Santi Balmes (Love of Lesbian): "No trascenderé, pero ¿qué importa? ¿Beethoven nota algo?"
El cantante de Love of Lesbian acaba de publicar 'Un día en mi cabeza. Canciones para gente (no) muy normal', un libro en el que despliega su pensamiento sobre la creatividad, el sexo, los afectos, la edad, lo elevado y lo más cotidiano.
20 abril, 2024 02:39Se trata, en el último libro de Santi Balmes (Love of Lesbian), de pasar un día completo en su mente. Ese es su título, Un día en mi cabeza (Editorial Lunwerg), y lo que promete lo cumple. Pero ojo al viaje, porque su cabeza es un artefacto prodigioso, una máquina que atrapa ideas sin parar, les da otro cariz al que tienen cuando simplemente flotan en el aire -les pone un olor, como al gas metano-, y luego las devuelve a la sociedad para que no pasen inadvertidas.
En sus páginas va intercalando estos pensamientos con canciones, y recomienda varias para cada situación: para ducharse, para ir en carretera, canciones para sacatrá (hacer el amor), canciones de celos y despecho, canciones en catalán. A propósito, pide un referéndum este catalán de "no ocho, sino ochenta apellidos" de la seva terra, pero pide sobre todo la permanencia del idioma: "Me preocupa que vaya a una panadería, me dirija al dependiente en mi lengua y que no le dé la gana contestarme en catalán".
No es amigo del comedimiento, Balmes, no tiene miedo a expresarse y su amante más fiel es la provocación, con la que lleva toda la vida tratando de entenderse: "Con 12 años en mi cumpleaños todos me decían "un deseo, un deseo" y yo dije delante de mis abuelos: ‘Perder la virginidad’. Y se hizo un silencio bastante fuerte. Es cuando empiezas a calibrar quién te va a devolver la pelota, que es lo más divertido, y quién no".
Jugará a la provocación durante esta entrevista ("Si fueran sus últimas horas, qué es lo primero que haría?", "asesinar a alguien, sin dudarlo"), pero también a la honestidad, ese raro unicornio. Reconoce que nunca soñó con trascender con su música, y le importa un comino porque su escepticismo manda: "¿Qué importa en realidad? ¿Beethoven nota algo?".
Siente que con este libro de pensamientos saltarines se ha acompasado al presente: "Corresponde un poco a esta mentalidad scrolling de Instagram". No puede con su enemigo (se pasa media hora mirando reels y luego todo fuera de la pantalla se le antoja despacioso), así que se suma a él. Pero también se cuida: ha dejado de fumar, hace deporte y se ha dado cuenta de que la intelectualidad no tiene necesariamente que alejarse del cuerpo: "Desde que tengo una vida más sana veo que no estoy tan mal de la cabeza como pensaba. Todo venía dado por el veneno que me estaba metiendo". Charlamos en una librería de Chueca, apenas dos horas después de que haya pisado Madrid.
PREGUNTA: Empecemos suave. Leí la misma reflexión en unas pocas horas hecha por dos mentes: una era la suya, que decía que las canciones que tenemos grabadas a fuego -no las que nos gustan, no con las que coqueteamos en un momento dado- no tienen tanto que ver con la calidad sino con el momento "en que impactaron en nuestro corazón". Que suele ser la adolescencia, claro. Así que, ¿no tenemos capacidad para discriminar música buena o mala? ¿La que nos toque generacionalmente a esa edad es con la que nos quedamos para siempre?
RESPUESTA: Yo creo que sí, que estamos condenados. O al mensos el recuerdo que vamos a tener es muy coyuntural. Yo puedo escuchar las canciones de las playlist de mis hijas y verlas desde un punto de vista mucho más frío, más analítico, que ellas. Ellas a lo mejor se han dado el beso con tal chico o chica en el momento en que sonaba esa canción.
P.– Eso me temía. Y a los que cuarenteamos ya, ¿no nos va a pasar nada tan intenso? ¿No se nos va a fijar un recuerdo de una canción que escuchemos paseando a nuestro bebé por el parque?
