Entre helechos y árboles, en algún lugar indescifrable por culpa de la espesura, un riachuelo se atreve a crujir el silencio. Si acaso, como si fuera un visitante a destiempo, se le une algún sonido, lejano, que deja intuir civilización al otro lado del mundo. Y ya. Huele a tierra siempre mojada y el aire se pega un poco a la piel. Es un lugar de paz. Qué descansada la vida del que huye del mundanal ruido… arrancaba el poeta.
"A veces tengo la necesidad de venir aquí. Es como si sintiera su presencia, no sé. Esto es lo último que vio, lo último que escuchó. Estos árboles, estas plantas, estos ruiditos. No sé. Vine al día siguiente de que pasara y estaba parecido a ahora. Sólo la maleza ha cambiado, entonces andaba un poco más baja".
—¿Cree que pensó en algo en concreto?
—Creo que sabía que lo iban a matar. Le ataron las manos y le pusieron de rodillas ahí, al lado de ese árbol. [Se queda pensativa un rato, en silencio]. Tuvo que pasar mucho miedo, sí.
Quien habla es… No se puede decir su nombre, es la única condición que ha puesto. Lo que sí se puede contar es que es familia directa de Miguel Ángel Blanco, el concejal del PP secuestrado por ETA el 10 de julio de 1997 y ejecutado a sangre fría, de dos disparos en la cabeza, dos días después. Tenía 29 años y de aquella ignominia se cumple ahora el 25 aniversario. Es tiempo, mucho, pero las aguas siguen movidas. Tanto, como para que la familiar no quiera que se sepa de su linaje. "Sólo lo sabe un círculo contado, ni mis amigos ni mis compañeros de trabajo. Aquí [en el País Vasco se refiere] sigue siendo un tema complicado".
Con motivo del aniversario de su asesinato, EL ESPAÑOL | Porfolio ha vuelto a la Ermua que le vio crecer y al Eibar donde lo secuestraron, al descampado en Lasarte-Oria donde le descerrajaron los tiros y a la aldea gallega de Faramontaos donde descansa ahora, después de que vandalizaran durante años su tumba. Esta revista ha acudido con los suyos, familiares y amigos, que no se han querido estancar en el mero ejercicio de memoria, sino reivindicar su pequeña parcela de la historia.
[Etarras como Santos y Víctimas con Miedo: la Perversión en el País Vasco tras 10 Años de 'Paz']
Porque Miguel Ángel es un muerto distinto a los demás. No sólo por lo que significó el asesinato, sino porque con su figura todo el mundo ha hecho, un poco, lo que ha querido. Basta con leer los periódicos estos días: el Ayuntamiento de Ermua (dirigido por el PSOE) ha puesto trabas para que la hermana de Miguel Ángel, Marimar Blanco (y actual diputada en la Asamblea de Madrid por el PP), participe en el homenaje que le van a hacer al concejal este lunes, lo que ha llevado a los populares a hacer un aniversario alternativo 24 horas antes, este sábado, al que ha acudido José María Aznar, y que igualmente ha sido escenario de promesas políticas y electorales.
Pero no se queda ahí. En Faramontaos hay un monumento que lleva 15 años haciéndose pero que nadie parece tener interés en terminar del todo. Mientras, la escultura que sí tiene luce descuidada y oxidada. Su batería no está en un museo, sino apilada en un trastero. La familia está cansada de los políticos que se hacen la foto y luego se van… Y muchos ejemplos más que llevan a sus allegados a buscar su propio "basta ya".
¿Quién era Miguel Ángel Blanco?
La pregunta puede sonar un poco contundente, pero un estudio de la Universidad de Deusto concluyó en 2017 que el 47% de los jóvenes universitarios lo desconocía. Ahí van unos esbozos biográficos:
Hijo de una familia trabajadora de emigrantes gallegos que fue a parar a la localidad vizcaína de Ermua, Blanco era (aunque suene a cliché) una persona normal. Vivía con sus padres y su hermana, había empezado a trabajar en una consultoría tras terminar la carrera de Ciencias Económicas, tenía una novia con la que empezaba a dar los primeros pasos hacia una vida de "y comieron perdices", tocaba la batería en un grupo con el que se sacaba algunas pelas los fines de semana… Pero también era concejal del PP en una época en la que eso se pagaba caro.
