Vivimos en un mundo donde parece que se premia siempre la exhibición ampulosa, la ambición desmedida y los egos desenfrenados. Pasa también en el mundo del cine. Películas en planos secuencias, inversiones temporales complejas, presupuestos desorbitados y la necesidad de demostrar que lo que uno hace nadie podría hacerlo.
Muchas veces, entre tanto fuego artificial, se nos olvida que lo realmente complicado es emocionar desde lo sencillo. Desde lo honesto, lo cotidiano. Lo que todos conocemos. Porque parece que lo sencillo se confunde con lo simplón o con lo fácil, cuando es todo lo contrario. La sencillez es una virtud en decadencia en el cine, y muchas veces quienes lo intentan acaban sonando como farsantes con ínfulas.
Precisamente ese elogio de la sencillez es lo que convierte a Petite Maman, lo nuevo de Céline Sciamma, en una joya. Una nueva maravilla tras alcanzar la cima de su carrera con Retrato de una mujer en llamas, donde demostró que se puede contar una historia de amor de una forma diferente, que el erotismo está en unos labios entreabiertos y no en unos pechos, y que la 'male gaze' había hecho mucho daño.
Cuando uno realiza una obra tan contundente la primera pregunta es obvia. ¿Está Petite Maman al nivel? Lo está. Sciamma no falla en su tiro y realiza una película pequeña, de apenas una hora y cuarto de duración, con cinco personajes y tanta verdad y emoción que uno acaba tocado y hundido. Dice también mucho de ella haber accedido a presentarla en una edición virtual del Festival de Berlín. Sin focos ni grandes titulares.
Su nueva película cuenta la historia de una niña de ocho años que acaba de perder a su abuela. Se traslada a la casa del campo donde se crio su madre junto a sus padres para ayudar a cerrar aquel baúl de los recuerdos para siempre. Allí, se encontrará junto a la cabaña que su madre construyó a su edad, a una niña que se parece mucho a ella, y que resulta que es su propia madre con su misma edad. Un juego de viajes en el tiempo tan sencillo como encantador. Un camino que conecta la casa familiar en el pasado con la del presente con la abuela ausente.
Con ese mecanismo, que ni se explica ni falta que hace, y que funciona por esa sencillez tan difícil de lograr, Sciamma construye un relato profundamente sensible sobre las relaciones materno filiales, pero también sobre la pérdida, la exigencia a las mujeres -ser una buena madre, ser sensible, contar tus sentimientos, la memoria y los recuerdos. Una fábula íntima, que construye un universo con cuatro pinceladas y que consigue calar hondo. Lo hace desde una primera escena tan bien contada que sabes que todo lo que venga funcionará. Una niña que se despide de las ancianas de una residencia hasta llegar al cuarto vacío de su abuela y preguntar si puede quedarse con su bastón. No hace faltan más frases grandilocuentes, ni gestos vacíos. Ahí está todo.
Sciamma vuelve a demostrar que mira como nadie. Que su capacidad de observación, de sacar verdaderos sentimientos de lo pequeño, de cada gesto o cada cuerpo, es única. En un momento en donde se asocia la calidad de un director por lo pretencioso que es, por los movimientos de cámara que utiliza, ella refuta todo eso apostando todo al poder de la mirada de su cámara. Es así como este cuento de amor entre una madre y una hija, tan fácil en su apariencia y tan complejo en su interior, consigue en una nueva joya que emociona gracias a esa sencillez y honestidad con la que siempre habla la directora.
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