Ahora estoy leyendo a Marguerite Duras. Ella contó en una entrevista que no es tener sexo lo que cuenta, sino tener deseo.

"Hay demasiada gente que tiene sexo sin deseo. Todas esas escritoras mujeres hablan tan mal del tema, cuando es un mundo que a una le cae encima. Yo he sabido desde niña que el universo de la sexualidad era fabuloso, enorme. Y mi vida no ha hecho sino confirmarlo. Me interesa lo que se encuentra en el origen del erotismo, el deseo. Lo que no se puede, y quizás no se debe, apaciguar con el sexo. El deseo es una actividad latente y en eso se parece a la escritura: se desea como se escribe, siempre". 

Yo estoy de acuerdo con ella. Pensaba en esa primera frase al ver en el cine Priscilla, la nueva de Sofia Coppola sobre la esposa de Elvis y madre de su hijo.

La conoció cuando ella tenía 14 años. Él, diez más. Ella era diminuta y dulce, una criatura entrañable y sin opiniones. Barro fresco para moldear a la mujer primera.

El Creador tenía un plan. Nunca te pongas vestidos de estampados. No estudies. No trabajes. No hables con nadie. Espérame, no hagas otra cosa. Espérame todo el día, todo el mes, toda la vida. Deja que pasen los años. Extráñame. Los ojos, mejor ahumados. Píntatelos como te digo. Más oscuros. Más. Ahora, mírame a mí. Mírame a mí. 

Fotograma de Priscilla, la última de Coppola.

Fotograma de Priscilla, la última de Coppola.

Priscilla le escuchaba con mucha atención. Contaba que ella le comprendía, que ella cazaba sus pájaros negros. Le tendía su mano pequeña para mostrarle ternura, para recordarle que quedaba un asidero en medio de la jungla. Cinco deditos suaves y cortos contra el ruido y la furia.

Él era una leyenda, y, por tanto, una caricatura. Tenía un chimpancé alcohólico en Graceland, hambre de anfetas y unos 200 imitadores obsesos. No decía nada interesante. Lo interesante, simplemente, lo hacía. Siempre fue así. Nunca hubo otra forma. 

No era por su edad. Entre Elvis y Priscilla nunca hubo ni sexo ni deseo. No, al menos, por parte de él. Sólo el justo para procrear. Sólo el utilitario. Al principio, cuando este hastío físico se refleja en la película, le hace parecer un hombre honorable, un tipo elegante que esperará a su mayoría de edad o a casarse con ella para atravesar su virginidad. 

Pero no es así. Elvis no la toca. Elvis no quiere follar con ella. Elvis quiere una muñeca a la que trenzarle el pelo y calzarle trapitos.

Elvis quiere un cuerpecito endeble que se le abrace por la noche y no le pese. Elvis quiere escuchar cómo crujen sus vértebras chiquitísimas cuando la aprieta contra su pecho y la calienta estérilmente con palabras de amor inconclusas, pacatas. Elvis quiere jugar a las guerras de almohadas con alguien sin fuerza.

Elvis quiere una señorita que no ría en alto, que no tosa, que no ronque. Elvis la quiere limpia y virginal. Elvis no quiere mancharla. 

Elvis la quiere tabula rasa, la quiere de estreno. Elvis quiere encerrarla en una burbuja donde nunca se haga mayor, donde siempre anote su nombre en cuadernos de clase con letra ribeteada, donde nunca se vuelva independiente ni crítica, donde sea frágil y hermosa como esas tacitas de porcelana de su colección, donde bese sus labios de papel en las portadas de las revistas, donde nunca se envilezca, donde nunca sienta placer extraordinario, fulgurante y sucio, donde nunca se corra.

Ella quiere acostarse con él y él no. Él le dice que elegirá el momento, que para él es algo sagrado. Ella acepta, pero se desespera. Le humedece el cuello con la lengua, sin éxito. Le respira en el lóbulo para rascarle un arrebato y la indiferencia es total.

Hay que reconocer que a veces "tristeza" es el antónimo de "erección". Un pene que no se inmuta ante la mujer que ama genera una amargura sebosa, un pánico callado. Es la muerte del vigor, del entusiasmo, de la perversión romántica, de la alegría. 

