José Varela Ortega: "Lo ridículo de la España de Franco fue su imitación de la de Felipe II"
El historiador y nieto de Ortega y Gasset publica un ensayo sobre la imagen de España en el extranjero, una historia como contradicción.
4 octubre, 2019 16:39Noticias relacionadas
La historia de España en el exterior, del siglo XVI en adelante, bebe de una imagen compleja y contradictoria de admiración y confrontación casi a la par. Los españoles eran vistos como gentes valientes pero crueles, creyentes pero fanáticos, generosos pero codiciosos, diplomáticos pero engañosos... Esa sucesión de adjetivos laudatorios y sus correspondientes antónimos es la génesis de la nueva obra de José Varela Ortega (Madrid, 1944), historiador, nieto de Ortega y Gasset y patrono-fundador de la fundación que lleva el mismo nombre: España. Un relato de odio y grandeza (Espasa), en el que examina y desmonta las interpretaciones del pasado español basadas en estereotipos y que todavía hoy se utilizan como arma política.
Después de tanto tiempo analizando la imagen que se tiene de España en el extranjero, ¿a qué conclusión ha llegado?
Primera, algo obvio: que leyendas negras y doradas tienen todos los países. ¿Qué sería distinto en el caso español, como el de EEUU, que son países un poco raros? Que se lo toman en serio, les importa mucho el qué dirán. Franceses e ingleses tienen una idea como la del refrán: ladran, luego cabalgamos. Hay un ritornello, sobre todo la parte peyorativa, que surge y resurge y que los españoles se toman muy en serio, y ponen cara de ofendidos. Eso sí es algo peculiar de aquí, distinto.
Luego, que se tiende a olvidar que hay una intensísima y prolongada época donde se destacan aspectos muy positivos, una imagen de admiración e imitación de lo español durante casi 200 años, desde la reconquista de Granada hasta la muerte de Calderón de la Barca (1681). Y, en general, hay una idealización del pueblo español como gente honrada, honesta, generosa… hasta el día de hoy. Pero en el libro he hecho una lista de antónimos, de adjetivos peyorativos y positivos; eso da idea de que hay las dos cosas. Quizá eso sería la conclusión, si se me obliga a formular alguna.
¿Es entonces la Leyenda Negra un relato justificado por los hechos o que hemos asumido los españoles?
Es una literatura de combate, de fuerte contestación a 200 años de preponderancia de un Imperio dinástico que se identifica con España, aunque no sea solo de españoles: por ejemplo: si se mira la composición de los Tercios la mayoría son gentes de otros países, de Italia y de Flandes. Se trataba de denigrar y hacer una propaganda antiespañola. Curiosamente, lo que hacen es forjar, edificar y esculpir al enemigo, y de algún modo encumbrarlo con la exageración de que este es un personaje todopoderso, fanático y terrible. Es decir, la literatura contraria es muy importante en la creación de eso que llamamos el español.
Hay muchas cosas exageradas hasta lo ridículo, completamente disparatadas, y lo curioso es que todavía nos lo tomemos un poquito en serio. Yo comprendo que el abogado de Puigdemont saque partido de eso [los textos antiespañoles de la Apología de Guillermo de Orange], pero otra cosa es picar en ese anzuelo. Que hay realidades, sin duda: es evidente que en el saco de Amberes se cometieron atrocidades muy considerables, reconocidas por el propio duque de Alba. En América también hay ejemplos, como cuando Hernán Cortes le cortó las manos a medio centenar de mujeres indígenas que creyó que le iban a traicionar.
Vamos, que hay que ser escépticos.
Y al revés también sucede. Estas cosas de que los aztecas capturaban y sometían a rituales canibalísticos de arrancar el corazón a 80.000 indios de otras tribus en un año me cuesta mucho creerlo. Son cifras desmesuradas. También es importante señalar que los españoles tenían en América la necesidad de la existencia del material indígena porque era su justificación del dominio, la bula papal por la cual debían convertir a esos indios. Y segundo, lo que fomentaron fue el mestizaje, la gran característica del mundo hispanoamericano, algo que puso muy nervioso a los ilustrados: no les preocupaba tanto que los españoles hubieran derramado sangre como el que la hubieran mezclado. Los enciclopedistas del XVIII querían una América de blancos solo comerciando con blancos. Son cosas que hay que analizar desapasionadamente.
