Desde que Spielberg rodara como nadie lo había hecho antes el desembarco de Normandía en Salvar al soldado Ryan, el cine bélico no conseguía escapar de la sombra de aquella escena. No encontraban ni una historia ni una apuesta formal de suficiente enjundia para trascender, para convertirse en un nuevo clásico del género. Uno de los pocos que logró fue Christopher Nolan, que se despojó de todos sus trucos para meterte en medio de la Segunda Guerra Mundial en su magnífica Dunkerque, experiencia casi física del horror de una guerra a través de un soldado deseando escapar.
Lo ha logrado ahora, también, Sam Mendes en 1917. El director de las maravillosas American Beauty, Camino a la perdición y Revolutionary road y que vuelve a la guerra (la abordó también en Jarhead) para mostrarla como no la habíamos visto antes. En este caso es la Primera Guerra Mundial, el año 1917 que menciona el título, y su apuesta es también, como la de Nolan, inmersiva. Mendes decide que para vivir el horror de sus dos protagonistas, dos jóvenes que tienen que ir desde una trinchera a una avanzadilla para dar un mensaje, lo mejor es meterte de lleno en la guerra.
1917 -que acaba de ganar los Globos de Oro a la mejor película y a la mejor dirección- es una película que transcurre en tiempo real. El metraje dura lo que dura la aventura de sus protagonistas, y en esta apuesta por el realismo el mecanismo formal no podía ser otro que el plano secuencia. Es decir, que es una película en la que no hay cortes (los hay pero el espectador no los nota). La cámara sigue todo el rato a los dos soldados, no les abandona nunca, pero eso no quiere decir que sea una cámara en mano pegada a su cogote, sino que el virtuosismo de Mendes consigue que la cámara se permita movimientos y planos imposibles, hermosos y que no son simple florituras, sino que ayudan a avanzar la acción.
Aunque el plano secuencia sea la mayor sorpresa y es lo que contribuya a esa experiencia única, no valdría de nada si el resto del conjunto no estuviera a la altura, empezando por la música, en constante crescendo de Thomas Newman y la fotografía, hermosa en medio del horror, del mejor Roger Deakins, que debería llevarse su segundo Oscar. Su trabajo en algún set piece como el de la ciudad derruida que sólo se ilumina con bengalas lanzadas por los soldados es prodigioso.
1917 funciona también por el contraste entre la inocencia de sus dos soldados protagonistas, George Mackay y Dean-Charles Chapman -Tommen en Juego de Tronos-, y la bestialidad de la contienda, contada sin paliativos, sin ambages, en toda su crudeza. Ellos cumplen con la misión porque es lo que deben hacer, y esa mezcla de pureza y guerra funciona. También es una obra que adquiere una nueva mirada con la dedicatoria final que Mendes le dedica a su abuelo, quien le contó las historias sobre la Primera Guerra Mundial que no se había atrevido a contar a sus padres. Es, por tanto, una historia sobre el poder de la palabra -es el primer guion que escribe el propio Mendes-, la misma palabra escrita que deben entregar para detener una masacre.
También del poder del cine. 1917 es una película que tiene que verse en sala tradicional. Está diseñada para disfrutarse en un cine, en pantalla grande, para dejarse maravillar por la puesta en escena, su fotografía el sonido. Una epopeya bélica en plena batalla con las plataformas que recupera esa fascinación por el séptimo arte y que deja a uno preguntándose cómo han podido rodar semejante virguería. Dos horas de cine en estado puro, de tensión, de ritmo frenético, de emoción. Si los Oscar no quieren premiar a una película de Netflix no tiene ni que dudar un minuto, es una película que sólo Hollywood se puede permitir y que enseña toda su grandeza.