La irrupción de la figura de Javier Milei en Argentina, tras el resultado de las elecciones primarias, ha puesto al anarcocapitalismo, a través de una personalidad verdaderamente histriónica, en el punto de mira del debate político en España.
Sobre todo porque este triunfo ha coincidido con la salida de Iván Espinosa de los Monteros del Congreso de los Diputados, de un perfil equivalente al de Milei, pero con aire más distinguido y exquisito, en lo que muchos interpretan como una derrota del ala más liberal de Vox.
De este modo, con la caída de Espinosa, en el partido de Abascal se impone al parecer la corriente más "dura", de corte falangista (la de Buxadé como nuevo hombre fuerte), y el partido verde se escora totalmente hacia una suerte de "derecha socialista nacional" (así, al menos lo interpreta Jiménez Losantos), y abandona el "liberalismo" (que encarnaría Espinosa de los Monteros).
El caso es que esta manera de interpretar estos movimientos (en Argentina, en España) están basados en una distinción completamente ideológica, en la medida en que no tiene fundamento in re, pero que se asume como si fuera una evidencia axiomática. Se trata de la distinción entre una sociedad civil, vista como axiológicamente positiva, y el Estado, de carga axiológica negativa.
Una sociedad civil articulada por la empresa, como artífice del negocio, y la familia, como artífice de la generación. Y que tienen una vida independiente del Estado, que es la institucionalización de la "casta política".
De este modo, el Estado es visto como una especie de elemento obstaculizador, cuya función social es la de interrumpir las dinámicas siempre armoniosas (con armonía preestablecida, de orden espontáneo) de la sociedad civil (familia y empresa). Ocurriendo así que la labor del Estado se resuelve, invariablemente, en molestar. Sea con la presión fiscal (siempre abusiva, con afán recaudatorio), sea con sus tinglados subvencionados (a los que acompaña inevitablemente el despilfarro), sea con su burocracia (siempre mastodóntica). La vida social quedaría plenamente satisfecha, bien ordenada, sin las interferencias caóticas del Estado.
El caso es que esta "ilusión liberal" (minarquista, o anarcocapitalista, si se quiere), es solamente eso, una pura ilusión. Ocurre que, sin la articulación del Estado, la sociedad, sencillamente, no existiría, desparramada regresivamente en un caos etnológico (recuerda esto a aquella ilusión de la paloma de Kant, que ve en la resistencia del aire un obstáculo, cuando es lo que le permite el vuelo).
Quiero decir con esto que las políticas llamadas "liberales" (inspiradas por la Escuela austriaca de Hayek, Von Mises, etcétera) tienen sentido sólo partiendo de esa ficción que separa a la sociedad civil del Estado. Cuando, en realidad, no hay tal separación, ni puede haberla.
Y es que, siguiendo aquello de Aristóteles de que, estructuralmente, el todo es anterior a las partes, es el Estado el poder que da forma a la sociedad, al fijar, para empezar, su ámbito territorial, que sólo puede ser determinado por el poder del Estado (en rivalidad con otros). Es lo que se llama frontera. Y, para continuar, todo el ordenamiento jurídico, con el régimen de propiedad, incluyendo el derecho privado (patrimonial, sucesiones, etcétera), así como los códigos civiles, penales o de comercio.
Hablar de "minarquismo" es un modo retórico de hablar. Porque si el Estado conserva los poderes de hacer las leyes y el monopolio de la violencia como contempla el minarquista, el Estado de "mínimo" no tiene nada. El Estado, en este sentido, es siempre absoluto (frente a otros Estados), y totalitario, y no puede ser de otra manera, porque va en ello su propia definición como soberano.
De hecho, en cualquier ordenamiento jurídico se contempla la posibilidad del requisamiento de bienes particulares o de la expropiación de cualquier terreno (por encima de la propiedad privada). Incluso la retirada de la patria potestad (por encima de la institución familiar), si el Estado así lo requiriese. Y no existe poder alguno que lo pueda impedir (salvo otro Estado más fuerte).
Es más, en el Estado, en la medida en que sea consistente, prevalece siempre el bien común (general) sobre el bien propio (particular). De tal manera que un Estado degeneraría (se corrompería, es decir, actuaría despóticamente) si hiciera prevalecer el bien particular (propio, idion) sobre el bien general (común a la polis).
La familia, como cualquier otra institución, también está sometida a su degradación. Y, naturalmente, puede convertirse en un verdadero infierno para sus miembros. La única instancia, en último término, a la que se puede acudir para salir de ese infierno es, de nuevo, el Estado. De la misma manera, la empresa no es ese lugar que, por verse expuesto a la "ley de la oferta y la demanda", va a quedar completamente limpio de corrupción y abusos.
En definitiva, la distinción sociedad civil/Estado, en la que se quiere fundamentar el minarquismo (en su idea de reducir al mínimo al Estado y extender al máximo a la sociedad civil), es una distinción completamente ideológica. Nada tiene de evidente y está ligada a ciertas familias o grandes empresas o grupos de poder, en general (incluyendo los de la "casta sacerdotal"), que ven en el Estado un freno u obstáculo para sacar adelante sus intereses particulares.
Esto es lo que ha triunfado en Argentina con Milei. La pura ilusión liberal, eso sí, en su formato más histriónico y exagerado.