No se sabe a ciencia cierta por qué repararon en él en concreto. El periodista Miguel Ángel Mellado, autor del libro Miguel Ángel Blanco. El hijo de todos, apunta a la posibilidad de un pleno en el Ayuntamiento de Ermua que tuvo lugar el 5 de marzo de 1997. Ahí, Blanco se enfrentó, dialécticamente pero en un tono muy firme, al concejal de Herri Batasuna Jon Cano López. Paradójicamente, Cano era funcionario de la oficina de Correos de Eibar, al lado de la consultoría en la que trabajaba Miguel Ángel y en cuyo trayecto fue secuestrado. Cano sigue trabajando en la misma oficina.
Su secuestro, el chantaje mezquino de ejecutarlo si no se acercaba a los presos etarras a prisiones vascas en 48 horas y los dos tiros que se llevó después, marcaron un punto de inflexión. La brutalidad del asunto supuso que ETA empezara ahí a escribir su propio epitafio. La gente dijo que ya bastaba y, en cuanto los ciudadanos de a pie empezaron a decir aquello de "ETA, aquí está mi nuca", nada volvió a ser igual. ¿Qué le queda a un terrorista al que la gente ha perdido el miedo?
Todo ha cambiado en la estación Ardantza de Eibar. El toque que tiene en los telediarios de la época, de parada de tren con matices rurales y nexos por fin vertebrados, ha dado lugar a una estructura infame de hormigón y metales oxidados. Un señor para en la puerta a otro con un Hombreee sostenido, se saludan, y le pregunta por un nombre femenino, acaso la mujer, la hija, la amante… A su lado, una joven apura el paso al advertir el chirriar de los raíles que anuncian la llegada del convoy.
Son las 15.30. A esa hora, pero hace 25 años, Miguel Ángel Blanco salía de la estación y se dirigía hacia su puesto de trabajo en Eman Consulting, siguiendo hacia la calle Julian Etxeberria. En ese preciso momento era abordado por Irantzu Gallastegui, alias Amaia. Se desconocen las palabras exactas de ella, seguramente le comentó que le estaba apuntando con un arma, pero el concejal del PP entró en el coche sin poner mayor resistencia. Hoy, el lugar en el que esperaba el coche negro -por su color y su significado- es una plaza reservada para funcionarios del Ayuntamiento.
Gallastegui era parte del Comando Donosti que participó en el secuestro y asesinato junto a su pareja, el famosísimo Javier García Gaztelu, alias Txapote, y José Luis Geresta, alias Oker. No se sabe con exactitud por qué ETA se fijó en Miguel Ángel Blanco y no en otro. Quizás fue un cúmulo de malas suertes. Había directrices previas de la cúpula de "levantar" a un concejal del PP y él daba el perfil. Porque, además, querían "socializar el dolor", que cualquiera sintiera que podía ser víctima.
"Llevaba trabajando aquí en la consultoría apenas siete meses", relata Juan Cabezas, dueño de la asesoría, jefe de Miguel Ángel, y quien acabó cargando con el féretro de su empleado, metiéndolo en el nicho. La oficina, con muebles vintage de madera, pero perfectamente ordenada, parece anclada en el tiempo. Sigue igual que como estaba entonces, incluso el despacho donde trabajaba Blanco, en el que sólo ha cambiado la orientación de las mesas.
"Sí que había comentado que era concejal del PP, y tenía sus ideas, pero no era alguien especialmente politizado. Además, aquí hemos tenido trabajando a gente de todos los signos políticos y nunca supuso un problema", cuenta Cabezas. "Aunque, a veces, te contaba que había tenido alguna movida en algún bar, que ese finde le habían insultado los de Herri Batasuna por ser concejal, o cosas así. Pero tampoco entraba en ello, lo contaba por encima. No tenía miedo, o no se le veía. Era una persona alegre, juerguista incluso", añade.
—¿Recuerda ese día?
—Uff, eso es algo que no se olvida. A las 15.45 ya debería estar aquí y nos dimos cuenta de que llegaba tarde. No le dimos importancia, tampoco había móviles entonces, y pensamos que algo había pasado, pero nada grave. Luego fue avanzando la tarde y la primera llamada fue de Televisión Española. Nos preguntaron si trabajaba aquí el concejal secuestrado Miguel Ángel Blanco. Nos quedamos todos tocados. Siguieron más llamadas, y más llamadas. De medios, de políticos… Fuimos a ver a la familia para confirmarlo y, sí… Fue una locura.
