Las olas rompían sobre la playa. Virginia Woolf
Rhoda irá a la cena, como todos -dice Louis-. La convencí y ahora me arrepiento. No quiero que sufra. Yo sólo soy el emisario. Louis el frío, el práctico. El que trabaja con números en la oficina.
Luis se empeñó y aquí estoy -dice Rhoda- Ahora llegarán todos, uno por uno. Me dijo, tenemos una cena. Tienes que venir, parece que Bernard nos dará una noticia importante. No sé por qué he venido. Tampoco quiero lamentos. Lo cierto es que no puse señales. Nadie podría saberlo. Era como no haber estado allí, entonces, en el pasado. Pero estuvimos, y Bernard tendría que acordarse. Y no lo hace, al menos no lo invoca, no me llega su recuerdo.
Allí estuvimos, en el pasado -dice Bernard-. Fueron días de playa, de sol, de fuga. Y Rhoda cree que no me acuerdo, que no lo invoco. Pero lo hago, aunque sólo sea ante mí. Ya sé, no dejamos señales. Las nubes iban y venían, el viento iba y venía, el día y la noche. Sólo el agua conoció nuestros pasos. Fue lo que decidimos, ella más que yo.
Ahora es tarde. Nada se repite, el sol aparece, se alza, se oculta. No hay marcha atrás. La veo aquí, en la cena, y presiento que sobran las palabras. Ella no recuerda que fue efímero, como esa arena que nos quemaba los pies, y desaparecía en el vaivén del agua.
Sería más fácil si Bernard hubiera venido hoy, -dice Rhoda- antes de este momento. Siempre promete y casi siempre promete cosas imposibles. Y luego cuenta y cuenta, se llena de frases, pero no dice. Yo acepté lo efímero. Yo misma te conté aquel sueño del futuro. De tú y yo lejos el uno del otro. Ya no seré tu copiloto, dije, mientras tú, incrédulo, sonreías. Ahora entra Jinny, y al unísono los hombres se levantan. Ese resorte viril funciona así con ella. Ella se hace ver, se deja ver, pone señales, marcas, aquí está Jinny.
Me siento alegre y feliz, -dice Jinny- todos me adoran y yo los amo. Insistí en este encuentro, Luis me ayudó. Bernard, tan cauto, no estaba decidido. Neville participará con sus discursos, con sus buenas palabras para todos nosotros. Y Rhoda y Susan también me quieren. Cada una a su manera, y yo las adoro. Repetimos como antaño: amo y odio. Las alas de Rhoda y la sensatez de Susan.
Yo ofrezco mi hombro a cualquier llanto, -dice Susan-, pongo lo sensato antes que ninguna otra cosa. Ni las alas de Rhoda, su imaginación, su vuelo, ni el baile feliz de Jinny, su alegría. Yo tengo los pies en la tierra. Soy la que amasa el pan y corta las flores. La que borda los manteles y atiza el fuego. Así me ven ellos, pero yo los veo transparentes, tengo los ojos despiertos, el oído ligero, la tendencia a escuchar. Festejaremos la noticia de Jinny y Bernard. Festejaremos este encuentro.
Pero, ¡qué extraño!, -dice Rhoda- todos hablan y, sin embargo, se palpa el silencio. Y no es ausencia de voces, el silencio tiene formas y colores. El silencio es esta mesa dispuesta para la cena. Es el vino y la comida; el silencio son los vasos y los platos, el cubierto en su sitio, y las mesas y las sillas. El silencio somos nosotros. Jinny habla con Susan, Susan habla con Louis, Louis pide la carta de vinos al camarero. Yo, Rhoda, miro a mi alrededor, veo a Neville que prepara su discurso. Mencionará muchas cosas, pero no dirá Percival, el número siete. Ya no somos el número mágico.
Recuerdo tu frase, poeta Neville, “correré siempre las cortinas de mi intimidad”. Veo a Bernard que se arrepiente de no haberme visto esta mañana, cuando el sol se colgaba del firmamento, antes de esta noche, antes de esa noticia que seguramente todos saben y que me ocultan.
Yo también palpo el silencio -dice Neville-. Es ese salto en el vacío desde la adolescencia hasta hoy, cuando ya es demasiado tarde. El silencio es ahora, que ya no somos los mismos. Todos esperan este discurso. Están acostumbrados a que yo sea el rapsoda que alegre los encuentros, que defina al grupo. Este es el grupo de Neville, dicen desde fuera. El encargado de romper los silencios, de elevar las voces, de reír o soñar, o simplemente de estar. Sin mí, hablarían del tiempo, de sus viajes, de sus trabajos. Se mirarían sin ver, sin querer ahondar demasiado en los recuerdos, o en sus vidas de ahora. Yo tengo que sacarlos del extrañamiento, descifrar sus palabras, entenderse sin hablar. Pero Percival murió allá, en la India o en cualquier parte, y “se han apagado las luces del mundo”. Respirad tranquilos. Aquí sigue el vuelo de Rhoda, el baile de Jinny, la cobardía de Bernard, la bondad de Susan, el sentido práctico de Louis.
Seguirás soñando ese sueño del futuro -dice Rhoda- Aquel que repetiste entonces, cuando envié mi flota de pétalos blancos a luchar contra las tempestades. Tú y yo lejos el uno del otro. Ya no serás mi copiloto, dijiste, mientras yo, incrédula, sonreía.
Seguiré soñando ese sueño del futuro. Ya no seré más tu copiloto, te dije, mientras tú, incrédulo, sonreías. Y entonces las olas rompían sobre la playa.