R.– Es muy complicado que una canción te recuerde el primer tacto rectal que te hicieron (risas) o llevando al niño a la guardería. Es algo que siempre comento con mi banda: la generación que escuchaba a Love of Lesbian con un disco como 1999 fue una generación que cortó o que recordó a su ex a través de ese disco. Y aunque en los siguientes hayamos hecho mejores canciones, el impacto no es el mismo porque las están escuchándolo de una manera un poco distraída mientras les dicen a los bebés que llevan detrás en el coche por la M30 que no lloren. Es muy complicado luchar contra las coyunturas emocionales repletas de hormona o de nostalgia o de la melancolía de la veintena o treintena. A partir de la cuarentena es otra cosa… No nos vayamos a engañar. Aunque siempre haya a todas las edades pequeños ciclos de repetición, de nuevos enamoramientos.
P.– Ya habría que hablar de si son igual de intensos, pero eso es harina de otro costal…
R.– Eso es muy diferente, cuidado (risas). Sí, sí.
P.– Y por eso es tan difícil trascender también, ¿no? Porque si cada generación escucha a la gente que está en la palestra en ese momento es muy difícil que se repita un fenómeno beatle, ¿no?
R.– Es muy difícil. Si te paras a pensar en cuántos músicos han trascendido desde el siglo XVII, son sólo unos pocos que eran unos absolutos genios. Luego llegó la democratización del siglo XX, cada década ha aumentado el número de bandas con las nuevas herramientas de grabación, y ahora esto es la torre de Babel, y cada vez la velocidad con que se queman las cosas es más rápida. La capacidad de arder es inmensa. Estamos llegando a la velocidad de la luz. A veces leo por Twitter, ¡esto es tan 2020!
P.– Y hace cuatro años. Pero claro, ya está caduco y parecen dos mundos por todo lo que ha pasado, por la pandemia.
R.– Ya parecen dos mundos, hay una brecha bestial de lo que pasó antes de la pandemia a lo siguiente. Y también influye la necesidad por parte de la industria musical de presentar nuevos productos continuamente.
P.– Y qué tal lleva pensar que a lo mejor no trasciende, o no trascienden como banda.
R.– Yo tengo asimilado que no. Pero es que ¿qué importa que trasciendas en realidad? ¿Beethoven nota algo? (Risas).
P.– ¡No lo sabemos! Esa es otra gran pregunta que no vamos a ser capaces de responder.
R.– Claro, pero desde el punto de vista agnóstico o ateo de mi vida creo que no va a ser demasiado importante. Estoy en un punto bastante escéptico en ese sentido, y me estoy dando cuenta de que estoy empezando a ser yo también una víctima de la velocidad de las cosas. Y te voy a decir por qué: hace poco me di cuenta de que si me pasaba mirando vídeos en scrolling de Instagram durante media hora y luego me ponía a escuchar una canción, esa canción de dos minutos me parecía de cuatro.
P.– Sí. Maldito ciclo rápido de recompensa, que nos está haciendo que necesitemos que todo sea como un rayo. Estamos perdiendo la profundidad.
R.– Absolutamente. Y luego gente como Mark Zuckerberg o el inventor del scrolling que, por cierto, ahora dice que se arrepiente mucho…
P.– Todos dicen lo mismo. Todos los de Sillicon Valley: "Hemos creado un monstruo".
R.– Correcto. "Yo a mis hijos no les dejo la tecnología". Ufff. Qué rabia dan, de verdad. Pues es como si hubieran roto el cristal de nuestra percepción de la realidad y que este se haya convertido en algo muy disgregado, como un mosaico por el que no te centras en nada.
P.– ¿Y cree que es más carne de cañón precisamente por el TDAH que sufre?
R.– Podría ser, podría ser que sí. Siempre me ha costado más concentrarme que a los demás. Tampoco es que hubiera tenido problemas en el colegio, pero mi madre dijo que no tiene un recuerdo de mí estudiando, aunque eso no es cierto porque yo me acuerdo. Pero sí que me ha pasado que una hora me parecían cinco.
P.– Siempre le ha pasado y ahora ya a la enésima potencia.
R.– Justo. Me veo en una reunión y los demás se ríen de los caretos que hago. Hay uno del grupo que se dedica a congelar frames de mis caretos, de ‘no soporto esto’.
P.– Pero dice que está con la meditación trascendental para intentar corregir esta predisposición suya a la dispersión. ¿Qué tal le va con eso? ¿Y qué implica el adjetivo ‘trascendental’?
R.– La meditación intenta trascender el pensamiento, quedarte en una fuente de conciencia primigenia a través de la repetición de un mantra. Hice un curso porque me interesó a partir de David Lynch, y otros del grupo lo han hecho y a algunos les ha ido bien y a otros no. Aunque también es un estado meditativo cortar el rosal del jardín o estar nadando.