Fotograma de la boda de Priscilla y Elvis, en la última de Coppola.

Fotograma de la boda de Priscilla y Elvis, en la última de Coppola.

Elvis se gira y le hace cosquillitas en el brazo, dando por finalizada la intentona de Priscilla. Lo que al principio se hace pasar, entonces, por nobleza o respeto a los tiempos madurativos de la chica, se acaba descubriendo como lo que es: un rechazo verdoso y espeso; una cosa incómoda y escurridiza, un camuflar de ternura lo que sólo es fraternidad, tibieza y el asco relativo que te provoca la mujer a la que has condenado a ser tu hermana o tu bebé para siempre.

Es aterrador. Es cruel. Es vil. Es incómodo. Fuera de casa sí tiene sexo. Fuera de casa no para. A Elvis le gustaba tirarse a las mujeres que no respetaba. A las mujeres listas y fuertes que le provocaban admiración y vergüenza. La misoginia, está claro, tiene varias cabezas. 

Sólo al final, cuando Priscilla se ríe a carcajadas con su profesor de kárate, Elvis se ensiroca y la secuestra entre dos pases de micro. Entonces se le pone encima, agobiándola, y le suelta "te voy a enseñar cómo hace el amor de verdad un hombre". Pero entonces ella se zafa. Entonces ella ya no le desea. 

***

Este es el punto de cocción favorito de Sofia Coppola: las niñas que están tristes y no pueden explicar por qué. Ahí trabaja ella, en la transición entre la inocencia y la experiencia, en ese hechizo castrador y rosado de quien está abandonando la infancia y lucha por persistir un rato más en el ensimismamiento.

Lo demostró ya en Las vírgenes suicidas, enigmáticamente. Dolía mucho ser mujer. Dolía ser deseada, pero aún más no serlo. Dolía ser usada sexualmente, pero más insultante, aún, resultaba no valer ni para eso.

Eso fue lo que nos enseñaron, que no hay un hombre que te desprecie más que el que no se quiere acostar contigo. Nos enseñaron que ahí estaba nuestro precio y ahora ya no sabemos cómo arrancar de raíz esa idea. Cómo reventarla para siempre. 

Es una pesadilla.

Las niñas de Coppola me gustan. Las entiendo. Me recuerdan a mí, en algún momento, me recuerdan a todas las mujeres que conozco pilladas en ese instante grácil, en ese ramalazo de azúcar glass de su infancia que ya se oscurece.

Me gustan como me gustan las niñas de Balthus, despatarradas y misteriosas, viajando por dentro, calladas y planeando el golpe. El de ser aún niña y empezar a ser mujer. Es del todo desquiciante. 

Las crías de Coppola son diferentes. Quieren quedarse un rato más en la niñez, pero la vida las empuja. A veces es mejor matarse. 

Recuerdo que en Un amor, Sara Mesa describe una escena en la que Nat, la protagonista, cena con su vecino. A ella no le gusta en absoluto, pero le extraña (la acaba ofendiendo, incluso) que él no haga ningún amago de besarla ni de acostarse con ella.

O sea: a ella no le gusta, pero necesita gustarle.

¿Cómo, si no, recibirá su check como mujer? ¿Cómo sabrá que no es una escoria? ¿Cómo le será dicho que es deseable y que por tanto, es buena y avanza?

En Cara de pan, también de Mesa, la niña Casi (tiene casi 14 años) falta a clase todos los días y se esconde en un matorral del parque, donde se cita religiosamente con su nuevo y extraño amigo Viejo, que ronda los 50. Casi espera que él intente tocarla. Casi da por hecho, incluso, que acabará siendo violada.

Pero él nunca busca nada de eso, lo que la pone rabiosa. Así que describe en su diario cómo él la invita a casa y cómo le mete las manos por debajo del jersey y cómo le pide que le practique sexo oral cuando eso nunca, nunca ha pasado. Sólo está fabulando, Casi, para hacer justicia.

La justicia para las mujeres, nos dijeron, era ser deseadas, también por quien nosotras no deseábamos. La justicia era poder decirles que "no" si lo intentaban. Aunque ese "no", luego, tampoco sirviera de nada.