Desde hace más de una década hemos asistido en el mundo occidental a una creciente insatisfacción que se ha traducido en la tan manida polarización. Dicha insatisfacción no surge de la nada, es el reflejo del choque de valores y del empeoramiento de la calidad de vida de las clases medias y bajas de Occidente.
Es un hecho que los valores LGBT, la migración masiva o el feminismo de tercera ola han chocado con los valores tradicionales de la clase media, a menudo centrada en la construcción de valores familiares y en la acumulación material y de riqueza.
Este choque se ve agravado por un aumento de la desigualdad y por un empobrecimiento de las clases medias, especialmente entre la clase obrera, que en otro tiempo disfrutó de excelentes salarios y oportunidades laborales en la industria.
Por si lo anterior no fuera suficiente, este hecho empeora en los Estados Unidos por el aumento de la presión fiscal y migratoria, así como por una crisis de salud física y mental fruto del consumo masivo de opiáceos, estimulantes y drogas ilegales como el fentanilo.
Todos estos problemas sociales no sólo han sido ignorados por un establishment endiosado en su torre de marfil, sino que incluso ha generado la sensación de que determinados partidos han alentado dichos problemas con políticas migratorias indulgentes o políticas comerciales liberales que han provocado la desindustrialización de Estados Unidos.
A estas circunstancias de insatisfacción se suma un caldo de cultivo abonado por las redes sociales, con la aparición de algoritmos que retroalimentan al votante medio con lo que ya piensa y con contenidos banales, superficiales y emocionales. Todo esto ha desembocado en un empeoramiento de las relaciones político-sociales, azuzando la hoguera de la polarización.
Como vemos, hay numerosos factores sistémicos que explican la polarización. Sin embargo, los responsables de catalizar esta reacción en cadena han sido los políticos. Y en un país como Estados Unidos, con un formato de comunicación hiperpersonalista, alejado de la institucionalidad tradicional de tiempos pasados, han sido personajes como Donald Trump quienes, indudablemente, han contribuido a echar más leña al fuego mediante discursos faltos de respeto que apelan a los bajos instintos, que demonizan al adversario y que, peor aún, no dudan en recurrir a la mentira, como sucedió con el infame asalto al Capitolio.
Ciertamente, el comportamiento de personajes como Trump tampoco emerge de la nada. Es cierto que el establishment de Washington ha cometido innumerables abusos en la política interior y exterior, movilizando sus recursos mediáticos en 2016 para atacar, a veces de manera injusta o exagerada, a un candidato que no por excéntrico dejaba de ser representante legítimo del sentir de buena parte del electorado.
Y así es como, año a año, peldaño a peldaño, decisión a decisión y gesto a gesto, se han ido desmantelando las viejas formas de la política, aquel respeto ritual del "don/doña" y del "usted" que marcaban los límites de la corrección y servían para contener los inevitables roces de la actividad política.
Pero lo peor es que, como una rana que se cuece sin saberlo, los algoritmos de las redes sociales y los comportamientos de políticos impulsados por la política de las vísceras han convertido a nuestra democracia en esa rana. La temperatura no para de subir, poco a poco, y paradójicamente podemos pensar que en realidad las cosas no han cambiado tanto, que todo esto es superficial y que el día a día sigue siendo igual que hace diez años…
Nada más lejos de la realidad.
Solo falta una línea roja que cruzar, la del derramamiento de sangre con motivación política, y ciertamente, ya hemos visto asesinatos masivos con motivación política dentro de Estados Unidos. En algún caso incluso con la intención expresa de provocar una guerra civil. Pero en ningún caso hemos asistido al asesinato de un candidato del calibre de Trump.
¿Sería el asesinato de Donald Trump una suerte de "expediente Calvo Sotelo" à la gringa? ¿Estamos en un punto equiparable al de los años 20 o 30, cuando se esperaban guerras civiles en media Europa, algunas de las cuales se materializaron?
Probablemente, el bienestar material de nuestras sociedades amortigua enormemente la situación, pero el paralelismo con una suerte de años 30 light es pertinente, y llegados a este punto sólo podemos echar un vistazo al solar patrio. Viendo nuestro panorama podemos estar seguros de que nuestros problemas se están larvando, pero que nuestra sociedad aún no ha llegado al punto de ebullición de Estados Unidos.
Es decir, aún estamos a tiempo de actuar.
La vida política ya es muy dura, está llena de rechazo social y renuncias personales y laborales. Pero si seguimos por el derrotero de los "me gusta la fruta", los abusos policiales contra Nacho Cano, la policía patriótica o el "Espanya ens roba", la vida política podría empezar a ser algo más que dura, y se convertiría en peligrosa. Algo que no está en el interés de nadie.
Como quiera que luchar contra un contexto y un caldo de cultivo tan poderoso como el actual es muy difícil, y más aun compaginarlo con ser competitivo electoralmente, creo que el mejor consejo que se le podría dar a un político español es que aborde sin temor esos asuntos que provocan tantísima insatisfacción social: el empeoramiento de la calidad de vida, la inseguridad, la migración masiva…
Paralelamente, sería bueno que los partidos políticos alcanzaran acuerdos de desarme. Nada de campañas de bots en redes sociales, que cuestan un ojo de la cara. Establecer asuntos de Estado que constituyan santuarios institucionales, como la política de defensa, la política exterior, la política industrial o la política educativa.
Alcanzar acuerdos de Estado en aquellos asuntos identificados como estratégicos para España. El resto del paripé político que gire en torno a los asuntos más insulsos o en los que aún sea necesario un debate público robusto que permita dilucidar el rumbo político a adoptar.