P.– Actividades cíclicas, ¿no? ¿Y el mantra para qué sirve?
R.– Sirve para centrar, es como una boya en el océano, para que no se disperse el pensamiento. Van a ir siempre apareciendo ideas: "Cuando termine la meditación trascendental tengo que llamar a este, tengo que pagar la multa…", y ese mantra sirve para respirar de una manera diferente también. La respiración está vinculada a nuestra gestión emocional también. A mí me ha servido también para ser más efectivo en el tiempo que tengo. Y a la hora de decidir cosas que no son tan creativas, que son más a o b. Aunque dicen que la manera más efectiva de decidir algo es cuando te están meando.
P.– Pues yo me estoy meando muchísimo ahora mismo.
R.– Pues si yo te dijera ahora mismo dónde vamos a comer, sabrías exactamente lo que te apetece. ¡Pero ve al lavabo, hija!
P.– Nada, cuando acabemos, soy muy sufrida.
R.– ¿Eres catalana? Porque nosotros somos muy sufridos. Pero vale, lo que te quería decir es que el libro corresponde un poco a esta mentalidad scrolling.
P.– Es como estar en la pantalla de inicio de Instagram, pero saltando de un pensamiento a otro.
R.– Totalmente. He intentado aliarme con ese scrolling mental. Quizás es un nuevo estilo, y últimamente pensaba: ¿sería capaz de transcribirlo a música este proceso?
P.– No sé si funcionaría eso, ¿no? Tendrá que darle una vuelta.
R.– (Suspira largamente). Le tendré que dar una vuelta.
P.– Uno de esos infinitos pensamientos que despliega en la obra es su querencia a la provocación, un arma que acostumbra a usar. Se justificó por una afonía en una ocasión ante el público diciendo que tenía un vello púbico atravesado en la garganta. Con Serrat repitió la operación. La provocación, ¿cuándo sí y cuándo no?
R.– Eso es muy complicado. Mi hija pequeña es más prudente, y mi hija mayor es una kamikaze, muy provocadora. Y a veces le digo que a mí me ha llevado toda una vida saber cuándo sí y cuándo no.
P.– ¿Y es útil o sólo es gozosa, la provocación?
R.– Hombre, te puede meter en más de un follón. Esto no lo digo en el libro, pero con 12 años en mi cumpleaños, estaba con toda mi familia, mis abuelos y tal, y todos me decían "un deseo, un deseo" y yo dije delante de mis abuelos: "Perder la virginidad". Y se hizo un silencio bastante fuerte. Es cuando empiezas a calibrar quién te va a devolver la pelota, que es lo más divertido, y quién te va a seguir con un silencio muy incómodo. Pero yo creo que la gente que intentamos siempre provocar tenemos una cierta tendencia a ser más creativos, porque hay que estar todo el rato rebasando límites. Como decía Bowie, "cuando estás nadando y no tocas suelo, ahí es donde tienes que estar".
P.– ¿Y le sigue pasando lo de levantarse y pensar que son sus últimas horas?
R.– Sí.
P.– Y si de verdad sucediera. ¿Qué es lo primero, primero de verdad, que haría?
R.– Asesinar a alguien, sin dudarlo.
P.– ¿Tenemos algún candidato?
R.– (Se ríe y hace una pausa)… Hace poco en una cena a alguien le sentó fatal, pero dije: "Si yo estuviera ahora mismo agonizando en una UCI, creo que mi sueño sería tener escondida una pistola bajo la almohada y decirle al enfermero, a una persona de 30 años con toda la vida por delante, que se acercara para decirle algo y… ¡Paaa! (emite la onomatopeya del disparo). Y que viniera la policía y todo eso… Esto es una fantasía, evidentemente. Lo digo para provocarte.
P.– Y dejando a un lado la provocación, ¿qué es lo primero que haría Santi Balmes?
R.– (Serio). Decapitar a alguien. (Ahora estalla en una nueva risa). Siempre me ha fascinado ver una cabeza rodando por el suelo…
P.– A lo María Antonieta.
R.– A lo María Antonieta. Siempre lo he pensado mucho, eso que se comenta de que durante dos minutos siguen pensando y tal. Luis XVI lo último que vio fue un cesto, ¿no?
P.– ¿Un cesto?
R.– ¿No caían a un cesto las cabezas?
P.– Creí que caían rodando por el suelo. Un cesto es mucho más aséptico, ¿no?