En el libro se dibuja una cierta crítica hacia Felipe II y su incapacidad para combatir esta propaganda extranjera. ¿Por qué ha costado tanto elaborar un contrarrelato?
No soy crítico de nada, intento exponer, no proponer. Sigo la idea de algún historiador como Henry Kamen que dice que la Monarquía Hispánica de los Austrias despreciaba la propaganda. Eran neoestoicos y creían que la verdad no se debía manipular, ni si quiera para bien. Tenían un punto de moral ahí, y también de soberbia. En eso tienen razón algunos historiadores que dicen que Felipe II no quería entrar en ese tipo de polémicas, sobre todo en relación con la tragedia de su hijo Don Carlos, que era algo que según él no se debía airear, ni siquiera para contradecirlo. Quizá eso fomentó la leyenda de si lo estranguló, lo decapitó, porque quería vengar la especie de que su hijo tenía una relación incestuosa con su madrastra. Eso él lo consideraba de pésimo gusto.
Luego está el tema de los grabados de Bry, que eran la televisión de los siglos XVI y XVII. Grabados de los españoles torturando, quemando, desmembrando indios, abriendo el vientre de las pobres indias para asesinar el feto… claro, en una sociedad en la que nadie leía, eso sí lo veían, para concluir: “Estos son así”. ¿Qué hemos podido leer de propaganda al revés? Imágenes españolas, por ejemplo, de Pepe Botella. El pobre José I era muy civilizado, un hombre muy instruido, muy ilustrado. “Mucho mejor persona que yo”, decía Napoleón. Y jamás bebió, era abstemio. Se le puso ese mote porque introdujo un arancel para proteger los vinos españoles contra los franceses, lo que enfureció a su hermano. Vaya usted a decirle a los españoles de entonces y de ahora que Pepe Botella no bebía. ¡No se lo creería nadie! La imagen muchas veces derrota al hecho, pero es divertido verlo.
Pero todo eso conduce a imágenes tergiversadas de la historia. ¿Qué habría que hacer para construir un relato más complejo?
Leer mucho, investigar, dedicarle tiempo… el estereotipo tiene una ventaja: que ahorra el proceso de verificación, de contraste con la realidad. Y en un país mucho más proclive a las opiniones que a las deducciones, casi nadie quiere perder el tiempo en mayores averiguaciones. “Deme una receta, deme un titular”. Ya ve a todos estos pobrecillos que tenemos de políticos: están en una obra de teatro, y la gente se lo cree. Lo último que me faltaba por ver es que este señor leninista-peronista de Podemos diga que sea el Rey el que componga la coalición. Es fantástico. ¿No era usted republicano e iba a asaltar el Palacio de Invierno? Es un poquito chocante, el relato no coincide. Están todos en el teatro y parece que a la gente le gusta.
En el libro traza dos estereotipos, el del español militante y el del indolente. ¿Qué representa cada uno?
Es militante en el sentido genérico del término, porque es apasionado, enérgico, constante, emprendedor… Los conquistadores de los siglos XV y XVI eran emprendedores, empresas en las que invertían dinero. Y el antónimo es el español indolente fabricado en el XVIII, de fiesta y siesta, que no hace nada, que es manirroto y descuidado… Esas cosas existen, y curiosamente lo fabrican los ilustrados cuando este país era un tiro: las grandes navegaciones de la época son españolas, las grandes investigaciones y descubrimientos en ciencias naturales son españoles, peninsulares y americanos… Hombre, los que llegaron a Alaska y la Antártida muy vagos no debían de ser.
Existe ahora mismo un debate en torno a dos libros y dos conceptos enfrentados sobre la historia de España, Imperiofobia e Imperiofilia. ¿Es reflejo de que somos maniqueos?
