Si la pornografía ha escalado a la cima de las prioridades del Gobierno no se debe a otra cosa que a la ceguera ideológica que obliga a buscar las causas de la violencia sexual en latitudes menos meridionales y problemáticas, en acatamiento de la dogmática feminista que informa el discurso público actual.
La propuesta de restringir el acceso de los menores a las páginas para adultos no sitúa la cuestión en el contexto más amplio en el que se integra: el de la cultura bulímica de la adicción a la infelicidad y la descarga inmediata, compulsiva y evasiva de dopamina.
Como tal, la habituación al porno está emparentada con la abundancia de ultraprocesados, el abuso de las pantallas y las redes sociales, el juego o el consumo desaforado. No es sino una más de las formas en las que se expresa el malestar de la civilización de la acedia, a la que el propio progresismo ha contribuido.
La envilecedora masturbación de los voyeurs digitales que ahora preocupa tanto al Gobierno no puede disociarse de la constelación de estímulos invasivos que contaminan a quienes socializan en un simulacro virtual de vida que comporta una insatisfacción crónica y alienante y una anulación de la voluntad.
Pero no sólo en la economía libidinal imperante, que se alimenta de la explotación mercantil del deseo, debe localizarse la explicación del fenómeno pornográfico. También los Estados se han aprovechado de la deformación de la sexualidad humana.
La concesión de licencia sexual le ha interesado igualmente al poder para instalar entre los gobernados una falsa conciencia de libertad y afianzar su dominio gracias al repliegue de los ciudadanos al ámbito de los goces privados. Parece que ahora el poder busca apuntalar el control de modo inverso, desandando ese camino.
Por eso, debería imperar una sana suspicacia (inclusive entre los detractores de la pornografía) ante el resorte prohibicionista de la política moderna. Una inclinación por defecto a la vía de la reglamentación que cada vez atañe a más aspectos de la vida personal.
Como recuerda el filósofo Alfredo Cruz, "la ley no puede obligar a todo lo bueno, ni prohibir todo lo malo": sólo es legítimo prohibir legalmente aquello que es rechazable por razones políticas.
Por eso, para este tipo de controversias en las que se confunden política y moral, Cruz prescribe el criterio prudencial de la tolerancia. Tolerar no es lo mismo que bendecir: consiste en abstenerse de prohibir, "pero manteniendo el juicio negativo sobre lo tolerado"
La condena del porno puede articularse con métodos distintos del punitivo, de la misma forma que los poderes públicos desaconsejan otras prácticas patológicas con todo tipo de campañas de concienciación o sistemas de desincentivos.
El problema es que el progresismo gubernamental, que al tiempo que restringe el acceso al porno alienta la desinhibición sexual casi absoluta, no está en condiciones de abogar por la alternativa de una pedagogía pública coherente sobre los males de una sexualidad desnaturalizada.
Los izquierdistas nunca podrán reconocer que la masturbación es un vicio insalubre y denigrante (antes al contrario, la conciben como un vector de emancipación), y no manejan una noción integral y ordenada de la sexualidad sobre la que establecer juicios morales. La restricción se enfoca entonces desde motivaciones puramente emotivistas, desde la moralina más que desde la moralidad stricto sensu.
Todos tienen razón a la vez ¿es eso posible?
— Don Raggio (@Raggiomoral) July 2, 2024
Es verdad que un cierto progresismo prefiere la vía pedagógica a la penal a la hora de abordar la cuestión. El problema es que la "educación sexual" en la que están pensando para instruir a los jóvenes en deseos alternativos al de la pornografía reproduce los mismos errores del marco de la libertad sexual que ha normalizado la ubicuidad del erotismo (y, con ella, la necesidad de aditivos artificiales para mantener la excitación).
De modo que la "educación sexual" que defienden las feministas resulta aún más inquietante que la "Cartera Digital" del ministro Escrivá. Contamos con sobrada experiencia para presuponer que su plan docente lindaría con la corrupción de menores. Y además, sería el Estado el que asumiría el papel de reeducador sexual (algunas feministas apuestan incluso por que el Gobierno se convierta en un productor público de cine porno genéricamente enmendado).
En definitiva, la clave para determinar lo que debe prohibirse no reside en la distinción entre lo moral y lo inmoral, recuerda Cruz, sino en la distinción entre lo público y lo privado, en un juicio sobre la moralidad pública. "Tolerar" el libre acceso a las webs pornográficas entraría dentro de este "soportar la realización de un mal para preservar un bien mayor que resultaría, probablemente, dañado si se reprimiese la comisión de dicho mal".
¿Y cuál es ese bien mayor a proteger?
Fundamentalmente, la preservación de la autonomía de un ámbito de decisión frente a la consustancial vocación del Estado de extender su jurisdicción hasta el fuero más íntimo de los gobernados.
Que el Gobierno pueda disponer mediante un cupo el límite de visitas de una persona a una determinada web constituye un nuevo y siniestro hito en la infiltración privada del poder tutelar. Es decir, el sueño húmedo (nunca mejor dicho en este caso) de cualquier régimen totalitario.
Ningún conservador debería celebrar que la servidumbre descentralizada del algoritmo sea reemplazada por el control centralizado del Estado.
Ciertamente, la ley no puede renunciar a su carácter moral. Pero de ello no se deduce una hiperregulación que instituya ex novo una nueva moralidad. Como señala Alfredo Cruz, "cuanto menor es la virtud de los ciudadanos, más severas, numerosas y prolijas necesitan ser las leyes, para que la vida en común se mantenga".
Si la ley es moral es porque se asienta y se construye a partir de los hábitos de la sociedad. Y si estos no son virtuosos, no podrá conseguirse que lo sean únicamente mediante las leyes.