R.– Sí, pero yo tengo la imagen de un cesto de mimbre, que es mucho más ridículo. Y el ruido de la plebe (simula el ruido de las gentes enfervorecidas).
P.– Con un fade out al final.
R.– ¡Seguro! Fade out y black out.
P.– Lo del deporte. No ha sido muy deportista, cuenta. Ahora está con ello. ¿Qué le pasa a la bohemia con el deporte? ¿Por qué está tan mal visto?
R.– Tenemos una mala asociación, sobre todo según qué generaciones. Las próximas que vienen ya no creo que vaya a ser así. Yo tenía un abuelo bastante cerebrito y en todas las fotos salía fumando, y tenemos asociado bastante a la intelectualidad el tema del fumeque. Y también está la disociación absoluta entre mente y cuerpo, un poco dada por la civilización occidental. Hasta ahora hemos hecho una separación absoluta, y los que han hecho hincapié en el coco no trabajaban el cuerpo, y al revés. Ahora en cambio, con la irrupción de según qué pensamientos venidos de Oriente, cuerpo y mente vienen a ser lo mismo.
P.– ¿Cree entonces que sí lo vamos a integrar un poco más?
R.– Sí, porque nos hemos dado cuenta de que si cuidas el cuerpo estás cuidando el cerebro, está terriblemente interconectado. Yo me he dado cuenta, desde que tengo una vida más sana, de que no estoy tan mal de la cabeza como pensaba. Todo venía dado por el veneno que me estaba metiendo. Ahora veo que me parezco más a la parte de mi familia que está mejor de la cabeza que no a la que está peor.
P.– ¿Y qué tal le va lo de dejar de fumar? ¿Lo ha logrado?
R.– Sí, sí, completamente. Sólo los cacharros estos cero nicotina (señala un vapeador junto a él), que en estos días de promoción los uso un poco. Y mi mujer me dice "esto te está haciendo que vayas al estanco, cuidado".
P.– ¿No le parece que es más duro abandonar la idea romántica de fumar que el hábito en sí?
R.– Totalmente. Lo tenemos asociado, la gente de mi generación, a la virilidad… Mi primer cigarro me lo dieron con ocho años en una boda.
P.– ¡Ocho años! También es que éramos un poco cafres, porque a esa edad ya no sólo te cambia mentalmente, es que ni los pulmoncitos están cerrados aún…
R.– Claro, claro. Y lo tenemos asociado a toda una serie de clichés absurdos. No creo que le tengamos que dedicar más tiempo que el minuto de silencio por este vicio. Hoy he visto que en Inglaterra los nacidos a partir de 2009 ya no van a poder comprar, como en Holanda. Es el camino. Yo estoy buscando una cierta calidad de vida en lo que me queda.
P.– Y en cuanto a estar bien o mal de la cabeza, sobre los psicólogos escribe: "¿Serán una especie de rameras del alma o retretes del cerebro?". ¿Nunca ha ido?
R.– ¡Sí!
P.– ¿Y cuál es su opinión, su opinión de verdad sobre ellos?
R.– Yo creo que hacen una función excelente. Lo único que pasa es que ciertas veces te das cuenta de que están alargando más el asunto por un sospechoso interés económico, quizá.
P.– Como que alargan más la terapia de la cuenta. Algunos.
R.– Algunos yo creo que sí.
P.– Como en todo, hay profesionales más y menos honestos.
R.– Me hace mucha gracia cuando te dicen eso de "tienes que ser honesto contigo mismo", y luego te dicen (extiende la mano) son 60 euros. "¿Te puedo hacer una transferencia?". "No, no, en efectivo". ¡Cabrones, qué honestidad, eh! (Risas). Nada, todo sirve y yo he llegado a conclusiones. La que más me gustó quizás es una a la que le dije que me sentía fatal, cuando aún trabajaba en cosas no artísticas, y le conté que mi vocación era escribir, componer… Y me dijo "pues hazlo, deja el curro". ¡Esta se mojó! Era una cosa muy evidente, pero en otras terapias te puedes pasar escuchando el eco de tu queja en una habitación sin ventanas, esperando a que esa persona te abra la puerta, pero siempre te dice "no, tienes que encontrar la puerta tú en estas cuatro paredes negras". Y eso puede ser muy complicado. Salió perdiendo la pobre porque ese día dejé el trabajo, empecé a escribir y también dejé de ir a la psicólogo.
P.– La honestidad a veces nos lleva a perder.
R.– Pero mi recuerdo es bueno.
