La covid-19 se sigue cebando con nosotros. No sólo cuentan los golpes que nos da llevándose a gente cercana. Golpes, sin duda, más duros. Sino la polvareda que está dejando a su paso. Un paisaje desolador lleno de persianas de negocios bajadas para siempre.
La semana pasada cerró Zalacaín y los compañeros de Cocinillas le rindieron el merecido homenaje a la primera casa española que consiguió tres estrellas Michelin. La pena no es para menos si tenemos en cuenta que el cierre de estos restaurantes conocidos son sólo la punta del iceberg de la escabechina que hay detrás.
El número de restaurantes que cierra, en el fondo, es el dato menos trascendental. Lo principal es la cantidad de profesionales que estos cierres se llevan por delante. Concretamente, según la Federación Nacional de Asociaciones de Trabajadores Autónomos (ATA), de septiembre a octubre la hostelería española ha perdido 140 autónomos diarios. Cifra a la que hay que sumarle las bajas de los que tenían contrato por cuenta ajena. Una salvajada.
Con cada uno de estos cierres perdemos parte de nuestro mapa gastronómico. Aquí no sólo se llora la pérdida de las patatas soufflé del Zalacaín, que muy probablemente no comiste nunca o probaste sólo una vez en tu vida. Aquí se llora, sobre todo, ese adiós a la paella de los jueves, a las bravas de después del cine o al café con porras de esos bares y restaurantes que te gustaban y no volverán.
Perdemos sitios que nos salvaron en una época en la que no teníamos tiempo o ganas de cocinar; donde hemos aprendido a comer; donde nos sentimos como pulpos en un garaje ante tanto lujo o donde durante muchos años nos trataron como en casa.
Cada vez que veo que un restaurante anuncia que se abre al reparto a domicilio, no puedo evitar imaginarme a ese equipo de hosteleros nadando en un mar revuelto intentando llegar a la orilla hasta que amaine el temporal. Una orilla a la que, visto lo visto, no hay mucha intención de facilitarles la llegada.
Es normal que con tanta barba del vecino pelada, estos negocios pongan las suyas en remojo. La compañera Macarena Escrivá ya hizo al principio de la pandemia una recopilación de algunas impresiones de los hosteleros sobre el delivery. Lo malo es que ésta no puede ser la única solución que les quede. No todos pueden llevarla a cabo.
Esta misma semana, decía Carmen González, directora de operaciones de Zalacaín, que al comensal le gusta ir al restaurante y vivir una experiencia con todo lo que eso conlleva y Zalacaín no era un restaurante de comida para llevar.
Otros han modificado sus platos porque tienen los medios humanos y técnicos para ello, y parece que han encontrado una buena fórmula para hacer su comida “transportable”, como GoXO, de quien siempre se destaca el buen estado en el que llegan los platos.
Pero, insisto, no hay que perder de vista a los restaurantes de gamas más bajas, porque ellos no tienen tanta capacidad de adaptar una carta a este formato ni su margen de beneficio llega para pagar a la empresa de reparto.
Además de esto, está el compromiso que supone delegar en un tercero ajeno a su equipo cómo le llegará la comida al comensal. ¿Le merece la pena a un restaurante pequeño tanto esfuerzo para jugarse la satisfacción del cliente en el último eslabón que es, precisamente, el que no controla?
Entre tanta grieta derrotista, me gusta ver que se cuelan buenas noticias. Por eso no faltan los valientes que deciden abrir nuevos restaurantes. Josefita en Madrid, por ejemplo. Y en Cádiz, Ciclo, de Luis Callealta, que fue director gastronómico de Aponiente.
Unos se van y otros, afortunadamente, vienen. Esperemos que para quedarse muchos años.