Escoltado por buques de guerra británicos, el convoy PQ-17, compuesto por 33 mercantes, salió en junio de 1942 de Reikiavik hacia Múrmansk, en Rusia, portando en sus bodegas ayuda para los aliados soviéticos. Agazapados entre la niebla, los mercantes navegaban a baja velocidad intentando no ser descubiertos por la aviación y la marina alemana.
Pero no fue así. El 1 de julio comenzaron los ataques aéreos y submarinos y, aunque a duras penas, la escolta contenía la ofensiva contra los cargueros. Tres días después, la inteligencia británica fue informada de que varios acorazados alemanes habían zarpado de Noruega y creyeron, erróneamente, que se dirigían a atacar el convoy. Ante el temor de que los buques de escolta, necesarios para otras misiones, fuesen destruidos por los alemanes, los británicos dieron la orden de abandonar a su suerte al convoy.
Sin más protección que cañones ligeros y pequeñas ametralladoras, los mercantes siguieron adelante cumpliendo con su deber, aun sabiendo que estaban sentenciados, y fueron hundidos y localizados uno tras otro en una cacería sin piedad. De los 33 que habían zarpado de Reikiavik, solo 10 llegaron a puerto, el resto se hundieron en las aguas del Ártico junto a cientos de sus tripulantes.
La acción fue uno de los mayores golpes logísticos sufridos por la Marina británica, además de suponer un duro golpe para su prestigio y que sus mandos fuesen acusados de ineptitud. En una carta a Churchill, el líder soviético Stalin llegó a preguntarle si la Marina británica no tenía sentido del honor. Lo que pocos saben es que, 162 años antes, se asestó el mayor golpe de la historia a la Royal Navy, una acción bajo el mando de un español que hundió la economía de Inglaterra y que llegó a provocar el desmayo de su rey, Jorge III, cuando conoció la noticia.
La (casi) invasión inglesa
El 16 de junio de 1779, España declaraba oficialmente la guerra a Gran Bretaña y, junto a Francia, decidieron invadir Inglaterra. El 22 de junio, una armada franco-española formada por 66 barcos y 40.000 soldados puso rumbo a las islas, pero varias epidemias y el miedo de los franceses, causaron que la invasión fuese cancelada.
El intento de invasión preocupó seriamente a los británicos, provocando un terror desconocido desde los tiempos de la Grande y Felicísima Armada de Felipe II (la Armada Invencible), llegando a inducir que la población abandonase las localidades costeras.
A pesar del fracaso, el hombre que comandaba aquella flota combinada fue recompensado por el rey francés, Luis XVI, con una caja de oro con una dedicatoria grabada: “De Luis a Luis”. Aquel líder era un español de 72 años: el sevillano Luis de Córdova y Córdova, uno de los mayores marinos de todos los tiempos y el mayor artífice de que hoy existan los Estados Unidos de América.
Todos los frentes que Gran Bretaña tenía abiertos estaban comenzando a cobrarse su precio con sus fuerzas repartidas por todo el planeta: estaba en guerra con Francia y España, luchaba por hacerse con el control de la India y libraba una batalla vital contra los rebeldes de sus trece colonias norteamericanas.
España disponía en las islas británicas de una tupida red de espionaje que informaba puntualmente sobre los movimientos en puertos y bases ingleses, enviando informes regulares sobre las intenciones y movimiento de tropas tanto hacia India como a Norteamérica. Uno de esos informes llegó a manos del embajador español en Francia, quien la hizo llegar a Luis de Córdova, recién nombrado Director General de la Armada.
La presa
Según este informe, los ingleses estaban preparando un gran convoy de suministros formado por 55 navíos bajo el mando del almirante John Montray, para auxiliar y reforzar a las tropas que combatían tanto en la India como en Norteamérica y que partiría unido hasta el Estrecho de Gibraltar, donde se dividirían en dos para dirigirse cada uno a su destino.
Zarparía de Portsmouth, el 27 de julio, escoltado por la flota del Canal de la Mancha, que lo acompañaría hasta llegar a la altura de Galicia, ya que el almirantazgo no le permitía abandonar el canal por miedo a los ataques españoles a sus costas. A partir de ese punto el convoy quedaría bajo la escolta de tres buques de guerra que resultarían claramente insuficientes.
Luis de Córdova se encontraba vigilando el Estrecho de Gibraltar con una flota de guerra de 27 navíos españoles y 9 franceses, dirigida desde su buque insignia, el “Santísima Trinidad”, un barco de 120 cañones que fue el más grande de su época. Cuando conoció la noticia de la partida del convoy inglés se adentró en el Atlántico en busca del botín enviando varias fragatas de exploración. Era el 7 de agosto de 1780.
La madrugada del 9 de agosto, todos los esfuerzos dieron fruto. Poco después de la medianoche, Córdova era informado de que habían encontrado a los británicos y dio orden de apagar todas las luces de su flota y colgar un farol en lo alto del palo de proa del Santísima Trinidad el cual, al amparo de una oscura noche, confundió al convoy enemigo haciéndoles pensar que se trataba del barco de su propio almirante, John Montray.
La caza
Cuando se percataron de su error ya era demasiado tarde y, aunque intentan escapar, Córdova ordena una caza general. A las 5 de la mañana ya había capturado 26 buques. Al anochecer del 10 de agosto ya eran 52. En el listado de los huidos había que sumar los tres barcos de escolta, que no quisieron saber nada de este asunto.
Cuando los españoles hicieron el recuento no daban crédito a lo que veían sus ojos. Habían capturado un convoy doble repleto de materiales y tropas de refuerzo para Norteamérica y la India. Al día siguiente se agrupó toda la flota en dirección Cádiz, donde el espacio en el puerto era insuficiente, por lo que la mayoría tuvieron que fondear en la bahía.
Cuando Luis de Córdova entró en puerto en su buque insignia y se dirigió a Capitanía para informar al rey, todo Cádiz salió a las calles para aclamarle. Y no era para menos. Habían capturado 52 de los 55 buques británicos sin derramar una gota de sangre, haciéndose con 2.943 prisioneros, 80.000 mosquetes, 3.000 barriles de pólvora, 300 cañones, oro y pertrechos valorados en 1.600.000 libras, varios cientos de millones de euros actuales.
Consecuencias históricas
Los ingleses no se enteraron hasta cuatro días después del golpe más grande dado jamás a la Royal Navy en toda su historia. Este suceso acabaría provocando una debacle desconocida hasta entonces en la Bolsa de Londres y un revés financiero de tal magnitud que sumió al país en una de sus mayores crisis, arruinando a armadores, aseguradoras, prestamistas y hasta a la propia Corona, que perdió la quinta parte de su colosal fortuna, además de ser decisiva para que los sublevados norteamericanos alcanzasen su independencia.
El almirante inglés al mando de los buques de escolta, John Montray, fue desposeído de su rango tras un Consejo de Guerra y acabó en una granja que poseía en Escocia, aunque sus poderes fueron restituidos tiempo después.
Cinco de los barcos capturados fueron puesto al servicio de la Real Armada y Luis de Córdova no solo fue galardonado con la Gran Cruz de Carlos III, sino que, tan solo un año después, capturaría otro convoy de 24 mercantes británicos en el Canal de la Mancha. Tenía 74 años.
Curiosamente, una de las mayores derrotas infligidas a otra nación en el siglo XVIII y el mayor golpe jamás sufrido por Inglaterra, está ausente de los libros de historia británicos y españoles...