Mi afición taurina fue pequeña y, sobre todo, ya lejana. Tan lejana como el San Isidro de 1979 en el que no recuerdo antitaurinos y sí un cierto barniz social en la concurrencia a las corridas.
Asistí una tras otra a no menos de diez, todas con tono general bajo y ninguna buena faena. Cumplido mi hartazgo, en la terna de la siguiente corrida figuraba Curro Romero, lo que por la bien ganada fama del mismo me determinó a interrumpir el ciclo pues con lo que llevábamos de feria no iba a ser la suya una tarde diferente. No acudí y me perdí una de las pocas memorables faenas del maestro de Camas quien deleitó al respetable aunque, como casi siempre, con el estoque estuvo mejorable. Perder esa ocasión ratificó mi decisión de alejarme de los cosos taurinos. Desde entonces he presenciado cuatro o cinco festejos en ocasiones de compromiso o conveniencia social.
Ignoro cómo serán las fiestas de toros en pocos años -me refiero a las de lidia reglamentada- o si serán. También si dejarán de ser por fallos u omisiones de los que viven de ellas o por la acción de los que las denostan y oponen.
Otra cosa es mi opinión sobre la calidad humana de sus partidarios y detractores. Sobre los primeros, lo más con nombre y apellidos, podemos opinar y hasta pontificar; igual respecto de los segundos, aunque con el matiz de que en demasiados casos son ellos los que se definen.
En estos demasiados casos no soy capaz de de comprender y cohonestar su gran amor a los animales y tanto odio y desprecio a los humanos, por más que toreros sean. Acaba de pasar contigo como en 2016 con Víctor Barrio o, sin llegar al fatal desenlace, varias veces con Juan José Padilla y con tantos otros.
En mi percepción la realidad es que tan humanos son que se vuelven bestias en su afán de defender a los animales y en tal proceso de racionales animales pasan a ser eso, bestias que se ceban en los hombres de cuerpos muertos aún calientes, helando la sangre en las venas de sus familiares y deudos. ¡Alimañas!