Acaban de publicarse en España las memorias políticas de Benjamin Netanyahu (Bibi. Mi historia, editorial Nagrela), escritas entre junio de 2021 y diciembre de 2022, año y medio en el que no estuvo en un poder que había ejercido desde 2009 (y, antes, entre 1996 y 1999).
Es un libro interesante, minucioso en su exposición, tan parcial como era de esperar, con pasajes que ayudan a entender el Israel actual, en el que Netanyahu ha tenido un papel clave. No sólo desde la oficina del primer ministro, sino desde antes, cuando ejercía como embajador en Estados Unidos y, posteriormente, ante la ONU. También cuenta su papel en la élite de los comandos especiales del ejército.
La conclusión de su lectura no puede ser sino pesimista. Incluso derrotista. Con Netanyahu y las ideas que defiende, con su visión historicista (fueron los árabes los que echaron a los israelíes hace dos mil años, que se han limitado a recuperar lo suyo) y securitaria (en Occidente "creían que el poder vendría de la paz. Yo, en cambio, creía que la paz vendría del poder"); con su creencia de que todo el mundo se equivoca menos él (llega a percibir ignorancia incluso en un aliado tan fiel como George Bush hijo); con su capacidad para no ver la viga en el ojo propio (los asentamientos ilegales le parecen algo menor, casi una excusa para justificar el terrorismo); su insistencia en culpar a la prensa (son casi todos de izquierda y le odian, tanto dentro como fuera de Israel); sus mensajes binarios y simplificadores ("en todo Oriente Próximo se sigue librando un combate entre las fuerzas del medievalismo y de la modernidad"), es imposible que la relación entre Israel y Palestina llegue a cualquier solución razonable.
Y esa parecía ser la conclusión de un Netanyahu que optó por gestionar y enfriar el conflicto, más que por resolverlo.
Hay, por otro lado, omisiones culpables en el libro, como el silencio ante los actos de la organización sionista armada Irgún durante el mandato británico, que dejaron numerosas víctimas. Como las del atentado contra el Hotel Rey David en 1946, en el que murieron 92 personas, incluidos 18 judíos. No es sólo que lo omita, sino que habla del Irgún con admiración.
Tampoco menciona que la expulsión de los árabes de sus casas que dio lugar a la Nakba comenzó antes de la guerra árabe-israelí de 1948. Y que fue, de hecho, uno de los combustibles del conflicto, no una de sus consecuencias.
Más sorprendente aún es su queja por la crítica que la propia sociedad israelí hizo de la actuación de sus fuerzas armadas en las matanzas de Sabra y Chatila en 1982, cuando la maronita Falange Libanesa mató a cientos de refugiados palestinos ante la pasividad de las tropas israelíes. El suceso está calificado como genocidio por la resolución 37/123 de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Pero no son sólo las ideas y la visión que el primer ministro tiene de su país lo que infunde un pesimismo profundo. El factor humano cuenta siempre, y no puede leerse este libro sin imaginar el shock que el propio Netanyahu ha de estar viviendo. Porque los atentados terroristas del 7 de octubre niegan casi todos sus logros, al menos aquellos de los que más presume. El libro es muy revelador precisamente por eso, porque se escribe y se publica cuando estos hechos ni están ni se los espera.
Quedan muy tocados casi todos sus logros, pero no todos. Es bien interesante el relato que hace el primer ministro de sus reformas económicas durante su primer mandato y, posteriormente, como ministro de finanzas antes de volver a liderar el Gobierno. También fue muy relevante su contribución durante los años ochenta a ahormar la imagen que Estados Unidos tiene de Israel, una alianza casi indestructible.
Es revelador su elogio a Rupert Murdoch y a la Fox: "Aparecí allí a menudo al darme cuenta de su impacto en la opinión pública [...]. Israel nunca ha tenido un amigo mejor". Andando el tiempo, esos serán sus legados más perdurables, y no la seguridad, que es por lo que él siempre ha dicho que quería ser recordado.
Produce piedad leer algunas frases con las que Netanyahu critica a sus predecesores laboristas. De Golda Meir, que hubo de dimitir por los fallos de seguridad al no prever la invasión árabe que llevó a la Guerra del Yom Kipur de 1973, dice: "Se supo que un día antes de la guerra, un agente egipcio del Mosad había advertido a Israel de la inminencia de un ataque sorpresa. La primera ministra [...] y el ministro de Defensa [...] fracasaron al no tomar medidas ante esta y otras advertencias y avisos de los servicios de inteligencia".
Este recuento macabro de su primer mandato que hace citando a un periodista causa una solidaridad instintiva hoy: "El segundo mandato de [...] Rabin [...] duró 39,5 meses y durante ese tiempo 178 israelíes fueron asesinados en Israel y en los territorios, lo que arroja una media de 4-5 al mes. Peres fue primer ministro durante 7,5 meses y su media mensual fue de 9 aproximadamente. Ehud Barak estuvo en el cargo unos 20 meses y durante su mandato murieron unos 3 israelíes cada mes. Benjamin Netanyahu fue el más moderado en este sentido. Ocupó el cargo de primer ministro durante más de 36 meses, durante los cuales se asesinó de media un israelí al mes".
Es de suponer que la estadística nueva, producto de que en su mandato haya tenido lugar la peor y más numerosa masacre de judíos desde la Segunda Guerra Mundial (y en territorio israelí), le ha estallado en la cara. Y que, herido en el ánimo, esté dispuesto a cualquier cosa. Por más que en su día se opusiera a la salida unilateral de Gaza decidida por Sharon (por considerar que Hamás haría del lugar un sitio privilegiado para atacar Israel), trece años consecutivos en el poder te hacen responsable del esquema de seguridad del país y hay pocas excusas.
Por suerte, y según revelan los sondeos, la sociedad israelí es la primera que entiende que la vía Bibi es un camino cegado. No ya hacia la paz, sino hacia la propia supervivencia. Habrá que ver si su proverbial resistencia le permite también salir airoso esta vez. En caso de que no, tiempo tendrá para el segundo tomo de sus memorias, o para rehacer el primero a la vista de los acontecimientos.