Durante esa visita, a Juan se le ocurrió pedir una fotografía de Miguel Ángel para hacer carteles con su cara. Volvió a la consultoría y en su ordenador escribió en un documento de Word con la letra muy grande "Miguel, te esperamos". Lo imprimió, puso la foto por encima y lo pasó por la fotocopiadora. Ese cartel luego fue a las copisterías y empezaron a imprimirse cientos y cientos. Las imágenes de la idea de Juan dieron la vuelta al mundo y se convirtieron en un símbolo de aquellos días terribles.
En aquellos momentos, cuando Juan había notado que Miguel Ángel llegaba tarde pero aún no se había confirmado la noticia, el presidente del PP vasco, Carlos Iturgaiz, estaba comiendo en el Palacio Foral de Pamplona con motivo de los Sanfermines. Había conocido a Blanco como concejal y le llamó la atención su fijación con reformar el polideportivo de Ermua -que ahora lleva su nombre- para que los jóvenes tuvieran un espacio en el que hacer cosas que, dada la época, no consistieran en drogarse o meterse a ETA.
"Estaba a los postres cuando me llamó mi secretaria. Me contó que había recibido una llamada del diario Egin en la que le dijeron que habían secuestrado a Miguel Ángel Blanco y me comentó lo del chantaje de que lo matarían en 48 horas si no se acercaba a los presos", recuerda para esta revista Iturgaiz, que fue la segunda persona en enterarse. "Llamé al ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, que me dijo que se lo temía, por lo de Ortega Lara, y que no tenía ninguna duda de que lo iban a matar. 'Van a ser inmisericordes', me dijo. A partir de ahí se puso todo el dispositivo en marcha", añade.
—Después se fue a Ermua. De hecho, estuvo en la casa con la familia y se lo tuvo que explicar bien al padre, que se acababa de enterar por los periodistas cuando llegó de trabajar.
—En esos momentos, Miguel [el padre] estaba en un andamio, de albañil. Recuerdo la casa, era de obreros, humildísima. Decían "verás cuando se entere Miguel", "cuando venga Miguel…". Cuando llega al piso, le abro la puerta y cuenta que había visto mogollón de cámaras y que había escuchado algo de su hijo. No entendía bien qué estaba pasando. Cuando se lo conté, se empezó a dar cabezazos contra la pared, abatido. Tengo ese recuerdo anclado en la memoria. Verlo vestido de albañil, con las manos llenas de cal… Ese hombre trabajador dándose cabezazos contra la pared. Se sentó junto a nosotros y empezó la pesadilla.
—El hecho de que fuera una persona de a pie, normal y corriente, fue una mala jugada para ETA.
—Fue, desde luego, la gota definitiva. Todos los ciudadanos de España vimos a Miguel Ángel como si fuera nuestro hijo, nuestro hermano… Era nuestro familiar, una parte de nosotros. Por eso todos se acuerdan dónde se encontraban cuando dieron la muerte. Las manifestaciones que hubo aquellos días cambiaron todo. Nadie se atrevía a hablar de política, ni siquiera con familiares, porque te podían pegar un tiro. Con Miguel Ángel fue decirle a ETA "hasta aquí hemos llegado, nos plantamos, los que sobráis sois vosotros".
"Jaime Mayor Oreja se lo temía, por lo de Ortega Lara. Sabía que lo matarían. 'Van a ser inmisericordes', dijo"
Iturgaiz sabe bien de lo que habla porque él mismo ha sido víctima de todo ello. ETA lo intentó matar hasta en tres ocasiones y, aunque no lo consiguió, habla de memoria diciendo todos los nombres de compañeros de partido y de otros partidos que tuvieron menos suerte. Pero le preguntamos también a Juan Cabezas, a fin de cuentas otra persona normal y corriente, cómo se sintieron las manifestaciones.
—Antes de Miguel Ángel, cuando mataban a alguien la gente pensaba "jo, qué pena, pero no va conmigo". No se metían. Luego cambió todo. Al mes de aquello, en agosto, mataron a un guardia civil. Eso antes solía pasar desapercibido, pero en esa ocasión se montó una manifestación… En Ermua, los abertzales se marcharon porque pensaban que les iban a linchar. El ambiente estaba muy caliente y la gente empezó a decir "ETA, aquí está mi nuca".
