El Ibex 35 cerró el pasado viernes con la mayor caída semanal desde el inicio de la invasión rusa de Ucrania. Entonces, a finales de febrero, fue del 9%. En esta ocasión, a finales de septiembre, ha sido del 5%. Son malas noticias y no son excepcionales. El resto de bolsas a un lado y otro del Atlántico, desde Fráncfort hasta Nueva York, arrastran números igualmente negativos.
Nada de esto es casual. Todo está vinculado a los malos datos económicos que llegan desde la Eurozona. Los últimos, los PMI. Índices que dan cuenta de la salud económica de los países y que ya anticipan un estancamiento en muchos, y hacen sonar los tambores de la recesión en otros tantos.
Los datos publicados son peores de lo esperado. La posibilidad de que la guerra se alargue, al igual que el encarecimiento de la energía y otras materias primas, han provocado que la economía se deteriore más rápido de lo previsto. Lo confirmaba uno de los portavoces de la agencia Standard & Poors, Chris Williamson, al señalar en su informe mensual que “se vislumbra una recesión en la eurozona”.
La semana negra que han vivido los mercados revela que los inversores están muy preocupados por una coyuntura que ha empeorado notablemente. En España, sin ir más lejos, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal ha publicado este viernes que prevé una caída del 0,2% del PIB en el tercer trimestre del año. Y el BBVA Research ha alertado recientemente de que, en la segunda mitad de agosto, el gasto con tarjeta se ha frenado frente al mes de julio.
La inquietud de los mercados es fácil de comprender. Con una inflación todavía descontrolada, los Bancos Centrales tratan de combatirla con su herramienta más eficaz: subir los tipos de interés para enfriar la economía y que los precios caigan. Eso explica que tanto el Banco Central Europeo (BCE) como la Reserva Federal estadounidense (FED) hayan acelerado en las últimas semanas sus ataques incrementando más rápido de lo esperado el precio del dinero hasta el 3,25%.
Desde la FED ya han comunicado que lo situarán por encima del 4%; presumiblemente, en el 4,5%. Está previsto que el BCE, que actualmente fija el coste del dinero en el 1,25%, mantenga la senda alcista hasta encontrar unos tipos neutros. Es decir, unos lo suficientemente altos como para embridar la inflación sin dañar la economía.
La gran duda está en saber si con el deterioro de la economía serán los bancos centrales capaces de hacer un aterrizaje suave. Las dudas son razonables. Lo sabe el presidente de la FED, Jerome Powell, que ya ha anticipado que bajar la inflación va a provocar un “gran dolor en familias y empresas” en forma de cierres de negocios, despidos, aumento del paro y empobrecimiento de la población.
Es cierto que en Estados Unidos no tienen los problemas de aumento de precios energéticos que hay en Europa. A este lado del Atlántico la energía nos juega malas pasadas. Pero eso se une también a un cierto aumento de la demanda (especialmente en algunos sectores) fruto de un ahorro que se logró durante la pandemia y que ahora se diluye.
Una combinación poco recomendable que requiere actuar en una doble vertiente. Por un lado, enfriando la economía, en lo que ya están trabajando los bancos centrales. Por otro, reformando os mercados energéticos, principales responsables del desajuste, para que vuelvan unos precios razonables.
El dolor será inevitable. Eso es lo que está obligando a los Estados a aplicar medidas de alivio. Ahí están muchas de las políticas aprobadas por el Gobierno, como la subvención de la gasolina o la rebaja del IVA a las facturas de la luz y el gas. Pero una situación como esta requiere ir más allá. Por ejemplo, con rebajas fiscales en los impuestos directos para tratar de paliar el empobrecimiento que sufren los ciudadanos por la inflación.
No se trata tanto de bajar los impuestos como tal (aunque no sería descabellado) como de deflactar la tarifa de IRPF para que los ciudadanos paguen acorde a su nivel de renta anterior a la crisis económica. Evitar, en definitiva, que el Estado se enriquezca aún más a costa de los ciudadanos. No olvidemos que, sólo en IVA, el Gobierno y las comunidades autónomas han ingresado más de 20.000 millones de euros que no tenían previstos.
Ahí está, por ejemplo, el caso del Reino Unido. Allí el nuevo Gobierno de Liz Truss ha emprendido la mayor rebaja fiscal desde 1988 y ha limitado las facturas de gas y electricidad para los hogares y las empresas.
Es una referencia a seguir. Una apuesta al todo o nada que va a obligar al Reino Unido a aumentar todavía más su endeudamiento. Los analistas reconocen que estas medidas podrían acortar el tiempo que dure la recesión, pero alertan del riesgo que corre Londres al tener que elevar todavía más su deuda pública.
La advertencia llegaba desde la teoría, pero también desde los hechos de los mercados. La libra ha caído a niveles de hace 35 años. Incluso algunos servicios de estudio británicos ya han advertido de que el carbón que se mete en la economía británica va a requerir de subidas de los tipos de interés, al menos, hasta el 5% de aquí a 2024.
Rebajar impuestos es positivo. Pero lo ocurrido en el Reino Unido obliga a encender la luz ámbar. El ajuste fiscal debe venir acompañado de una reducción de los gastos del Estado que permita mantener a raya la deuda pública. Algo vital en el caso de España, que la sitúa en el 116,8% del PIB.
La recesión llama a la puerta de Europa. Ahora es momento de tomar medidas para mitigar sus efectos y reducir su duración. La clave es acertar. Y eso requiere mesura, debate y consensos.