terror, belleza y concupiscencia”. Y así es como la conocen, gracias Kubrick, “los bastardos” que no leen.