La familiar de Miguel Ángel Blanco que ha pedido no desvelar su identidad se queda un rato mirando a la tierra. Frota, con cuidado, la suela del zapato sobre la maleza. "Antes estaba más baja, sí", se dice. Por qué se fija tanto en el suelo, un detalle a todas luces irrelevante, se pregunta uno entre la ignorancia y la ingenuidad. Y lo suelta. "Cuando vine por primera vez, al día siguiente de que lo mataran, este suelo todavía estaba lleno de sangre". Y uno entiende.
Estamos en un lugar al sureste de la localidad gipuzkoana de Lasarte-Oria, en un camino rural al que se llega serpenteando por callejuelas empinadas o por veredas de la montaña. En el punto de la carretera, entonces sin asfaltar, en el que nos encontramos, los terroristas se salieron del camino con el coche, sacaron a Miguel Ángel Blanco y, con las manos atadas a la espalda, Oker le obligó a arrodillarse para que Txapote le pegara dos tiros en la cabeza instantes después. A pesar de ello no murió en el acto, sino horas más tarde en el hospital de San Sebastián, y fueron unos transeúntes los que escucharon su hilillo de voz entre los matorrales.
"A veces pienso en cómo habría sido su vida si nada de eso hubiera sucedido. Creo que estaría más gordo; seguiría con Marimar, su novia, eso por supuesto; y creo que tendría dos hijos".
La emoción se le nota en la garganta. Se queda ahí atascada mientras lucha por contenerla. Es lógico en un sitio así. Porque ahí no murió sólo Miguel Ángel, sino también un poco todos aquellos que lo rodeaban. Viene a la memoria aquel juicio en el que Miguel Blanco, su padre, miró a los ojos a uno de sus asesinos y le espetó: "Hijo de puta, cabrón, asesino… Soy el padre de Miguel Ángel Blanco y has matado a mi hijo".
"Desde aquel día se le acabó la vida a Miguel. Nunca ha querido venir a este sitio. Con su madre, Chelo, pasó algo parecido. Hace no mucho estuvo enferma y pensábamos que iba a morir. Estábamos todos con miedo, pero ella no. 'Yo me voy con mi Miguel Ángel', nos decía. Lo cierto es que desde aquel día, ya no tuvieron más vida. Salían poco de casa y lo único que se hacía con ellos era pasearlos en actos de partido, siempre con el mismo tema, sin dejarles pasar página".
Lo que relata es la resaca terrible de ser familiar de, de una víctima distinta a las demás. Le pasa a él, que no quiere que se sepa que lo es, y le pasó a los padres. Nunca se les dejó seguir adelante. No pudieron sacar pecho diciendo "somos los padres de un mártir que nunca quiso serlo", siempre anduvieron con la etiqueta de "pobrecillos" colgando a sus espaldas, como un dorsal por siempre tatuado.
Esta familiar, y muchos otros amigos, se debaten entre hacer un ejercicio activo de mantener su memoria o alejarse del ruido que genera. "Estoy cansada de la politización de su figura. Estaba convencido contra ETA, pero lo mataron por ser como otro cualquiera", añade. Quiere que se recuerde al Miguel Ángel joven, al músico que tocaba la batería en un grupo, el que vestía con pantalones de campana a pesar de la época y se morreaba con su novia en el portal.
"La figura ha estado siempre maltratada por unos que la han querido monopolizar. Un ejemplo es su batería: está abandonada en un trastero, cuando debería estar en un museo. En el de las Víctimas del Terrorismo de Vitoria, por ejemplo. La esquina que tienen dedicada a él da vergüenza, no tiene ningún objeto de valor. Están todas sus cosas abandonadas en un trastero", comenta.
Le volvemos a preguntar a Juan Cabezas, su antiguo jefe. ¿Cree que la figura de Miguel Ángel se ha utilizado de más? "Creo que se han equivocado. Su figura le ha interesado a muchos y hay gente que ha hecho carrera de su muerte. Tenía convicciones, sí, pero creo que se ha llevado demasiado lejos", cuenta resignado.