P.– En eso ella salió ganando. Una cosa con la que no estoy de acuerdo. Dice: "La belleza externa te lleva al conformismo o a un estado contemplativo del todo estéril". Un artista para desmentirlo: Sorolla y su mediterráneo. Y también: Dalí y Cadaqués.
R.– Estoy de acuerdo, Sorolla y sus playas increíbles… Pero matizo: el arte que me interesa más a mí, que es el más subversivo, sí parte de la fealdad como lugar del que escapar. No como Sorolla, con esa playa y esos niños jugando, maravillosos...
P.– Entrevisto cada semana a varias personas, y entre ellas a muchos artistas. Son muy distintos entre ellos, pero tienen algo en común: la corrección política, el comedimiento. ¿Usted no tiene miedo de nada, por eso habla tan libremente?
R.– En ese sentido yo creo que debería ser más consciente de que eso (señala su libro sobre la mesa) va a llegar a muchas personas, a muchos medios de comunicación… Me excedo a veces en según qué uso de la franqueza.
P.– ¿Pero le preocupa?
R.– En ese momento no, cuando estoy escribiendo no porque tengo una cierta disociación con lo que hago. No dejo de ver un cierto personaje ahí dentro, y que es mucho más saludable que si tuviera la sensación de tener una soga… Pero hay un capítulo dedicado a Cataluña que no fui consciente de los problemas a los que me podía llevar.
P.– De todo ese capítulo de Canciones en catalán lo que he sacado en claro es que defiende el catalán, la lengua, por encima de la independencia. ¿Lo he entendido bien? ¿Esa es la conclusión?
R.– Absolutamente.
P.– Aunque está a favor del referéndum y de que la gente pueda hablar.
R.– Sí. Estoy de acuerdo con un referéndum.
P.– Escribe también: "El catalán ya se ha acostumbrado a movilizarse solo cuando se siente amenazado" y "mucho me temo que el Procés fue nuestro particular canto del cisne". A ver si en el fondo el independentismo necesita a la derecha para ser.
R.– Bueno, se retroalimentan, eso está clarísimo. El PP o VOX pueden agradecer que parte del contenido de su programa político que resulta interesante a la gente más intransigente haya venido dado desde mi tierra o desde Euskadi. O la repetición de según qué mantras como "Bildu, ETA". Qué pereza da todo esto, y aún cuela… Eso me preocupa. Y también que todo lo que vaya a decirte a ti se salga de contexto. Porque me pareció alucinante que un medio sacara, no ya de una entrevista sino de todo un libro, un fragmento que desarrollo en todo un capítulo… Me preocupan cosas. Me preocupa que desaparezca mi lengua, que vaya a una panadería, me dirija al dependiente en catalán y que no le dé la gana contestarme en catalán. Hay una cierta tozudez por parte de alguna gente para no usarlo porque ahora ya se ha convertido en un arma política, ese es el problema. Casi casi te define políticamente, y de eso debería culpar al procés, porque antes se usaba indistintamente.
P.– Al final un idioma es cultura, ¿no?
R.– Es cultura y es una psique, es una forma de pensar, de sentir, de recordar, de amar, de todo.
P.– En Canciones de despecho confirma una de mis teorías más longevas: "Conozco a unos cuantos artistas que han ideado la situación perfecta para crear un caos emotivo que les sirva en bandeja su siguiente canción de desamor". Así que era eso. Pero, ¿cómo un psicópata -porque asumo un punto de psicopatía en tal operación- puede profundizar tanto en las emociones como para escribir según qué letras?
R.– Sí. Y tampoco te digo que no lo haya hecho yo alguna vez. Pero sí hay una cierta contradicción a veces entre una persona al que se le presupone que tiene las emociones a flor de piel, y que puede ser también extremadamente frío y analítico. Pueden convivir las dos personas. Yo voy a preferir a alguien así que a alguien que venga y me diga que es de una sola pieza. Si alguien viene y me dice que es de una sola pieza yo sé que no es creativo. Es imposible, no lo vas a ser, servirás como ingeniero.
P.– No somos seres de luz, tampoco.
R.– Exactamente. Es como cuando ves la foto de Neruda con su hija con hidrocefalia, a la que casi abandonó porque le avergonzaba muchísimo. Quizás esa conmoción que tenía en su interior hizo que creara.
P.– Quizás. Quizás Picasso también creaba por lo mal que trataba a las mujeres.
R.– ¡Por ejemplo! ¡Era el minotauro en sí mismo!