Una vez más tomo prestado el título de una película para hablar de algo que poco tiene de ficción. Por desgracia.
Leía hace unos días una noticia que me llevaba de espanto. Una niña se suicidaba en Estados Unidos ante las amenazas de sus compañeros de clase, que le acosaban diciéndole que la iban a delatar para que la deportaran por su origen latino.
La niña se quitaba la vida no solo por el acoso que sufría, sino porque las noticias que escuchaba en los informativos le hicieron temer que esas amenazas pudieran convertirse en realidad.
Una realidad que pone los pelos como escarpias con solo imaginar la posibilidad de que se entre en las escuelas para expulsar a niños y niñas que no han cometido otro delito que haber nacido en otro lugar, o de otros padres que los que son del gusto de las autoridades. Esto es, por el simple hecho de ser diferentes, aunque sus derechos deberían ser exactamente los mismos.
Lo sucedido a esa niña no es otra cosa que la punta del iceberg de muchas situaciones terribles de las que ni siquiera tenemos conocimiento. Porque siempre que hay una situación de crisis, se cobra en la infancia sus primeras víctimas.
No era la única noticia sobre criaturas que sufren un final espantoso. No hay más que echar un vistazo a las cifras sobre cualquier guerra para saber que entre sus víctimas siempre hay niños y niñas, lo más vulnerables. Ocurre en Ucrania y en todos y cada uno de los más de cincuenta conflictos armados que hay activos en el mundo, aunque ni siquiera se hable de la mayoría de ellos.
Hace poco, sin ir más lejos, sabíamos de otra noticia escalofriante: al menos seis bebés recién nacidos morían congelados en Gaza, por falta de lo más esencial. No quiero ni imaginar lo horroroso que debe ser la impotencia de presenciar cómo, en pleno siglo XXI, un hijo muere de frío sin poder hacer nada para evitarlo. Pero está ocurriendo y seguirá ocurriendo mientras quienes tienen la posibilidad de evitarlo sigan mostrando la sensibilidad de una piedra.
Hay más casos de criaturas que pagan por la insensatez de las personas adultas que dirigen el mundo. En Afganistán las niñas lo tienen cada vez peor, porque se les ha privado, además de lo más elemental, de la posibilidad de hacer algo por mejorar su situación, a no dejarles ir a la escuela. Y hay más casos. Recordemos lo que ocurrió en su día con Malala – hoy activista y premio Nobel- que a punto estuvo de perder la vida por el simple hecho de querer ir al colegio.
Niños soldados, niñas prostituidas o víctimas de trata, matrimonios forzados o trabajo infantil son diversas caras de una misma moneda, un insoportable maltrato infantil ante el que, en más veces de las que deberíamos, miramos hacia otro lado, no vayan a sacarnos de nuestra zona de confort.
Tal vez deberíamos pensar en estas cosas cuando nos quejamos de cosas que pasan a nuestras hijas o hijos y que no tienen la más mínima importancia. Y también deberían saber, conforme van creciendo, la suerte que han tenido de nacer en un lugar y en unas circunstancias y no en otras, que habrían hecho totalmente diferente su destino.
Me gustaría pensar que estas noticias a las que me refería son solo algo excepcional, pero mucho me temo que no es así. El mundo sigue ignorando a esas criaturas que se convierten en las víctimas más vulnerables de todos los conflictos. Unas criaturas a las que a pesar de que deberían ser nuestro futuro, no les permitimos tener un presente.