A 60 kilómetros del punto en el que lo mataron, en la Ermua que le vio crecer, la plaza del pueblo expone unas fotografías de aquellos momentos. Está la familia en el balcón, las manos blancas, los carteles de "Miguel, te esperamos"... Esa vigilia con velas que se llevó a cabo. Se hizo imitando lo que en Estados Unidos acostumbraban a hacer los familiares de los condenados a muerte en la víspera de la extremaunción, pero también para que los terroristas que lo habían secuestrado vieran, desde su nido de ratas en la montaña, que el pueblo estaba alumbrado y esperando al hijo de todos.
Hoy, algunos vecinos pasan de largo de las fotografías, como agachando la cabeza ante la memoria, y a saber qué papel jugaron ellos entonces; pero otros, no. Una mujer mayor con bastón se postra frente a una imagen del entierro, se besa la mano y, con los ojos llorosos, la apoya sobre la cara de alguien que lleva el ataúd. Quizás es su marido difunto, quizás es un conocido, quizás es todo ello.
En la calle Iparraguirre número 11, donde vivió Miguel Ángel, el modesto piso lo compró un primo en el año 2002, cuando los padres se fueron de Ermua. Subiendo por la vereda, va a dar la hora de comer y Fran, el frutero del barrio, se dispone a recoger el producto que tiene dispuesto en cestas por la acera. Tiene dos años menos de los que tendría ahora el protagonista de esta historia. Se conocían del barrio, desde pequeños hasta las juergas de juventud, y habrían seguido siendo amigos si a uno no le hubieran cercenado la vida.
"Yo siempre he sido apolítico", cuenta Fran, de pie en el marco de la puerta. "Cuando entró como concejal, un par de años antes de que lo mataran, le dije que cómo se metía en política. Me sorprendió. Y, mira, le acabaron cazando", cuenta sin inmutarse, relatando una verdad a la que ya, tanto tiempo después, se ha acostumbrado. "¿Hace cuánto dices qué pasó?", pregunta.
—Ahora se cumplen 25 años.
—Pues… Fíjate [y clava la mirada en el suelo, rumiando algo que no termina de decir]. No se olvida, pero el sentimiento va siendo diferente. Por lo menos la cosa se ha tranquilizado. Es que antes se mataba mucho y ahora matar es lo último. Pero lo suyo fue, sin duda, el declive de ETA. Por matar a quien mataron, a un hijo de obrero, y sobre todo por cómo lo mataron. Fue terrible.
—¿Cree que se ha utilizado la figura de Miguel Ángel?
—Eso es lo que hacen los políticos con la sangre, ¿no?
La tarde entra tranquila en la aldea de Faramontaos, en Ourense. El pueblo, que apenas superará los 50 habitantes repartidos en 20 casas, tiene callejuelas imposibles y ese silencio casi folclórico que se asienta en todas las localidades pequeñas a la hora de hacer la comida. De una de las viviendas salen Aurelio y Pacita, los tíos de Miguel Ángel Blanco. Él acaba de superar una enfermedad y, aunque ya se encuentra relativamente bien, aunque todo quedó en susto, sigue recibiendo las visitas de rigor.
Al margen de los vecinos que se dejan caer interesándose por su salud, Aurelio también atiende a los foráneos que están ahí por su sobrino. Lo hace con ánimo burocrático, como alguien que ha cogido la práctica a lo largo de los años. Batalla entre el hartazgo de su intimidad invadida y el ánimo de mantener vivo su recuerdo. No le queda otra, además de su resignación. A fin de cuentas, lo que provoca estas visitas es el problema que le ha acompañado toda la vida desde hace 25 años. Lo demás es todo accesorio. Y es que ahí, en Faramontaos, está enterrado Miguel Ángel Blanco.
"Lo trajimos en 2007 porque no podía estar en Ermua", explica Aurelio. "Había muchas pintadas en su tumba, tiraban las flores, daba muchos problemas. Lo queríamos traer antes, pero no nos dejaron porque tenían que pasar diez años", añade. Se le suma Pacita: "Siempre quisimos que estuviera aquí. Lo enterramos en País Vasco porque nos lo pidió el Gobierno de José María Aznar, porque nos decían que su presencia hacía daño a ETA".
Con ese traslado, Miguel Ángel volvió a casa, a la Galicia de su familia y a la que tanto le gustaba volver en vida. Lo hacía, sobre todo, los veranos; porque las hijas de sus tíos tenían la misma edad que él y que Marimar y ahí pasaban las jornadas de estío, entre paseos por el monte y visitas a la playa.