Quede claro que ese no es mi enfoque, yo no planteo un alegato ideológico, como sí lo hacen estos libros, siendo muy distintos. Imperiofobia es un libro importante, lleno de datos interesantes, muy documentado, y lo otro es una cosa de otro nivel, no tiene el menor interés y además está lleno de errores. La comparación es penosa e injusta para María Elvira Roca Barea sin que yo lo haga como ella lo ha hecho. Yo ya le dije en la presentación de su libro en el Instituto Ortega que hay una larga época de admiración e imitación del Imperio español, además de esa Leyenda Negra que tanto le obsesiona, y eso debemos reconocerlo. A mí no me interesa el debate ideológico presentista.
¿Que hay una actitud maniquea en España? Eso creo que sí tiene algo que ver con la propaganda pseudoimperial de la primera etapa franquista porque el general Franco se vestía con el hábito de Santiago, se consideraba un cruzado y representante de la época de los Reyes Católicos, se identificaba a sí mismo con Felipe II… Pero lo ridículo de esa España de radios de cretona y blanco y negro es la imitación, no lo imitado, son cosas distintas. Lo imitado es cosa seria, buena o mala, de eso no hay que pasar sentencia, pero desde luego importante e imponente era: no hay más que darse una vuelta por el Museo del Prado. Sin que reconocerlo signifique poner cara de estupendos: los españoles del XVI componen un conjunto muy distinto a los actuales; personalmente, tengo muchas dudas que los de hoy hubiéramos sido capaces de tales esfuerzos ciclópeos.
Pero esa mala imitación de lo serio tiene el peligro de convertirlo en ridículo.
Lo tintea, no lo convierte, y distorsiona en imagen hechos que eran importantes. Y entonces se tiende a olvidar que hay una larguísima época de imitación y admiración de lo español. El hecho de que Luis XIII fuera bilingüe en español o de que Richelieu lo utilizase como idioma diplomático o que en la Viena imperial se representaban obras en español hasta entrado el siglo XVIII, eso no es casual. Eso es lo que sí me parece que se distorsiona en la época franquista, porque a aquel personaje, educado en los casinos de Melilla y Oviedo, casi tan inteligente como ignorante, se le ocurre que hay que despreciar los siglos XVIII y XIX, con la idea singular de que él había llegado para recoger la continuidad de la España imperial, saltándose 200 años, volver al Imperio católico del siglo XVI; y todo en una España en blanco y negro donde se pasaba hambre. Desde determinados puntos de vista, aquello era y es ridículo, la comparación es ridícula. Y eso sí llega un poco hasta hoy. Es curioso, pero paradójicamente, se podría argumentar que es un gran triunfo del franquismo que buena parte de la izquierda haya confundido la comparación con lo comparado.
¿Por qué la derecha quien reivindica todas las gestas y luces de la historia de España?
La izquierda se traga en el fondo esa imitación del general Franco y dice: “Como esto es franquista y es malo, el Imperio católico es un disparate y una tontería”. No es lo mismo. Yo caí en eso hace 60 años, pero luego mis colegas de Moderna me hicieron leer muchas cosas que me cambiaron la perspectiva. La derecha, por su parte, pone cara de ofendida, que me parece un poco tonto, en vez de burlarse de ello. Aquí nos falta un poco de sentido del humor, de tomarnos un poco en solfa a nosotros mismos. De todos los imperios se habla mal, pero basta exponer las cosas como son; o para ser más exactos, tratar de exponerlas como los coetáneos las vivieron.
La izquierda actual tiene enormes problemas ideológicos, filosóficos, de los cuales han resultado muchos desastres y seguirán resultando: que una izquierda que sale del mundo ilustrado y es internacionalista, haya sustituido un nacionalismo ciudadano por uno identitario y etnicista, y que ponga ojos en blanco cuando le hablan de ello, es una cosa muy preocupante, porque resulta filosóficamente incoherente. Si usted me obliga a un titular, confundir el derecho a la diferencia con la diferencia de derechos, es una tragedia filosófica que nos está llevando a un desastre ideológico, para todos.