Disculpe lo primero el lector tan horrible título para un artículo. Si es adecuado es porque participa —aunque algo irónicamente— del recurso al solemne aderezo de lo técnico para vestir juicios propios o pretendidamente finales. La pandemia de la Covid-19 nos ha familiarizado con toda suerte de lenguaje científico y técnico. Así como ha dado voz a los testimonios de virólogos, inmunólogos o epidemiólogos, y otros tantos especialistas, a los que a diario escuchamos, con la esperanza de una buena noticia o con la abnegación hacia una nueva y necesaria advertencia.
Pero también asistimos a una tendencia a enfrentar lo científico frente a lo político, a aludir al inamovible juicio de la ciencia para legitimar opiniones y acciones que por públicas —pero también por científicas— siempre han de estar sometidas a discusión.
Hace unos días un manifiesto alentaba a los políticos a dejarse guiar por el único juicio de la ciencia: “Sólo las autoridades sanitarias, sin ninguna injerencia política” deberían establecer las prioridades de actuación. Dejando de lado su desafortunado tono populista —o precisamente por ello— es difícil no estar de acuerdo.
Sin embargo, todo ello revela que quizás nos adentramos en una nueva época de positivismo. Recuerden, aquella ideología de finales del siglo diecinueve que, aupada por el prestigio de los avances tecnológicos, creyó e hizo creer que el científico es el único conocimiento válido y, más aún, que debía sustituir a todos los demás. El positivismo convirtió a la ciencia en creencia, y, aunque pretendiera sustituir a la política, no fue sino su criada.
Los criterios científicos son ahora más necesarios que nunca, pero es preciso tanto advertir contra el peligro de que sustituyan a otros criterios (morales, sin ir más lejos) como contra el vicio de utilizar la ciencia como dispensa o como argumento finalista. Los historiadores podemos señalar un buen puñado de ejemplos en los que la ciencia abaló de manera irrefutable proyectos tan poco deseables como el colonialismo o la exclusión social de las capas populares.
Recuérdense los argumentos científicos que se esgrimieron frente al voto femenino en la España de 1931: el histerismo, consustancial a la mujer, impedía su normal juicio. Incluso hubo entonces peticiones para que se retrasara el voto de la mujer hasta después de la menopausia. Frente a ellos, Clara Campoamor aportó argumentos iusnaturalistas, filosóficos, humanistas. Es importante insistir en esto, el histerismo o la frenología no eran por entonces contenidos pseudocientíficos, no suponían una suerte de oscurantistas fake news de la época: eran ciencia. Pero incluso en lo que respeta a los contenidos científicos más irrebatibles, menos contextuales, su exclusiva aplicación a la vida social no sería en nada deseable.
Otro texto hizo aparición la semana pasada: el “informe técnico sobre Largo Caballero, Prieto y Vox”. También hace gala de ese summun formalista de la ciencia que parece ser la categórica articulación en puntos, como si se enumeraran teoremas de geometría euclidiana. Los historiadores que lo firman, que son muchos y muy respetables, muchos amigos y maestros, pretenden aportar “un juicio estrictamente técnico”. No entraremos a valorar aquí su contenido, basta la forma y la vocación.
Se llega a apuntar, sin embargo, que las afirmaciones de Largo Caballero contra la democracia —primero le quieren quitar su estatua y ahora sus ideas— están sacadas de contexto. Cuando lo que precisamente estaba fuera de contexto por aquel entonces era la democracia liberal, el más polémico y menos científico de los regímenes.
La historia, como la política, no cabe en un informe técnico. Todo lo humano, y la Covid-19 también lo es, es polémico. Y es deseable que lo siga siendo. Sólo los peores regímenes —algunos hoy muy pujantes— se han mostrado dispuestos a la común búsqueda de lo armónico. Sólo lo científico aspira a valores absolutos. Lo técnico abjura de la política, buscando situar la cuestión en un espacio esterilizado de conversación y discusión. Las humanidades, las ciencias sociales o la política no son nada sin sus fuentes, sin los datos objetivos recabados y demostrados metódicamente, que permitan un acercamiento a la verdad, a elegir la opción menos nefasta o la más justa acción.
La prudencia, la crítica, el sentido común, son los valores, no menos importantes, que aportan las humanidades, la filosofía, las artes. Y enseñan cosas tan importantes como a enfrentar diferentes posiciones, a convencer y dejarse convencer, a contextualizar las obras antes que eliminarlas, a distinguir entre varias estatuas, enseña —entre otras muchas cosas— que el gobierno de los políticos podría ser nefasto, pero que el gobierno de los científicos lo sería más.