En este mundo construido para satisfacer los intereses masculinos nunca se desarrolló un especial interés en inventar anticonceptivos para ellos, ya que los embarazos eran un asunto exclusivamente femenino. Lo demuestra el hecho de que como método de prevención sólo existan la vasectomía y el preservativo, éste último, un medio que además de evitar paternidades indeseadas, protege a ambas partes de las enojosas, cuando no mortales, enfermedades venéreas. En definitiva, que a ver quién es el valiente varón que estaría dispuesto a atiborrarse de hormonas toda la vida con la píldora o a introducirse por la uretra algo parecido a un dispositivo intrauterino o a entrar en quirófano con anestesia total para ligarse las trompas en caso de tenerlas.
Si echamos la vista atrás, sólo encontramos una práctica, aberrante eso sí, que tuviera unos claros efectos contraceptivos en los caballeros: la castración. Esta intervención solía realizarse en niños entre ocho y doce años, aunque no precisamente para controlar la natalidad, sino por una condición de esclavitud heredada en unos casos o por cuestiones artísticas en otros: eunucos y castrati. Me centraré en los segundos, es decir en aquellos que se convirtieron en auténticas estrellas de la música, al estilo de David Bowie, alcanzando una tesitura femenina en la voz y un aspecto híbrido que despertaba el interés erótico tanto en ellas como en ellos. Al fin y al cabo, este fenómeno tan popular durante el Barroco no era tan diferente al de ahora, hijo de la revolución sexual de los 60 y de las modas que priman la androginia y la ambigüedad estética y sexual.
Tal fue el éxito de estos hombres de dulces maneras y con voz de mujer que, si bien la emasculación de seres humanos nunca estuvo permitida, se toleraba y enmascaraba con supuestos accidentes o enfermedades que la justificaran. Del legendario Farinelli se decía que sufrió una caída de caballo tan tonta que se arrancó un testículo de cuajo. Acabó viviendo en España varios lustros y cantándole un aria tras otra al melancólico Felipe V, sentado en el borde de su cama... o quizá metido entre sus sábanas. Pero nuestro rey no fue el único hombre poderoso que se dejó poseer por la música, o más concretamente, por la voz de un delicado castrato. Cuentan las crónicas que la única vez que se vio derramar una furtiva lacrima a Napoleón fue escuchando al castrado Crescentini, al que admiraba y protegía.
Sin embargo, las ideas libertarias de la Revolución Francesa llevaron a Napoléon a establecer la pena capital para quienes practicaran la castración. Poco después se unió a tal prohibición el papa Benedicto XIV. Con la incorporación de las mujeres a la escena musical, las voces de los castrati desaparecieron de los teatros, aunque algunos siguieron actuando a escondidas en el Vaticano y en otras iglesias de renombre. El último fue Alessandro Moreschi. Se retiró en 1913 y fue el único que pudo dejar el testimonio de su voz grabada para la posteridad.
Lo curioso del caso es que, al parecer, los que habían sido capados después de los diez años y conseguían desarrollar un pene adulto eran unos amantes extraordinarios, superiores a muchos de los que iban de donjuanes y casanovas. Y no es de extrañar. Las ventajas parecen evidentes: eran grandes artistas, hombres cultos, sofisticados, respetuosos, con mucho dinero, que sabían aprovecharse de su físico andrógino para disfrazarse de dama y colarse en todas las alcobas. Y sobre todo, al no eyacular, gozaban de unas erecciones mucho más duraderas y encima no cabía la posibilidad de embarazarlas, una ventaja incomparable. Los confiados esposos, seguros de sus miembros viriles y su capacidad reproductora, no alcanzaban siquiera a sospechar el placer que estos bien dotados castrati proporcionaban a sus mujeres. O tal vez sí, vaya usted a saber...
Qué ironía que los supuestos impotentes fueran precisamente los más potentes. La historia nos demuestra que la potencia nunca fue cuestión de quién la tiene más grande. Nunca. Tampoco ahora.