Esta semana se cumplían cinco años de aquel día en que el mundo cerró sus puertas a cal y canto.
Ante nuestros estupefactos ojos, se decretaba un confinamiento que nunca pensamos que viviríamos, por algo que también parecía de otra época, una pandemia.
El COVID-19 nos obligaba a encerrarnos en nuestras casas y a llorar a muchos muertos mientras salíamos a los balcones gritando que resistiríamos, y permanecíamos en nuestras casas pensando que saldríamos mejores.
Y salimos, desde luego, pero lo de ser mejores quedó atrás. Y hoy casi no nos acordamos de todos aquellos buenos propósitos. Parece que ha pasado un siglo, y no solo un lustro.
En ese momento, la naturaleza, la providencia, los dioses o quien quiera que maneje nuestros destinos, nos recordaba que somos falibles, que no lo tenemos todo controlado, que en cualquier momento un giro de guion que haga quien escribe el libreto del mundo puede ponerlo todo patas arriba.
Pero, cuando casi lo teníamos olvidado, de nuevo quiso hacernos uno de esos recordatorios crueles que nos dejan en estado de shock. Y llegó la terrible dana que inundó barrancos que asolaron muchos pueblos de Valencia, mi tierra.
Como cuando llegó la pandemia, nadie esperaba que llegara y, como entonces, nadie pudo prever sus fatídicos resultados, aunque probablemente si que se hubiera podido hacer algo para aminorarlos.
No aprendimos nada entonces, y dudo que aprendamos algo ahora, más allá que lo que antes se llamaba “epidemia” ahora se llama “pandemia” y lo que conocíamos por “gota fría” ahora es una dana.
Podríamos pensar que la naturaleza se está quejando de cómo la tratamos y nos responde dándonos una dolorosa lección que nos obstinamos en no aprender, y no nos equivocaríamos.
En lo que sí nos equivocamos es en el modo de asumirlo como algo inevitable, sin hacer nada para tratar de que no vuelva a pasar. Más allá de cruzar los dedos y buscar chivos expiatorios, claro está.
Sin embargo, el mundo, en lugar de aprender, elige mandatarios de lo más peligrosos, personas que en su día hablaron de tomar lejía para evitar el Covid, y otras cosas parecidas, o que se dedican a invadir países y a convertir la guerra en un modo de vida.
Porque la guerra es otra de esas cosas que parecían de otro tiempo y que ahora se acercan peligrosamente a nuestras fronteras y a nuestro mundo.
Y ahora, por si fuera poco, se hace necesario invertir en armas porque hay un enemigo real del que hay que defenderse. O varios. Y porque además hay aliado que nos lo exigen.
Definitivamente, no hemos salido mejores, sino todo lo contrario. El mundo está todavía peor que aquel día de hace cinco años en que el universo se paró en seco, y parece que nos empeñemos en empeorarlo.
Y ahora ya ni siquiera nadie sale al balcón para cantar a voz en grito que resistirá. Porque ya hasta eso dudamos.