"Lo tuvimos que traer en secreto para que no hubiera problemas. Los negocios alrededor del cementerio de Ermua se quejaron porque iba mucha gente, clientes, a visitarlo. Tuvimos que sacar un comunicado. Pero aquí está en casa. Su madre, antes de morir, nos pidió que siempre tuviéramos flores naturales y lo hemos cumplido", cuenta Aurelio.
—¿Cómo se sienten cuando vienen los homenajes por el aniversario?
—Pacita: Por un lado, es una satisfacción por lo que significa. Pero, por otro, es volver a remover. No es fácil. Algunos de la familia todavía nos tenemos que ir cuando sale por la tele.
—Aurelio: A nosotros no nos hacen falta los homenajes. Yo sigo pensando en él todos los días, nada más levantarme me viene a la cabeza. Está ahí. Lo peor no es que le mataran. Si le hubieran pegado un tiro, bueno, es una pena pero ahí habría acabado todo. Lo peor es que le tuvieron dos días ahí, sufriendo.
—Pacita: Bueno… Yo creo que no le tuvieron consciente todo el rato.
—Aurelio: No sabemos si lo drogaron.
—Pacita: Sí que lo hicieron, que le encontraron pinchazos.
Sentados a la sombra, en una mesa que tienen en el porche de la casa, ambos despachan sobre la memoria de su sobrino. Cuentan que los veinte primeros años los homenajes eran en cada aniversario, pero que después de aquello la cosa fue cayendo en el olvido. Casi que mejor, opinan, porque se hartaron de los políticos que venían, se hacían la foto y se iban para volver al año siguiente. Esa falta de interés real la ven en las condiciones en las que se encuentra el monumento dedicado a Miguel Ángel en el cementario, absolutamente oxidado y descuidado, y en la escultura que le están construyendo en el monte.
Aurelio accede a llevar a esta revista hasta un lugar en la montaña donde se está levantando una M de unos ocho metros de granito en homenaje al concejal del PP. Está ubicada en lo alto de una colina, para que se vea desde todas las aldeas del valle, en unos terrenos que eran de la familia y que cedieron al Ayuntamiento hace quince años.
Desde entonces, cuenta apoyado en el balcón, nadie ha terminado el proyecto y la gran M sigue coronada por andamios. Parece que por fin se va a inaugurar, ahora, por el 25 aniversario. Pero tampoco guarda demasiada esperanza en ello. En un momento de ironía repentino, porque él puede, se pregunta: "¿A ti de verdad te parece que es una M? Yo es que no la veo".
"Una vez vino Alberto Núñez Feijóo [entonces aún presidente de la Xunta gallega]. Le conté que gracias por aportar los fondos para construir un camino del cementerio al monumento y puso cara de extrañeza. No sabía que se iba a hacer. Cuando se lo comenté al alcalde, me dijo que Feijóo no tenía que saberlo, que bastaba con que pusiera el dinero. ¿Te crees que se puede hablar así?", se lamenta. Por supuesto, el camino tampoco se ha hecho.
—Y Marimar Blanco, su hermana, ¿viene algo?
—Viene poco. La última vez que estuvo, fue en el funeral de sus padres [en 2020]. Hace dos años. Los padres están enterrados en el mismo nicho.
—¿Y los jóvenes? ¿Cree que la figura de Miguel Ángel está cayendo en el olvido?
—Ahora vienen mucho menos, sí. A Ermua iban hasta autobuses desde Francia. Pero hace no mucho aún vinieron unas chicas de Santiago. Nos contaron que eran muy pequeñas cuando pasó y que habían prometido que cuando se casaran irían a visitarle. Le dejaron unas flores y una carta… Le pedían unas cosas… Es como si Miguel Ángel fuera un santo [cuenta negando con la cabeza, sin llegar a encajarlo del todo].
A escasos metros de ahí, en el cementerio de Faramontaos, las nubes se han hecho a un lado y dejan pasar un sol que para nada es extraño entre esas montañas de la zona meridional de Galicia. Excepto algún ladrido lejano, sólo las abejas monopolizan el ruido. Zumban por aquí y por allí, a las puertas del verano, saltando de una flor a otra. Las flores son naturales, por supuesto; hay una promesa de hace tiempo que se está cumpliendo. Sólo una tumba se diferencia de las demás, porque tiene una foto. Aquí descansa Miguel Ángel Blanco. Por fin.